Argelia y Sudán: La nueva ola de las revueltas árabes
Los movimientos anti-gobierno demuestran que la aspiración de cambio en Medio Oriente y el África del Norte no mermó luego de las revueltas de 2011.
Por Benjamin Barthe para Le Monde
Las y los egipcios nostálgicos del levantamiento de la plaza Tahrir, el epicentro de la revolución de 2011, han dormido poco estos últimos días. Pegados a las redes sociales, han seguido cada minuto de la revuelta de la gente en el vecino Sudán, prodigándole consejos y ánimos.
Desde que Omar Al Bachir ha sido derrocado, el jueves 11 de abril, por generales que parecen poco apresurados por pasar el poder a las y los civiles, les exhortan a mantener su presión sobre el ejército, continuando su acampada ante su Cuartel General, en Jartum. El viernes, Awad Ibn Auf, jefe del Consejo Militar de Transición, ha anunciado en un discurso a la Nación haber renunciado a su puesto, y nombrado en su lugar a Abdel Fattah Al Burhan Abdelrahmane, inspector general de las fuerzas armadas. Esta declaración ha sido acogida con escenas de gran alegría en la capital sudanesa.
“Recuerden que una revolución a medias es un suicidio completo -señala en Facebook Gamal Eid, una figura egipcia del movimiento de defensa de los derechos humanos-. No dejen que el ejército confisque los frutos de su lucha”.
Palabras alimentadas por una triste experiencia. Cegados por su fe en su propio ejército, que había precipitado la caída de Hosni Mubarak, en febrero de 2011, los motines de Tahrir habían abandonado la plaza, abriendo la vía a la vuelta del antiguo régimen, dos años y medio después, en la persona del general Abdel Fattah Al Sissi, hoy presidente de Egipto, que gobierna con una mano de hierro.
Este diálogo a través del tiempo y del espacio entre los antiguos rebeldes de El Cairo y los actuales contestatarios de Jartum, pone a la luz el hilo que liga el levantamiento de Sudán así como el de Argelia, a la secuencia revolucionaria de 2011.
Segunda edad de las “primaveras árabes”, los movimientos anti-Bachir y anti-Abdelaziz Buteflika, el presidente argelino depuesto, demuestran que la aspiración al cambio, tanto en Medio Oriente como en África del Norte, no ha resultado mermada por la fortuna muy diversa, y a menudo trágica, de las movilizaciones fundadoras de 2011.
“Esto demuestra que el rechazo a los regímenes autoritarios, por frustrado que haya resultado en ciertos países, sigue siendo igual de profundo -observa Tarek Mitri, director del instituto Issam Fares, un centro de análisis de las políticas públicas y de los asuntos internacionales en la Universidad Americana de Beirut-. Es importante poner fin a la falsa idea de que las y los árabes, al no haber logrado sacar adelante sus revoluciones, estarían nostálgicos del antiguo orden”.
Salvo Túnez, que ha sabido desarrollar, a trancas y barrancas, un sistema político relativamente inclusivo, los países afectados por los movimientos de protesta de hace ocho años han caído bien en la guerra civil (Siria, Yemen, Libia), o bien en la restauración autoritaria (Egipto, Bahrein). Pero estos contra-ejemplos no han bastado para disuadir a las y los argelinos y sudaneses de salir a la calle para intentar, a su vez, tomar el destino en sus manos.
“Estamos confrontados a un movimiento histórico de convulsiones -plantea la politóloga Maha Yehya, directora de la oficina de la fundación Carnegie en Beirut-. El viejo sistema de gobernanza, que ha predominado estos últimos sesenta años en el mundo árabe, está en las últimas. Las causas estructurales de las crisis de 2011 no han sido tratadas y por ello la protesta vuelve a desarrollarse”.
Entre esos factores están la pérdida de legitimidad de regímenes osificados, preocupados únicamente por su perpetuación; la quiebra de sistemas económicos, rentistas o depredadores, incapaces de hacer frente a la llegada al mercado de trabajo de una población en constante expansión; y la tiranía de los estados policiales que, en ausencia de proyecto colectivo, funcionan hasta que el muro del miedo estalla en pedazos.
La oposición de la gente en Argelia al proyecto de quinto mandato de Buteflika, el error fatal cometido por su clan, ha hecho eco a la negativa de la gente en Egipto a ver a Hosni Mubarak ceder su puesto a su hijo Gamal y transformar su país en monarquía republicana. La exasperación de las y los sudaneses ante la triplicación del precio del pan, desencadenante de las manifestaciones, ha recordado la indignación de las y los tunecinos, tras la inmolación prendiéndose fuego de Mohamed Bouazizi, el vendedor ambulante humillado por la policía.
Estos dos últimos años, varias sacudidas de cólera, sectorial o localizada, ya habían señalado que el fuego de 2011 seguía estando bajo las brasas: en el Rif marroquí, por ejemplo, una región históricamente marginada por el poder, y en Bassora, en el sur de Irak, una zona que sufre la incuria y la corrupción del Estado, tentada por la autonomía.
“En verdad, hace veinte años que el mundo árabe está impregnado de un clima revolucionario, debido a la esterilidad política absoluta a la que se ve confrontado”, sostiene Peter Harling, director de Synaps, un gabinete de análisis con base en Beirut y centrado en las problemáticas socio-económicas. Como anunciadoras de la erupción de 2011, este especialista de Medio Oriente cita la primavera de Beirut de 2005 (una movilización que llevó a la salida de las tropas de ocupación sirias) y la victoria sorpresa de Hamas en las legislativas palestinas de 2006.
“Las sacudidas geopolíticas de esta época (como los conflictos en Irak, a partir de 2003 y la segunda guerra de Líbano en 2006 entre Israel y Hezbolá) han distraído la atención –explica Harling-. Pero en 2010, esta tensión volvió a aparecer y las cuestiones de gobernanza pasaron naturalmente al primer plano. Habrá otros pasos en el vacío en el futuro, pero las revueltas volverán. Mientras los sistemas políticos no tengan nada que ofrecer, las sociedades no pueden sino tentar al diablo”.
Las pequeñas monarquías del Golfo, que abrigan sociedades jóvenes, rebosantes de petrodólares, están al abrigo, a priori, de todo acceso de fiebre revolucionaria. Siria y Yemen, dos estados en pedazos, están probablemente inmunizados, para algunos años, contra toda vuelta de estos vértigos. Si el mariscal Khalifa Haftar logra apoderarse de Trípoli, la capital libia, esto podría arruinar la última oportunidad de que ese país conozca una evolución a la tunecina. Pero la vuelta al autoritarismo tanto allí como en otras partes no será jamás garantía de estabilidad.
*Por Benjamin Barthe para Le Monde / Traducido del francés para Rebelión por Alberto Nadal