Ladrilleros, amor y desamparo en el litoral
Por Manuel Allasino para La tinta
Ladrilleros es la segunda novela de Selva Almada, publicada en el año 2013. Luego de El viento que arrasa, su primera novela con gran aceptación del público y de la crítica, Almada editó Ladrilleros que la consolidó como una de las escritoras ineludibles de la literatura argentina contemporánea.
La enemistad entre dos cabezas de familia: Oscar Tamai y Elvio Miranda, ladrilleros de oficio, llega a sus hijos varones Pajarito Tamai y Marciano Miranda, y los conduce hacia un destino trágico. Anclada en un pueblito del litoral argentino, la novela describe personajes cinematográficos atrapados en una burbuja de violencia.
“Puro olor a podrido el que le entra por la nariz. Marciano Miranda está echado boca abajo, con un solo ojo abierto. Tiene la cara metida en el charco pantanoso en que se ha convertido el suelo tras varios días de feria. El pasto quemado por las pisadas, las meadas, los vómitos. Siempre es así cuando viene un parque de diversiones o un circo. Un circo peor: cuando levantan las jaulas, los yuyos quedan negros hasta la raíz por el peso y el calor de los animales. Al descampado municipal le lleva meses reponerse y cuando empieza a ponerse lindo de nuevo, se instala otro feriante. A nadie le importa, en realidad. Cuando está vacío, al predio solo lo usan las parejas para ir a culear. La verdadera diversión es cuando está ocupado, cuando se llena de bombitas de colores y músicas y forasteros. Si Marciano se fija en eso ahora es porque le toca tener la jeta en ese barro inmundo, que si no. Levanta el ojo a ver si puede pispear algo más que los manchones oscuros del suelo. Pero se cansa el ojo y vuelve a clavarse sobre las hojitas chamuscadas del piso. Y yo con los pantalones blancos, piensa. Parecés un bombón de telenovela, le dijo Angelito cuando se vistió en la casa, antes de salir de juerga. Impecables, recién sacados de la tienda, ajustados, marcándole la hombría, la camisa metida adentro. Marciano se miró en el espejo del ropero y en la luna lo vio al hermano, Angelito, echado sobre la cama como un gato fino, en slip, abanicándose con una revista. Tuvo ganas de darse vuelta y cruzarle el lomo con el cinto que todavía tenía en la mano, pero se contuvo. No quería una pelotera con la mamá antes de salir, le arruinaría la noche. Ya se iba a encargar de sacarle las mañas al Ángel. Capaz que esa misma noche si la suerte lo acompañaba. Muerto el perro se acabó la rabia, y él sabe bien que el Pájaro Tamai es el perro que lo tiene envenenado a su hermano. Después, borrón y cuenta nueva. Si hacía falta, lo iba a obligar a mascar conchas todo el día hasta que se le fuera el berretín de chupar pijas. Pero igual le amagó un revés desde el espejo. No le gustaba que le hablara así. Él era el hermano mayor y merecía respeto. Este culo roto no le podía hablar como si estuviesen entre mariconas. Ahora igual no le importa. Ahí, echado en el barro, está cansado y tiene frío. Será el rocío del amanecer”.
Pajarito Tamai tiene varios hermanos y hermanas. Es el segundo hijo de Oscar Tamai pero el mayor de los varones. Su padre es severo pero Pajarito no lo obedece y cada vez que puede se escapa de la casa. Marciano Miranda, en cambio, tiene una buena relación con su padre Elvio. El niño lo quiere y lo considera un ejemplo a seguir. Sin embargo, cuando él era muy chico lo perdió para siempre. En una noche en que su papá se iba al bar, llegaron dos policías a la casa para dar la noticia de que lo habían encontrado asesinado. En ese instante, Marciano se juró vengar la muerte de su padre. Pero nunca pudo averiguar la identidad del asesino.
Oscar Tamai conoció a Celina, su esposa, cuando era muy joven en la fonda donde trabajaba con sus hermanas. Aunque el padre de ella se opuso desde un principio a la relación, Celina abandonó a su familia y se casó con él.
“La primera vez que Oscar Tamai pisó la fonda, Celina sacaba unos vasos atrás del mostrador. Fue verlo entrar al salón el penumbras, las aspas del ventilador de techo girando morosamente, la luz del atardecer que entraba por la puerta dándole de atrás, dibujando los contornos del sombrero, los ojos amarillos acomodándose a la sombra del interior, y sentir que el corazón se le paraba adentro del pecho. Fue apenas un instante porque cuando el hombre empezó a caminar hacia ella, haciendo sonar los tacos de sus botas sobre los mosaicos del piso, empezó a latir desaforado. Tamtam las botas; tamtamtam, su corazón. Celina empezaba a pensar que le aguardaba el mismo destino que a sus hermanas, se veía poniéndose amarilla en el aire viciado de la fonda, encorvada bajo la sombra todopoderosa del padre, para quien el único hombre merecedor de sus hijas era él. A las otras dos les había espantado todos los candidatos, hasta que las muchachas se habían resignado a dejar de buscar. Ellas también se habían convencido de que no había ningún hombre lo suficientemente bueno para ellas. Aunque se había prometido no terminar igual que las mayores, a veces perdía las esperanzas. ¿Cómo iba a conseguir un hombre si se pasaba los días y las noches entre indios borrachos? Tamai la saludó tocándose el ala del sombrero y le pidió una cerveza. En vez de ir a sentarse se quedó acodado en el mostrador esperando la bebida. A ella le temblaron las manos cuando le alcanzó la botella y el vaso. Él pagó, agradeció y se fue a ocupar una mesa cerca de la ventana. A esa hora no había casi nadie. Oscar Tamai giró la silla en dirección a la barra y estiró las piernas poniendo un pie sobre el otro, un dedo enganchado en la hebilla del cinturón y el resto de la mano descansando sobre el bulto, la otra mano repartida entre el cigarrillo y el vaso, el sombrero echado un poco sobre la frente. Celina no podía verle los ojos, pero sentía la mirada del hombre, buscándola como los puñales de un lanzador de cuchillos. Supo enseguida que el forastero era el hombre que estaba esperando. Supo también que el padre pondría el grito en el cielo”.
Elvio Miranda y Oscar Tamai fueron enemigos durante años. La rivalidad surgió cuando Tamai le robó un perro galgo a Miranda, uno de los que criaba para jugar carreras.
Ambas familias no estaban bien económicamente. Tamai tardaba mucho en cumplir con los pedidos de sus clientes y estos después se demoraban en pagarle. A Miranda le sucedía lo mismo, a pesar de que era un buen ladrillero, tampoco cumplía con los plazos de entrega. Tanto Celina como Estela eran las encargadas de llevar adelante la economía familiar confeccionando ropa. Con el tiempo, ambas se hicieron cargo de las ladrillerías.
“Marciano solía sentarse afuera las noches en que el calor hacía imposible quedarse adentro. Es decir, casi todas las noches del año, excepto las del invierno, tan breve como un suspiro. Todo el barrio estaba siempre afuera de las casas hasta muy tarde, hasta que el cansancio era más fuerte que el calor, hasta que los cuerpos se rendían y se resignaban al sopor de las piezas con ventiladores echando aire caliente sobre las pieles transpiradas, moviendo apenas el humo de los espirales. De chico estaba con los demás en la calle. Parecía que correr, saltar, andar en bicicleta refrescaba más que quedarse quieto. Cazaban mariposas en los faroles de la calle o se metían en la oscuridad de los baldíos persiguiendo taca-tacas. Las encerraban en frascos de vidrios y las ponían sobre la mesa de luz y se dormían escuchando el tac-tac que hacían los bichos cuando encendían sus diminutas linternas. De adolescente, se juntaba con los compinches en alguna esquina a fumar, tomar cerveza y pavear con las changas que siempre andaban de a dos o tres, haciéndoles la pasada. Todos en short, en cueros y en patas, exhibiendo sus cuerpos fibrosos, los pectorales y bíceps incipientes, que empezaban a sacar a fuerza del trabajo bruto. A veces se quedaba en la casa hasta que alguno venía a buscarlo y lo convencía de ir al centro a jugar unos fichines. Se sentaba en una reposera, con el grabador aparatoso que se compraba cada año, cada vez más grande, más lleno de luces y chirimbolos, con los parlantes más potentes. Escuchaba cumbia santafesina y cuarteto; música que le conseguía el disc jockey del boliche, que era amigo suyo. Fumaba y tomaba un porrón y le daba vueltas de nuevo a la idea de irse a Entre Ríos. Se acordaba de la vez que había ido con su padre, el único viaje que llegaron a hacer juntos y el único viaje que él había hecho. Cerraba los ojos y volvía a ver el río, los árboles, las lomadas cubiertas de pasto; volvía a sentir en la cara la frescura que venía de la masa de agua, el aire dulcemente envenenado por el perfume de las flores que crecían en la ribera. No sabía el nombre del sitio adonde habían pasado esos días en compañía de Antonio. No le importaba. Era Entre Ríos y Entre Ríos debía ser toda igual, acuática y verde. En esos momentos, le agarraba una nostalgia y ponía la música al taco para que la mamá y los hermanos no sospecharan su ánimo. Entonces se decía que antes de tomárselas a Entre Ríos, tenía que vengar la muerte de su padre. Aunque habían pasado unos cuantos años y el caso se había archivado unos pocos meses después del suceso, él no se olvidaba, lo tenía presente cada día de su vida”.
Ladrilleros de Selva Almada es una novela en la que el clima del litoral está bien presente. El habla popular de una lengua es, al mismo tiempo, realista y poética. El amor y desamor entre hombres y los prejuicios de un pueblo del interior le dan los condimentos necesarios para que los lectores se sumerjan profundamente en una historia compleja y habitada de mucha violencia.
Sobre la Autora
Selva Almada nació en Entre Ríos en 1973. Es autora de los libros El viento que arrasa (Mardulce, 2012), Internec, relato publicado en la editorial electrónica Los proyectos (2012), Una chica de provincia (2007), Niños (2005) y Mal de muñecas (2003). Integra diversas antologías de cuentos, entre ellas, Die Nacht des Kometen (Alemania, 2010). Además, El viento que arrasa fue traducida al francés.
Fue Becaria del Fondo Nacional de las Artes y co-dirige el ciclo de lecturas Carne Argentina. Coordina talleres de escritura en Buenos Aires y en el interior del país.
*Por Manuel Allasino para La tinta.