La Mendiga, en busca de una identidad
Por Manuel Allasino para La tinta
La Mendiga es una novela del escritor César Aira publicada en el año 1998. El libro surge del universo de la televisión y no hay límites para la fantasía. Una mendiga se cae en el barrio de Flores y los vecinos llaman a la ambulancia y el servicio que llega es el de la actriz Cecilia Roth, médica de la telenovela Siete Lunas. Es así, que La Mendiga, es la historia de Rosa (¿o Iris?), de su infancia en el barrio porteño de Flores y como la vida la llevó a vivir en un pueblo de la provincia de Buenos Aires llamado Brelín, y de las dificultades de su regreso a la capital. Y es también, la historia de Cecilia, una actriz perfeccionista y aplicada convertida en médica de Rosa por obra de un guión televisivo.
Aira nos atrapa con su estilo que a las simbolizaciones primarias de la palabra (las cosas son lo que son), superpone sus simbolizaciones secundarias (las cosas son lo que parecen y quizás algo más) en dónde los lectores ejercen su capacidad imaginativa.
“La ambulancia arrancó a toda velocidad. Desde adentro, la sirena se oía lejana y como ajena. No bien Cecilia quedó a solas con la desconocida empezó a hablarle con su voz grave y suave, para tranquilizarla y sacarle los datos con los que hacer un diagnóstico preliminar. Este episodio no tenía nada que ver con su especialidad, que era el hilo en el que se ensartaban todas las historias, pero, por un lado, lo que estaba pasando era enteramente casual, y habría sido inverosímil que hubiera de por medio un problema de fertilidad. Y por otro lado, había capítulos que eran así, marginales a la temática central, y que debían serlo necesariamente para que el conjunto no se desbarrancara en un inverosímil de saturación. Lo primero que hizo fue preguntarle cómo se llamaba, para personalizar el diálogo. Rosa. Muy bien, la mujer blanca se llamaba Rosa. Muy bien, Rosa, ahora quiero que te relajes y dejes de preocuparte; nos vamos a ocupar de vos, para eso nos pagan, todo tu trabajo va a ser estar tranquila y tener confianza. Hizo silencio, tomándole la mano y mirándola a los ojos. Sus palabras parecían haber tenido algún efecto. Siguió: Quiero que cierres los ojos y pienses cosas lindas. Si es necesario, remontáte a tu infancia. Que no fuera un caso de su especialidad no significaba que Cecilia tuviera intención de renunciar, o pudiera, a esos modales suaves, casi místicos, que había adquirido en el ejercicio de la profesión. Sus pacientes no habrían admitido otra cosa, no sólo porque la Clínica Laurenti era exclusiva y carísima sino por la delicadeza inherente a la especialidad. Cecilia siempre tenía presente que la gente, cuando llegaba a ella, y para haber hecho el camino entre sus casas y el consultorio, había desarrollado dos caras: la inmediata y práctica, y la trascendente. Esta última, moldeada en el deseo de inmortalidad, salía a la luz frente a ella, y regía una lengua distinta, una lengua y una mímica que transfiguraban la realidad. Rosa gemía y se retorcía en la camilla, pero se mantenía razonablemente en su lugar, como una momia en su sarcófago. Las pupilas le bajaban lentamente al centro del ojo, la lengua se le destrababa. Me duele, me duele… ¿qué parte del cuerpo te duele Rosa? ¿Eh? Te pregunto dónde te duele, ¿aquí? ¿aquí? ¿aquí? Y la otra se limitaba a responder: no…no…no… así no iban a llegar a ninguna parte, de modo que volvió a una perspectiva más general: en un minuto vamos a estar en el hospital, y te van a dar un calmante y vas a poder dormir… Ronca, expresionista, alucinada, Rosa exclamó: ¡Para qué quiero vivir! La frase salió así. Debería haber dicho “dormir”, que era lo que correspondía, pero dijo <<vivir>>.
César Aira en La Mendiga despliega una prosa imperfecta y delirante pero con una eficacia atada a la elegancia. A través de un argumento folletinesco brinda agudas reflexiones y exhibe su extraordinaria soltura narrativa en dónde “la realidad queda al mismo tiempo arriba y debajo de la historia”.
“Para hacer música no se necesitan instrumentos, ejecutantes, partituras, teoría, teatro, público, sensibilidad…. Lo único que se necesita es la música. Y en este caso la música estaba, ¡vaya si estaba! Su público misterioso lo comprendió de pronto, como se entiende al fin una pantomima. ¡Era música! Una serenata, unas mañanitas de medianoche… Una ofrenda musical inesperada, un regalo de arte, y a la vez un mensaje… Sobre todo un mensaje. Claro que no era música corriente, de la que puede escucharse por la radio: era una melodía atonal inarmónica, que se combatía a sí misma en la necesidad insensata de expresarse. Quería decir cosas extrañas, nunca dichas antes, y esa voluntad la ampliaba más allá de lo razonable. Se había iniciado con ese propósito, desde el primer <<plnic>> había tenido un aire de intención. Todo el mundo sabe que hay cosas que no pueden decirse con palabras; lo que nadie sabe es cuáles son esas cosas. Pues bien: había que inventarlas, sacarlas de la oscuridad… y al mismo tiempo meterlas… Eso actuaba como una caja negra surrealista: por una lado entraba cualquier cosa, por el otro salía cualquier cosa. Así es como empezaba a tener sentido. Cuando una frase se repetía, era por casualidad: los ritmos avanzaban desconectados, creando series inconexas como en la filatelia. Había un exceso de energía para lograr un efecto minúsculo, el más pequeño e insignificante de todos: la comunicación. La falta de unidad de medida lo volvía muy artístico. A su vez, y dentro de lo absurdo, había un ahorro de energía, una economía, sin la cual la música habría carecido de forma. El ahorro se transmutaba en emisión de energía, al volverse sobre sí mismo y empezar a ahorrarse a su vez. Y la “forma” que tomaba este mecanismo de exceso-economía era la “expresión vital”. De ahí todos los episodios que empezaban a sucederse en la percepción de los oyentes. La música estaba erizada de órdenes. La expansión caprichosa de la vitalidad, el amor por el lujo… ¿Adónde puede ir a parar una pequeña iniciativa cantábile, en el país de los gigantes del microscopio? El combate de la música consigo misma se volvía una guerra de fábula: soldados, dragones y artefactos volantes giraban alrededor de castillos de pura roca, se encendían fosos circulares de fuego, ejércitos innumerables desembarcaban en medio de la tormenta… Las estatuas cobraban vida. Los obesos adelgazaban por milagro… Las voces se habían agudas hasta empezar a decir algo”.
Algunos de los tópicos que Aira desarrolla en esta novela son: la inutilidad de la existencia, la enajenación del sujeto en su trabajo, la superficialidad y la identidad. De hecho, los personajes principales van persiguiendo el secreto que les revele su propia identidad.
Es una búsqueda problemática porque está marcada por la ironía del escritor: la identidad aparece fragmentada y es presentada como parodia o como una borrosa mentira.
“Esa noche, cuando terminó de trabajar en la clínica, en lugar de ir directamente a su casa Cecilia decidió pasar por el Piñeyro a ver a su paciente accidental de esa mañana. Nada la obligaba a hacerlo, ya que su contacto con la mujer había sido, además de casual, de pura buena voluntad, y por completo desinteresado. Pero había una motivación de todos modos, y bien cargada de verosímil: estaba la curiosidad por un caso humano con un matriz intrigante, y estaba también el aspecto exhaustivo que tenía su actividad profesional, el <<seguimiento>> de los casos, en el que se basaba no sólo su especialidad sino, con ella, todo el verosímil del programa en el que estaba actuando. La fecundación era de esas cosas a las que el seguimiento en el tiempo y en la cadena causal les es connatural; por contaminación, actuaba en este caso, que no tenía nada que ver con la fecundación. Los guionistas habían adoptado una regla de oro de la que no se apartaban nunca, salvo circunstancias de fuerza mayor: no quedaban hilos sueltos; por mucho que se complicara la trama, ningún hilo podía quedar colgando. Aquí además había una sobredeterminación, tanto más atendible cuando era de esos detalles que se introducían muy de tanto en tanto en los argumentos, con todas las precauciones con que se manejan los extremos: empleada en una clínica de fecundación asistida provista de tecnología de punta, la virtual totalidad de los contactos humanos que hacía Cecilia en su condición de médica era con señoras cultas y ricas, y el azar le había puesto en las manos a una mujer que estaba en la otra punta de la escala social. No era cuestión de desaprovechar el contraste de sus modales forjados en una práctica paqueta con el salvajismo marginal. De modo que cuando se despedía de la secretaria de la clínica (Lidia Catalano, otra excelente actriz) y ésta le preguntaba si iba a su casa, respondió, sin entrar en detalles, que antes tenía que hacer una visita… La pregunta de la Catalano tenía un sentido, más allá de la cortesía o la charla insustancial: el paradero nocturno de los médicos quedaba registrado por si se presentaba alguna emergencia. Aquí aparece una diferencia notable entre la gente de la realidad y los personajes de la televisión. Los primeros, cuando vuelven a su casa del trabajo, cuando pasan la velada en el hogar, hacen indudablemente una cosa: mirar televisión. Los segundos no lo hacen nunca, o al menos no se los ve hacerlo, ni hacen ninguna alusión a que lo hagan. Es cierto que los personajes de la televisión, cuando vuelven a su casa y salen de la trama en la que están funcionando, desaparecen. Se disuelven en la materia televisiva que es su razón de ser. Si no dijo que iba a pasar por el Hospital Piñeyro fue porque de todos modos contaba con estar en su casa en unas dos horas, y por no recargar de diálogo una fugaz escena de enlace… y por otra razón, que después aparecerá. El mecánico que le había arreglado el auto había completado su servicio llevándoselo a la clínica, así que no tuvo más que meterse en él, ponerlo en marcha (arrancó como una seda) y partir rumbo al Bajo Flores. La sobredeterminación merece un párrafo explicativo: el programa que Cecilia estaba protagonizando tenía una característica que los telespectadores habían notado, los más sutiles desde la primera emisión, los otros con el correr de los meses… La única que seguía sin registrarla, hasta ahora, era ella. Y no es que fuera tonta, todo lo contrario. En este punto en particular, las virtudes que tenía, y que todos le reconocían, habían jugado en contra. Era de esas actrices que no se contentan con memorizar la letra sino que tratan de entrar en la psicología de su personaje, el esfuerzo la encerraba en una cápsula desde la cual era imposible percibir ciertas convenciones… Mientras que la atención de un ser humano puede ser total y abarcarlo todo, lo grande tanto como lo pequeño, la forma tanto como el contenido, la atención de un personaje tiene límites infranqueables. No obstante, en este momento Cecilia estaba a punto de franquear uno de esos límites. La característica en cuestión era que en este programa nunca se hablaba, ni se trataba, de dinero. Los argumentos subsidiarios que iban alimentando cada episodio tocaban temas psicológicos, conyugales, generacionales, y todos giraban sobre un eje de fecundación… El dinero nunca jugaba ningún papel. No por eso faltaban personajes de la clase baja; la sociedad entera estaba representada; la atmósfera de realismo era sólida… Pero el dinero seguía ausente. No parecía ser un olvido o una distracción, pero tampoco era deliberado. Más bien surgía de la esencia del tema, que era la fecundación, la descendencia, la necesidad en blanco y negro de tener hijos, sin esas áreas grises donde se puede pedir rebaja. Si los tratamientos de fecundación asistida eran caros, los interesados estaban dispuestos a pagar de todos modos… Si era necesario vendían la casa… Eso quedaba tácito, sobrentendido. Lo mismo si era cuestión de vida o muerte, cáncer de útero por ejemplo, o de mamas… Ese núcleo contaminaba todo lo demás. Simplemente los productores habían apuntado a un mundo de absolutos, y desde él se echaba a andar la máquina. Lo demás se daba solo, y todos los encadenamientos se hacían en forma mecánica, dando una acabada impresión de realismo”.
La Mendiga de César Aira es una novela en dónde la identidad de los personajes se constituye a través de la búsqueda permanente.
La aparición de la actriz Cecilia Roth como uno de los personajes principales trae consigo los dobles que realiza en su profesión: los personajes que debe interpretar, las diferentes vidas que debe hacer vivibles. Con la ironía que lo caracteriza, Aira, nos sumerge en un universo fantástico en dónde todo es posible.
Sobre el autor
César Aira nació en Coronel Pringles, Argentina, en 1949. Desde 1967 vive en Buenos Aires, dedicado a la escritura de novelas, ensayos -y muchos textos que oscilan entre ambos géneros- y la traducción. Es uno de los narradores más originales, imaginativos, inteligentes y delirantes. Su obra ha sido profusamente publicada en Argentina, Chile, México y España, y sus novelas, traducidas a más de veinte idiomas.
Literatura Random House ha editado, hasta el momento: Los fantasmas (2014), Relatos reunidos (2013), El congreso de literatura (2012), El error (2010) y Las aventuras de Barbaverde (2008) entre otros.
Con la publicación de su última novela, El santo (2015), junto con esta nueva edición de La mendiga y la recuperación de algunas de sus mejores obras, se inaugura la Biblioteca César Aira.
*Por Manuel Allasino para La tinta.