Myanmar: un país de guerra y té
Al noroeste de esta ex colonia británica habita la etnia Palaung. Su vida en las montañas transcurre entre el trabajo en pequeños cultivos y la vigilancia del ejército.
Por Pablo Peralta, desde Myanmar, para La tinta
Vas caminando por las calles de Yangón y lo que te sorprende no es la basura o el desorden, que no es poco. Lo que más llama la atención son las caras que te sonríen con sus coloretes amarillos. Infinidad de diseños, desde los círculos en ambas mejillas hasta complicadas figuras ornamentales en la frente y nariz. Es la tanaka, una máscara cosmética que protege del sol a birmanas y birmanos de todas las edades y clases sociales. Hecha con una pasta de madera mezclada con agua, la tanaka y sus sonrisas te dan la bienvenida a Myanmar.
Por la antigua Birmania, pasean sin prisa personas de piel oscura, cuyos rasgos son la combinación perfecta entre el sudeste asiático y la influencia india. Dos mundos distintos unidos por el puente birmano. Pero el país no es apenas una fusión de culturas. Los vestidos brillantes y coloridos que lucen las mujeres, las largas polleras cuadriculadas (longyi) que visten los hombres, la tinta roja pudriendo los dientes y manchando el asfalto, todo eso hace de Myanmar un lugar único.
El país es una ex colonia británica que logró su independencia en 1948. El histórico -y actual- expolio de sus riquezas minerales lo transforman en un Estado atrasado y desigual, con uno de los peores Índice de Desarrollo Humano del mundo. Yangón es su puerta de entrada y brinda un panorama general de la situación del país. La ruidosa urbe está plagada de doradas pagodas, mercados y puestos callejeros de comida, así como ratas y niños trabajando en largas jornadas.
Al noreste de la segunda mayor ciudad, Mandalay, se encuentra un pueblo llamado Hsipaw. Fui allí atraído, en principio, por el viaje en tren, cuyas vías recorren las colinas verdes, arrozales y planicies de inmensas palmeras, antes de llegar al viaducto Goteik. El puente ferroviario es el segundo más alto del mundo y las vistas desde arriba te quitan el aliento. Viajé en tercera clase, rodeado de familias con sus bártulos, militares que iban a presentarse en sus cuarteles y muchachas que a cada rato me ofrecían comida. Habrán pensado que era un turista pobre, pues no estaba en upper class como el resto de occidentales.
Hsipaw no tiene mucho para ver y recorrer. Por eso, los alojamientos ofrecen trekkings por las montañas, con la posibilidad de dormir en aldeas. Allí, me dijeron que no se podía salir de trekking sin guía. Yo había leído lo contrario en un blog de mochilerxs e, incluso, obtuve el nombre de una mujer donde hospedarme en una aldea.
Tomé el camino, me perdí, volví a la ruta. Hice dedo a un camión destartalado. Volví a caminar bajo el sol entre campos de maíz. Horas después, llegué al caserío que buscaba en las montañas. Una mujer salió de una casa y me llamó con señas, repitiendo: sleep, sleep. Frené y me tomó la mano, llevándome dentro. Lo más amable posible, me solté y seguí caminando.
Doscientos metros más abajo, paré en una casa de madera oscura, más grande que las otras del pueblo. Entré al mismo tiempo que dos francesxs ricxs con su guía. Comimos un almuerzo típico de arroz y distintos vegetales, servido por dos viejitas del pueblo Palaung. Tomamos té para matar el picante y hacer sobremesa. Cuando llegó la hija de una de las ancianas, me dijo que no podía quedarme, por órdenes del líder de la aldea. Antes de irme, la mujer me cobró los 3.000 kyats del almuerzo, el doble de lo que cuesta en cualquier puesto o restorán callejero.
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Desde su independencia, la ex Birmania ha estado en guerra civil. Los sucesivos gobiernos militares -y la actual democracia títere- persiguieron toda disidencia política y étnica. La etnia Bamar profesa la fe budista y corresponde al grupo mayoritario. Ellos son los ciudadanos autorizados, por decirlo de algún modo. Gran parte de las 135 etnias reconocidas oficialmente en el país, que viven en los estados de la periferia, han sufrido persecución.
El genocidio de los Rohingya musulmanes, que debieron huir a Bangladesh, es el conflicto birmano que cobró mayor notoriedad en Occidente en los últimos años. Pero hay otras luchas intestinas. La etnia Palaung (también denominada Ta’ang) vive principalmente en el Estado de Shan. Ellos se oponen al opio y eso no le agrada al Ejército ni a sus guerrillas aliadas, que se aprovechan económicamente del tráfico. Por eso, vigilan a los Palaung de cerca.
El miedo al Ejército es tan grande que el líder de la aldea Palaung no permite turistas sin guía. La entrada al pueblo está custodiada por jovencitxs imberbes portando rifles de guerra, los populares AK soviéticos.
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Pankam se llama la aldea del pueblo Palaung a la que fui. Es un caserío humilde entre los cerros, unas cuantas callecitas de tierra y gallinas sueltas. Lxs aldeanxs son campesinxs, cultivan arroz y maíz en campos de poca extensión en los alrededores. Por las mañanas, parten hacia allí caminando, antes del amanecer. Algunxs van en moto de a dos, las mujeres detrás con ambas piernas hacia un costado. Todxs cargan en la espalda sus canastas de bambú trenzado, su machete en la cintura y botas de goma. Vuelven un rato antes del ocaso.
Van y vuelven por la calle principal, la de las fuentes públicas que traen agua helada de la montaña por cañerías de bambú. Lxs Palaung se duchan envueltxs en sus longyi. Allí también lavan su ropa, frutas y verduras, además de juntar agua para beber y cocinar. La cargan en bidones amarillos que acomodan en los extremos de un palo. Al madero cargado lo llevan las mujeres y niñxs sobre los hombros, como el travesaño de una cruz.
Las mujeres limpian y realizan tareas domésticas, paren y cuidan a sus hijxs, y se encargan de la huerta. Varias veces al día, cruzan la aldea para acarrear agua en sus espaldas. Creo que por eso parecen más viejas que sus hombres.
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Cam Cú. Así sonaba en cristiano el nombre de la señora sleep, sleep, pero ella prefería que la llamara Mamma. Me alojé en su casa después del rechazo en mi primera parada. Era una mujer simpática, de cara rosada y dientes manchados. Su lenguaje consistía en señas, onomatopeyas y sonrisas más que palabras, pues su inglés era muy básico. Para ella, son era hijo y, al mismo, tiempo hombre, varón, género masculino. Lo mismo con daughter. Cuando hablaba, era un show musical y de mímicas.
Su esposo era más bien parco, apenas una sonrisa entre tímida y sumisa como respuesta a cada interpelación. Ella tenía 46 años, canas, sobrepeso y una leve joroba. Él, 50 y ningún pelo blanco, en una cabeza altiva que cubría con un gorro de lana grasienta. Pappa biutiful, decía ella.
Mamma me alimentaba como a un equipo de fútbol. Cuando veía mi plato medio vacío, me arrimaba bandejas o me servía más. Mamma cooking, como a ella le gustaba decir, consistía en una variedad de platos vegetarianos cocidos con muchísimo aceite en sartenes puestas sobre el fuego de leña. Si alguien abría la puerta de la cocina, todo se inundaba de humo y olor a leña y especias.
La casa siempre estaba con las puertas abiertas. Hombres y mujeres solxs o en grupos entraban, se sentaban a conversar, tomar té y fumar pipa. Cuando se levantaban para irse, muchxs de pronto recordaban que habían llegado en busca de algún producto de almacén que Mamma vendía en su living-comedor.
Lxs niñxs de la aldea se enamoraron de las bolas coloridas con las que yo practicaba malabares frente a la casa. Se convirtieron en su juguete favorito, uno de los pocos en el pueblo. Los varones pasaban todos los días después de la escuela a pedirlas para jugar. Organicé distintos juegos para entretenerlos y entrenar su coordinación motriz, sorprendentemente pobre. Venía con ellos un joven aprendiz de monje (novicio). Más de una vez, debí detener el juego porque él se ponía nervioso y algo violento. Tenía doce o trece años, y su espalda y piernas llenas de tatuajes. Las niñas también se acercaban, pero ellas querían verme hacer malabares y examinar el interior de las esferas. Tanto que las dejaron flojas y sin forma, flácidas.
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Cada calle de la aldea desembocaba en un sendero por las cuestas de las montañas, serpenteando entre bosques tropicales, plantaciones de té y arroyuelos. Andando cinco minutos desde el “centro”, me perdía en medio de la exuberancia verde y su suelo colorado. Contemplaba el horizonte envuelto en un silencio de viento, pájaros y lejanas campanas de búfalos pastando.
Las callecitas que me traían de nuevo a la aldea atravesaban los patios delanteros. Allí, en telas o bandejas redondas de bambú, las hojas de té se secan al sol. Cada casa secando su propio té, el que después sirven en pequeñas tazas de porcelana manchada, que conservan boca abajo en un bowl con dos dedos de agua. El té que se sirve como como pausa, como encuentro; el que empieza el día y acompaña el último momento de la vigilia. El té, como la tanaka, es la esencia misma de Myanmar. Algo que los Palaung de la aldea comparten con todas las etnias, provincias y clases sociales. El té es la paz en medio de tanta guerra.
*Por Pablo Peralta para La tinta / Fotos: Gabriela Quezada y Paulo González