Lo que está en mi corazón, un viaje hacia lo profundamente humano

Lo que está en mi corazón, un viaje hacia lo profundamente humano
5 diciembre, 2018 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

Lo que está en mi corazón es una novela de la escritora chilena Marcela Serrano publicada en 2001. La revolución zapatista sirve como escenario de fondo para una conmovedora e inquietante historia que invita a reflexionar, desde el punto de vista de lo femenino, sobre la pasión, el temor a la inseguridad, la pérdida de los hijos y las pequeñas cobardías del día a día.

Camila, personaje principal, viaja de Washington a México para realizar una nota periodística sobre el Estado de Chiapas, que se encuentra ante las miradas del mundo por la insurgencia del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y uno de sus líderes llama la atención de todos: el subcomandante Marcos. Pero su llegada a San Cristóbal de las Casas tiene también otro objetivo que el de hacer una cobertura periodística. Su marido, Gustavo, la ha motivado a realizar el viaje para ayudarla a superar la muerte del hijo de ambos.

“A los veinte días de iniciado el siglo, un automóvil blanco sin patente, ocupado por tres individuos, arrolló el cuerpo de una mujer mientras cruzaba una oscura calle de piedras a las ocho de la noche. Al decir de la única testigo de los hechos, el vehículo no se detuvo, por lo que ella, al ver una figura derribada en la acera por el impacto, llamó a una ambulancia sin aproximarse a comprobar si vivía: la intuición de la sangra la contuvo. Yo había acudido a mi cita en el Café del Museo y ya sorbía solitariamente mi primer espresso cuando a las ocho y quince minutos un niño pequeño, sucio y descalzo, al que nunca había visto, se acercó a mi mesa y me avisó del accidente. Cumplida su tarea desapareció de inmediato, dejándome con la sorpresa y las preguntas extendidas. En el hospital Regional, me dijo, allí se encuentra. Tardé en reaccionar, en pagar la cuenta y ponerme en acción. No supe si caminar o correr a la plaza en busca de un taxi, no fui capaz de adivinar las calles para indagar a qué distancia estaba el hospital. Retrocedí hacia el café y averigüé con el muchacho que me había atendido: en la avenida Insurgentes con Julio M. Corso, todo trayecto es corto en la ciudad. A pie, me dirigí hacia allá, alarmada y confundida. No conté las cuadras, pero han de haber sido al menos siete u ocho. Al llegar al hospital me desviaron a urgencias, en la calle posterior. Entré corriendo y, aparte de las ambulancias alcancé a divisar el patio y algunos hombres deambulando por él, sólo encontré una puerta cerrada precedida de un pequeño espacio techado, un cuadrado mínimo al aire libre que jugaba a sala de espera, donde tres mujeres indígenas ocupaban el único banco, aguardando, la paciencia milenaria acomodada en sus expresiones mientras un par de niños revoloteaban a sus pies. Tiene que llamar a la puerta, me advirtieron. Con fuerza y quizás un poco con prepotencia, pues no controlaba bien mis ademanes, la abrí sin llamado alguno y me introduje en el recinto. Todo tan desolado, ni siquiera una antesala al interior que nos abrigara o contuviera.  Me recibió el olor inevitable, aquel de los hospitales, aquel de la pobreza. No, no puede verla; por cierto, no pretendo verla, solo pido información, llegó en mal estado, se la está evaluando, el doctor está con ella, deberá esperar, ¿dónde?, afuera, con las demás, ya le avisaremos.  Era una noche fría aquella del mes de enero. Luego de buscar un teléfono y efectuar al menos dos llamadas, me recliné contra la muralla, ya que no había un lugar donde sentarse, ni una mísera silla. Las indígenas me miraron imperturbables, cuatro mujeres, en silencio, esperamos. Solo el llanto de una criatura escondida bajo el rebozo de una de ellas nos interrumpía de tanto en tanto cuando la madre, cansada de amamantarla, le quitaba el pecho de la boca. Ni leche me queda ya, comentó a la que estaba a su lado, pero a él le gusta igual. ¿Esperarían a sus maridos, a un hijo, a un hermano? Cuando una hora más tarde nadie salió a buscarme, como habían prometido, volví a irrumpir en el interior del hospital. Esta vez, sumida en el frío y en la angustia, exigí hablar con el doctor. Agradecí que mi piel fuese suficientemente blanca, único elemento con el que contaba para ser escuchada. Llegó en un estado lamentable, fue el comentario del doctor cuando por fin decidió atenderme, sufrió un impacto brutal. Un traumatismo encéfalo-craneal cerrado, una pierna y tres costillas rotas, múltiples hematomas y heridas. La mantendrían en observación. Caminé de vuelta hacia María Adelina Flores, la calle del Café del Museo, que resultaba ser la misma de mi hotel, dudando si detenerme a comer algo. Ya eran las diez de la noche y la ciudad estaba completamente vacía, como siempre a esa hora. Cada cuadra me pareció más y más larga que la anterior y, por vez primera desde mi llegada, la soledad de las calles se me antojó aventurada, expuesta, riesgosa. El mundo se me hacía más hostil, mi desamparo más evidente; no en vano se alejaba de mí, esfumándose caótica, la imagen más próxima – más cercana, más familiar- de este nuevo universo en el que yo había aterrizado. Un cuerpo es un cuerpo, es un cuerpo, es un cuerpo, diría la literatura. Pero en mí, el lastimoso cuerpo de una mujer había sido embestido, tibio aún, identificable, real. Era el cuerpo de la Reina Barcelona”.

Esta novela gira sobre el asesinato de Reina Barcelona, una uruguaya que despierta en Camila el espíritu de lucha contra la injusticia social y la motiva a participar activamente del movimiento zapatista. Pero a Camila siempre le gana el escepticismo, ha perdido toda esperanza de un cambio radical en el mundo.

El eje de la trama adquiere mayor complejidad gracias a la aparición de una serie de personajes secundarios: la ex guerrillera Dolores Reina; Paulina; y el atractivo italiano Luciano, con quien Camila mantendrá una relación.

“San Cristóbal de las Casas me hizo pensar en un bosque de ciruelos, colmado de fruta roja, amarilla y azul. Reparé en pocas cosas al entrar a la ciudad: los sanitarios públicos que se ofrecían por un peso, una gran pancarta que rezaba “POCOS HIJOS PARA VIVIR MEJOR”, las banquetas de laja sobre las veredas y varios turistas caminando por la calle vestidos de chiapanecos mientras los chiapanecos se vestían de gente normal. Estoy mintiendo, eso no fue todo; también reparé en su belleza, ya que es imposible no hacerlo. Lo que sucedía es que mi ánimo, el que traía cosido a la piel desde Washington, no era el más apto para el goce; sentí que era todo un error, que en esa ciudad -infinitamente más viva que yo- debía vencer mi rigidez si deseaba empezar una rara existencia nueva: corta, acotada, pero existencia al fin. Aun con esa sensación a cuestas, supe que me adentraba en la pequeña joya del valle de Jovel, en medio de las montañas de los Altos de Chiapas, y esta joya, creada por los españoles hace quinientos años (¿cómo llegaron hasta aquí, cómo lograron construir un sitio tan inexpugnable?), había logrado mantener intacta su estructura colonial, dándole la espalda, orgullosa, a los ecos de la modernidad que llamaban a la destrucción.  Los españoles sí sabían construir ciudades, pensé, y esa no era una gracia menor. Resultaba tan inaudito encontrarse con San Cristóbal de las Casas en medio de tal naturaleza, que, con razón, algunos sostienen que, con sus dos vertientes perpetuas que no se mezclan ni se empalman -la española y la indígena- este es un capricho urbano.  Fui la última en llegar a su destino, a pesar de no encontrarse a más de cuatro o cinco cuadras del parque (así llaman a la plaza principal, que en cualquier otra ciudad de México la nombrarían Zócalo). Gustavo me había hecho las reservas en el Casavieja, hotel donde él se alojó hace un par de años, y me advirtió de su arquitectura y su ambientación: una antigua casona de colores ocres con trabajos de piedra y tallas de madera construida a mediados de 1700; su corredor principal, delimitado por grandes arcos de madera y por columnas del mismo material, no lo desmentía. Eligió para mí la habitación 49, la master suite, por se la más amplia y la más aislada; por tanto, la más apta para trabajar. Subí por una escalera exterior, siempre de madera sólida y arcaica, hasta llegar al rellano del tercer piso: efectivamente, la mía era la única habitación en ese piso, desde allí controlaba los largos pasillos del primero y el segundo, podía observar a las mucamas haciendo el aseo, a los huéspedes saliendo y entrando a sus piezas y también contemplar el patio allá abajo, muy andaluz, con una fuente en el centro y la apretada hiedra cubriendo sus muros anchos. Este es el hotel de los buenos, me advertiría más tarde Reina Barcelona con un dejo de ironía, aquí se alojan los progres, desde los premios Nobel hasta los grandes analistas, los otros se van a un hotel pretencioso cerca de la plaza, nunca aquí. Gozaría, qué duda cabe, de buenos fantasmas como compañía. Me sentí de inmediato cómoda en mi nuevo estar. Por fin un lugar para mi computador, pensé descolgándomelo del hombro ya adolorido al divisar una mesa de madera robusta esquinada entre dos grandes ventanas. Tejas y más tejas, adobes y argamasa me dieron la bienvenida a la ciudad a través de los cristales. Las vigas se exhibían gruesas y desnudas. La cama, king size, se me antojó inútil, un solo cuerpo para tender. Me divirtió el gran jacuzzi instalado en la sala de baño, sin saber aún que a la única hora posible de gozarlo -la noche- el agua caliente se mostraría avara. Más allá de mi ánimo, causé un gran revuelo en el hotel al pedir una extensión eléctrica para instalar a la vez una lámpara y mi laptop sobre la mesa. Fueron a buscarla a la bodega y no la encontraron. Debemos esperar al ingeniero para que lo resuelva, me informaron. ¿Ingeniero para una simple extensión?. Abandoné la habitación esa primera mañana segura de que no resolverían nada, pero para mi sorpresa, al volver  en la noche encontré la lámpara y el laptop enchufados, con extensión y todo. Desempacar no me tomó más de diez minutos. Como no ha sido en vano adoptar la consigna de viajar ligera de equipaje, sobró espacio en el armario luego de acomodar mi ropa. Miré dudosa hacia el pequeño refrigerador vacío, reclinado contra la muralla de fondo, en el costado de la habitación, entre el amoblado de madera que sugería la idea de living. Quizás compraría algo de fruta, unas mandarinas o mangos, si la estación me favorecía. Ya instalada, miré a mi alrededor y no pude reprimir un suspiro de satisfacción respaldado por los rayos de sol blancos y calientes que invadían el lugar. Washington me pareció, por un instante, de otra galaxia. ¿Puede haber una sensación más excitante (y atemorizante a la vez, lo reconozco) para una mujer que el sentirse fuera del alcance de los demás, de los cercanos que la aman pero que simultánea y sutilmente la ahogan?”.

Lo que está en mi corazón, frase con que las mujeres mayas terminan siempre sus relatos, trabaja sobre el dolor, el dolor irresistible de la pérdida. Camila con su participación en el movimiento indigenista mexicano descubre una nueva manera de ver las cosas, y en esa aventura aparece el amor, pero también el abuso, el maltrato y el secuestro por parte de los paramilitares.

“A veces dudo si mi  falta de compromiso se deba a una rebelión contra ella, a un escepticismo profundo e inalterable que me acompaña siempre o a la simple cobardía de la comodidad. Quizás a las tres cosas.  El muro de Berlín cayó también sobre mis veintitrés años de entonces, convenciéndome de la inutilidad de hacer otras pruebas, del espanto escondido donde creí que residía la justicia. Caminé muy desvalida por mi primera juventud, solo para comprobar que el hambre es siempre la misma y que el veneno final, absoluto y total, proviene del poder. La caída del Muro nos afectó a todos, creyentes y no creyentes.  A los primeros los llevó por caminos muy distintos: unos pocos se volvieron empecinados y se encerraron en sus propias verdades; otros escogieron la patente de corso del pragmatismo y se sintieron con licencia para prosperar en proyectos personales. Pero ese fin de época también transformó a los que no creíamos, pues a los que vivimos cerca de los creyentes nos siguen persiguiendo ciertas nostalgias exentas de racionalidad. Un ejemplo: la primera vez que mi padre visitó los países comunistas le trajo de regalo a mi madre una cajita de música con las notas de La Internacional. La recuerdo bien, roja y lacada, jugué tantas veces con ella, mis ojos inundados de la nieve de aquel paisaje siberiano. Muchos años después, acompañando a Gustavo a cubrir una manifestación en la ciudad de San Salvador, escuché los compases de La Internacional. Embrujada, seguí los pasos de la marcha: estaba con ellos de todo corazón, ausente cualquier sensatez, mi carne de gallina acompasando sus sentires, al precio que fuera. Los muros caídos también se introdujeron en mi hogar. Poco a poco los caminos que recorrían mis padres se fueron haciendo opuestos y acabaron por desvanecer también sus afectos: uno se instaló en el reino del desencanto, la otra en el del empecinamiento, de tal modo que sus visiones los llevaron a un creciente antagonismo. Al acercarme alternativamente a ambos comencé a descubrir un fenómeno profundo que más tarde pude confirmar también en el comportamiento de aquellos cercanos que pertenecían al mundo de la izquierda: el fin de los modelos comunistas desajustó de un modo radical e irreversible su percepción de las cosas y el sentido de sus propias vidas. Unos pocos optaron por seguir afirmándose en sus ideales revolucionarios, aunque ya sin ninguna esperanza de que ello pudiese traducirse en cambios efectivos de la realidad, lo que antes sentían como inminente y que les daba el sentido de vivir. Siguieron cultivando la disciplina, aunque cada vez menos mística, redujeron sus visiones políticas a una crítica implacable de los nuevos fenómenos globales frente a los cuales ya no articulaban propuestas de futuro. Mantenían una vocación, pero esta ahora carecía patéticamente de sustancia… eso los convertía en seres cada día más huraños y desadaptados, como si los izquierdistas revolucionarios hubiesen estado preparados para una vida corta y heroica, y ahora la historia los condenase a vivir sin esperanzas un largo invierno en un territorio para siempre ajeno y hostil”.

Lo que está en mi corazón de Marcela Serrano es una novela en donde el viaje es el camino para huir de la pena, la monotonía y sobretodo del dolor. Para conocer nuevos pensamientos, y construir otro mundo. Pero también para reconciliarnos con nuestro pasado e historia; y enfrentarnos a la inseguridad y a la cobardía de vivir y amar.  

Sobre la autora

Marcela Serrano nació en Santiago de Chile. Licenciada en Grabado por la Universidad Católica, entre 1976 y 1983 trabajó en diversos ámbitos de las artes visuales, especialmente en instalaciones y acciones artísticas (entre ellas el body art) Entre sus novelas, que han sido publicadas con gran éxito en Latinoamérica y Europa, llevadas al cine y traducidas a varios idiomas, se destacan Nosotras que nos queremos tanto (1991), galardonada en el año 1994 con el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, distinción concedida a la mejor novela hispanoamericana escrita por mujeres; Para que no me olvides (1993), que obtuvo en 1994 el Premio Municipal de Santiago; Antigua vida mía (1995); El albergue de las mujeres tristes (1997); Nuestra Señora de la Soledad (1999); Lo que está en mi corazón (2001), finalista del Premio Planeta España, Hasta siempre mujercitas (2004); La llorona (2008) y Diez mujeres (2011). También es autora del volumen de cuentos Dulce enemiga mía (2013).

*Por Manuel Allasino para La tinta. Foto de portada: Rosa Chavez.

Palabras claves: literatura, Lo que está en mi corazón, Marcela Serrano, Novelas para leer

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