Un huracán llamado Bolsonaro
América Latina se mantiene conmocionada frente a la segunda vuelta electoral en Brasil que podría definir un viraje ultraderechista en el continente.
Por Raúl Zibechi para Brecha
El ascenso vertiginoso de la ultraderecha tiene raíces históricas, sociales y culturales que es necesario desentrañar para ir más allá de los adjetivos. Las elites dominantes han abandonado la democracia como instancia de negociación de intereses opuestos y parecen encaminarse hacia un enfrentamiento radical con los sectores populares. En Brasil esto significa una guerra de clases, de colores de piel y de géneros, donde las mujeres, los negros y los pobres son el objetivo a batir.
La arrasadora victoria de Jair “Messias” Bolsonaro en la primera vuelta de las elecciones brasileñas es el mayor tsunami político, social y cultural que ha vivido este país en su historia. Si dejamos de lado las posturas elitistas y conspirativas, debemos aceptar que la gente sabía a quién votaba, que no lo hicieron engañados ni presionados. Más aun, esta vez los grandes medios no jugaron a favor del candidato ultraderechista, difundieron sus bravatas y no escatimaron críticas.
Para completar este breve cuadro, debe saberse que Bolsonaro tuvo muy poco tiempo en los espacios gratuitos de la TV, los que en otras ocasiones cambiaron las preferencias electorales. Por pertenecer a un pequeño partido casi sin representación parlamentaria -el Partido Social Liberal (PSL)-, debió utilizar las redes sociales, donde tuvo una performance muy superior a las de los demás postulantes. Se presentó como el candidato antisistema, aunque lleva 27 años como diputado, y consiguió captar los sentimientos en contra del establishment de la mayoría de los brasileños.
Bolsonaro surfeó y alentó la ola social conservadora, machista y racista, pero no fue el hacedor de esos sentimientos. Los aprovechó porque coinciden con su forma de ver el mundo.
La tormenta política del domingo de las elecciones llevó hasta las instituciones a personajes desconocidos, como Eduardo Bolsonaro, el hijo, que reunió 1,8 millones de votos para lograr su banca de diputado, la mayor votación para ese cargo en la historia del país. La desconocida abogada Janaina Paschoal, que fue una pieza clave en la destitución de Dilma Rousseff en 2016 (fue una de las autoras del pedido de impeachment contra la ex presidenta), fue electa con el mayor caudal de votos que se recuerda para su cargo de diputada estatal, en el estado de San Pablo. Kim Kataguiri, un joven impresentable animador del Movimiento Brasil Libre (MBL), que llenó las calles en 2015 y 2016 contra el PT, fue electo por el derechista Demócratas (DEM) y aspira a presidir la Cámara de Diputados federal.
El centro derrotado
La derecha en su conjunto consiguió 301 de los 513 escaños de la Cámara baja, un aumento sustancial, ya que en 2010 tenía 190 diputados y en 2014, 238. La izquierda perdió uno respecto a las elecciones de 2014: obtuvo 137 diputados, pero en 2010 había alcanzado 166. El gran derrotado fue el centro, que cayó a 75 escaños, de 137 en 2014. Entre los partidos, el MDB de Michel Temer y el PSDB de Fernando Henrique Cardoso son los grandes derrotados con apenas 31 y 25 diputados, respectivamente. Hubo además una proliferación de nuevos partidos con escasa representación, pero que en su conjunto suman 95 escaños, la mayoría de la derecha (la organización de los datos anteriores, en las categorías “izquierda”, “centro” y “derecha”, fue hecha por el Centro de Estudios de Opinión Pública, de la Universidad Estatal de Campinas, y fue publicada por el Observatorio de las Elecciones).
Las tormentas tienen resultados como el que mostró la primera vuelta: no dejan nada en su lugar, sacan a la superficie aquello que estaba sumergido y, tras el desolador panorama del día después, enseñan las heces que nadie quería ver. Pero muestran también que, debajo y detrás de las heridas, hay caminos posibles que las fuerzas institucionales y sus acomodados analistas se niegan a transitar.
El día después expone varios hechos que deben ser desmenuzados para avizorar lo que puede depararnos el futuro inmediato: el ¡Ya Basta! que pronunció la sociedad en 2013, la herencia de la dictadura militar, el fin del lulismo y las limitaciones de la izquierda para afrontar los nuevos escenarios.
El factor junio 2013
Fue el momento decisivo, el que formateó la coyuntura actual, desde la caída de Dilma hasta el ascenso de Bolsonaro. Junio de 2013 comenzó con manifestaciones del Movimiento Pase Libre (MPL) contra el aumento de las tarifas del transporte urbano, que consiguió movilizar a alrededor de 10 mil personas. Se trata de una agrupación juvenil formada en el Foro Social Mundial de Porto Alegre, que encarna a los jóvenes estudiantes de las ciudades y tiene formas de organización y movilización horizontales y festivas.
La reacción de la policía militar fue, como siempre, brutal. Pero esta vez la población de las grandes ciudades sorprendió a todos al salir a las calles por cientos de miles y hasta millones. A lo largo del mes, 20 millones de personas ocuparon las calles en 353 ciudades. Fue un evento fundamental de la historia reciente de Brasil, que mostró los altos niveles de descontento y frustración social, pero, a la vez, la potencia transformadora que anidaba en la sociedad.
El PT no entendió que se trataba de un clamor pidiendo más: más inclusión, mejores servicios sociales, más igualdad, exigiendo un paso más en las políticas sociales que se venían aplicando, lo que implicaba tocar los intereses del 1 por ciento más pudiente del país. El gobierno y su partido retrocedieron espantados, sin comprender que podían ponerse al frente de las multitudes para desbloquear un sistema político que jugaba a favor de las elites.
Suele sucederles a los que están arriba que los murmullos de abajo los inquietan, porque sueñan con la paz social para seguir representando a los ausentes. En efecto, la representación es un teatro que sólo funciona si los representados ocupan las sillas para que los representantes se hagan cargo del escenario.
La ultraderecha, sin embargo, supo interpretar las debilidades de la presa (el gobierno del PT); como esos cazadores contumaces, entendió los puntos flacos de la presa (la corrupción) y se lanzó con saña en una guerra de rapiña. Los resultados están a la vista. La izquierda vació las calles en junio de 2013 y se las dejó a una derecha que desde las vísperas de la dictadura (1964) había perdido toda conexión con las multitudes. El PT y el conjunto de la izquierda perdieron la única oportunidad que habían tenido de torcerle el brazo a la derecha y a las elites.
Luego vinieron las millonarias manifestaciones contra el gobierno del PT, la ilegítima destitución de Dilma, la multiplicación de los sentimientos contra los partidos y el sistema político y, finalmente, el crecimiento imparable de Bolsonaro. Es cierto que la crisis económica es el telón de fondo de todo este proceso, que polarizó aun más a la sociedad. Pero había otros caminos si la izquierda hubiera dejado los cómodos despachos para aquilatar los verdaderos dolores de la población más pobre.
La herencia de la dictadura
Brasil es el único caso en la región en el que no hubo un “Nunca Más”, ni juicios a los militares y civiles del régimen. Lo peor es que para buena parte de la población -además de las elites, por supuesto- la dictadura fue un buen momento económico y representó el lanzamiento de Brasil como potencia regional.
La dictadura generó importantes inversiones en obras de infraestructura, consiguió un crecimiento económico sostenido en la década de 1960 y comienzos de 1970, hasta que llegó el estancamiento. En el imaginario de muchos brasileños, fue un período positivo, tanto en lo económico como en la autoestima nacional. Fueron los años de oro de la geopolítica brasileña delineada por el general Golbery do Couto e Silva, que llevó al país a tener una presencia determinante entre sus vecinos y convertirse en la principal potencia regional, al doblegar a Argentina en la vieja competencia por la expansión de influencias.
Según el filósofo Vladimir Safatle, “la dictadura se acomodó a un horizonte de democracia formal, pero en lo subterráneo estaba allí, presente y conservada. Las policías continuaron siendo policías militares, las fuerzas armadas siguieron intocadas, ningún torturador fue preso y se preservaron los grupos políticos ligados a la dictadura”. En consecuencia, cuando la nueva república nacida luego de la dictadura (1964-1985) comenzó a naufragar, el horizonte de 1964 reapareció como el imaginario del país deseable para una parte sustancial de la población.
Como ejemplo de esta realidad están no sólo las brutales declaraciones de Bolsonaro contra gays, lesbianas, negros e indios, sino las de importantes personalidades del sistema judicial. El nuevo presidente del Supremo Tribunal Federal, José Antonio Dias Toffoli, justificó días atrás el golpe de Estado de los militares diciendo que prefiere referirse a ese momento como el “movimiento de 1964”. Safatle asegura que “no conseguimos terminar con la dictadura” y opinó que el PT podría haberlo hecho, pero ni siquiera lo intentó, pese a que Lula alcanzó un increíble 84 por ciento de aprobación cuando dejó el gobierno.
Otra consecuencia de la continuidad de la dictadura en democracia es la composición de las instituciones del Estado. En el parlamento los sectores más reaccionarios vienen creciendo de forma sostenida desde 2010 y alcanzaron la hegemonía en 2014. El bloque ruralista que apoya el agronegocio y rechaza con violencia la reforma agraria cuenta con casi 200 diputados, mientras la bancada evangélica cuenta con 76 diputados. La “bancada de la bala” (que defiende la pena de muerte y el armamento de la población) pasó de no tener ningún senador a conseguir 18 sillones de los 54 que estaban en disputa.
En el mismo sentido puede registrarse la abrumadora presencia de militares en el equipo de campaña de Bolsonaro, empezando por su candidato a vicepresidente, el general Hamilton Mourão, que defiende desde la eliminación del aguinaldo hasta una nueva Constitución, pero sin Asamblea Constituyente. Quizá lo que mejor revela el espíritu de esta ultraderecha son los pasos dados por Bolsonaro cuando estaba en el proceso de elegir a su vice: uno de los sondeados fue el “príncipe” Luiz Philippe de Orléans e Bragança, descendiente de familia imperial.
El fin del lulismo
Tiene dos raíces: la crisis económica de 2008 y el nuevo activismo social. La paz social era la clave de bóveda del consenso entre trabajadores y empresarios, así como de un presidencialismo de coalición que albergaba partidos de izquierda y de centroderecha, como el MDB de Temer.
Las consecuencias de la crisis económica de 2008, que derrumbó los precios de las commodities y derechizó a las elites, sumada a las jornadas de junio de 2013 que hicieron añicos la paz social, enterraron el llamado “consenso lulista”. Cuando apenas había inaugurado su segundo gobierno, el 1 de enero de 2015, Dilma Rousseff se propuso calmar al gran capital a través de un ajuste fiscal que erosionó buena parte de las conquistas de la década anterior.
El descontento de la base social del PT fue capitalizado por la derecha más intransigente. Recordemos que Dilma ganó con el 51 por ciento de los votos, pero meses después su popularidad se situaba por debajo del 10 por ciento. Con el ajuste fiscal, el PT perdió una base social laboriosamente construida, que se había mantenido fiel al partido durante dos décadas de derrotas, antes de llegar al poder.
Lo cierto es que el lulismo no fracasó, sino que se agotó. Durante una década había proporcionado ganancias a la mayoría de los brasileños, incluyendo a la gran banca, que obtuvo los mayores dividendos de su historia. Pero el modelo desarrollista había llegado a su fin, ya que se había agotado la posibilidad de seguir mejorando la situación de los sectores populares sin realizar cambios estructurales que afectaran a los grupos dominantes. Algo que el PT aún se niega a aceptar.
En el terreno político, la gobernabilidad lulista se basaba en un amplio acuerdo que sumaba más de una decena de partidos, la mayoría de centroderecha, como el MDB. Pero esa coalición se desintegró durante el segundo gobierno de Dilma, entre otras cosas porque la sociedad eligió en 2014 el parlamento más derechista de las últimas décadas, que fue el que la destituyó en 2016.
Otra consecuencia del ascenso de la derecha más conservadora es la crisis de la socialdemocracia de Cardoso. El PSDB perdió toda relevancia, así como el MDB y el DEM, que eran la base de la derecha neoliberal. El PSDB se formó en 1988 durante la transición a la democracia y la redacción de la Constitución. Junto con el PT fueron los rivales más enconados de la política brasileña, pero a la vez eran los dos principales partidos capaces de aglutinar una amplia coalición a su alrededor, algo que le permitió a Cardoso gobernar entre 1994 y 2002.
Los resultados del candidato presidencial del PSDB, Geraldo Alckmin, de apenas el 4 por ciento de los sufragios, muestran la crisis del partido histórico de las elites y las clases medias blancas urbanas. Su base social emigró a Bolsonaro, por lo menos en las elecciones federales, aunque aún conserva cierto protagonismo en el estado de San Pablo, donde se asientan sus núcleos históricos. El descalabro de este sector, neoliberal pero democrático, puede tener hondas repercusiones en el futuro inmediato, independientemente de quién gane el domingo 28 de octubre.
La izquierda sin estrategia
Lo que se viene ahora es una fenomenal ofensiva contra los derechos laborales, contra la población negra e indígena, contra todos los movimientos sociales. Con o sin Bolsonaro, porque su política ya ganó y se ha hecho un lugar en la sociedad y en las instituciones. Cuando dice que hay que “poner punto final a todos los activismos en Brasil”, está reflejando un sentimiento muy extendido, que pone por delante el orden a los derechos.
No es un caso aislado. La ministra de Seguridad argentina, Patricia Bullrich, acaba de lanzar su propio exabrupto en una entrevista televisada, al vincular los movimientos sociales con el narcotráfico, abriendo de ese modo el grifo de la represión. Se trata de desviar el sentimiento de inseguridad hacia los actores colectivos que resultan obstáculos para implementar medidas más profundas contra las economías populares y la soberanía estatal sobre los bienes comunes.
Sobre el futuro inmediato, el cientista político César Benjamin señala: “Temo que un gobierno de Bolsonaro sea peor que el gobierno militar. Hay una movilización de grupos, de masas que lo apoyan, que el régimen militar nunca tuvo. Una vez que llegue a la presidencia, un hacendado de Pará puede entender que llegó la hora de lanzar sus pistoleros, un policía que participa de un grupo de exterminio entenderá que puede ir más lejos”. Concluye con una frase lapidaria: “El sistema vigente de los años ochenta, especialmente desde la Constitución de 1988, ya no existe más”.
Cuando la izquierda apostó todo a una democracia claramente deficiente, sucedieron dos cosas. Primero, se evidenciaron sus dificultades a la hora de moverse en el borde de los cauces institucionales, como lo hacen todos los movimientos sociales. Hacerlo significaría poner en riesgo los miles de cargos estatales y todos los beneficios materiales y simbólicos que conllevan. En cierto sentido mostró su incapacidad de cambiar su estrategia, cuando la derecha sí lo hizo.
Segundo, optar por este camino suponía no tomar en cuenta que para los sectores que la izquierda dice representar, como los jóvenes y las mujeres de las favelas -los más atacados por el sistema del “orden”-, nunca hubo democracia verdadera. Estos sectores se ven forzados a moverse en el filo de la legalidad, porque, usando un concepto de Fanon, en la “zona del no-ser”, donde los derechos humanos son papel mojado, la sensatez les dice que no pueden confiar en las instituciones estatales. La impunidad del crimen de Marielle Franco habla por sí sola.
Limitarse al terreno electoral es suicida para un movimiento de izquierda, cuando del otro lado están rifando las libertades mínimas. Entre la lucha armada de los sesenta y la adhesión ciega a elecciones sin democracia, hay otros caminos posibles, los que vienen transitando tantos pueblos organizados para recuperar la tierra, cuidar la salud, el agua y la vida. Si algo nos enseña el Brasil de estos años, es que hace falta tomar otros rumbos, no limitados a la estrategia estatista, probablemente inciertos, pero que tienen la virtud de abrir el abanico de posibilidades.
*Por Raúl Zibechi para Brecha