Rabia, la fábula relativiza el amor convencional

Rabia, la fábula relativiza el amor convencional
19 septiembre, 2018 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

Rabia es una novela del escritor Sergio Bizzio, publicada en 2004. En ella, se narra la historia de amor de dos trabajadores de clase obrera: José María (obrero de la construcción, 40 años) y Rosa (empleada doméstica, 25 años), quienes se conocen haciendo las compras en un supermercado y se sienten atraídos de inmediato.

La historia de amor es un pretexto, un motivo desde donde partir. Todo cambia cuando José María asesina al capataz de la obra donde está contratado, se convierte en prófugo y decide esconderse en la mansión de recoleta donde trabaja Rosa. Desde ahí, la fábula relativiza el tópico del amor convencional y deja lugar a la construcción de un simulacro: José María, convertido en hombre-fantasma que contempla la vida cotidiana de los Blinders, dueños de la casa; y de su amada Rosa.

Sergio Bizzio narra de manera magistral las humillaciones que tanto Rosa como José María deben soportar por parte de aquellos que se creen más poderosos: él, desde un principio, responderá a la violencia con violencia; ella, con sumisión y mentiras.

Sobre el fin del invierno el señor y la señora Blinder se fueron de vacaciones a Costa Rica. Rosa quedó sola en la casa. La partida de los Blinder significó el fin (provisorio) de la influencia de la economía sobre el sexo: a partir de ese momento Rosa hizo pasar a María a la cocina para hacer el amor. Ahora hacían el amor todos los días, no solamente los sábados. Y lo hacían dos veces, a la mañana y a la tarde. Por otra parte, Rosa le preparaba la vianda, que María pasaba a buscar muy temprano por la mansión; en general, milanesas con papas, papas fritas, papas a la crema, papas al horno. Comían mucha milanesa y mucha papa. A la tarde ella lo esperaba con milanesas y una botella de vino. Comían juntos y María se iba de la mansión ya entrada la noche. La prohibición de permitir el ingreso de extraños a la casa era absoluta. Rosa lo sabía, por supuesto (se lo habían dicho dos veces, las dos veces mirándola fijo), pero estaba tan enamorada de María que dejarlo entrar a la cocina le pareció una violación menor. De todos modos, se cuidaba: montaba un verdadero operativo de disimulo frente a los vecinos; a veces se entretenía conversando con María en la reja de la entrada de servicio un buen rato antes de hacerlo pasar, cuando estaba seguro de que nadie los había visto; a veces salía a recibirlo con un rastrillo en la mano, como si María fuera el jardinero… Una vez adentro, comían, hacían el amor (siempre en la cocina) y miraban televisión en un pequeño aparato que Rosa traía de su cuarto y ponía sobre la mesada.  La primera vez que María entró a la mansión se sorprendió con las dimensiones del lugar. -¿Todo esto es la cocina?- dijo- ¡Es más grande que mi casa! La segunda vez que entró quiso meter las narices más allá, pero Rosa se lo impidió con una súplica sin sentido (“No me comprometas”) y él no insistió. Dejó pasar tres o cuatro días. Entonces Rosa accedió a llevarlo a su dormitorio. Él la siguió por un pasillo en penumbras hasta un pequeño dormitorio mal ventilado, con una cama destendida y un velador sin pantalla en la mesita de luz. María estaba atónito; no podía creer que la mansión fuera tan estrecha y oscura. Mientras hacían el amor, Rosa le explicó, tratando de cerrar el tema lo más rápido posible, que ese era el ala de servicio y que ni siquiera la había visto toda; el resto de la mansión era muy distinto.  Después le pidió que la esperara un momento y fue al baño. Cuando volvió María no estaba en el cuarto. Rosa salió al pasillo y lo llamó en voz baja, como si los Blinder pudieran oírla. Avanzó hasta el final del pasillo. Después volvió sobre sus pasos y corrió hasta la cocina. María tampoco estaba allí. Rosa se asustó; estaba agitada, como si ya hubiera corrido lo que iba a correr a partir de entonces. En efecto, fue y vino de un lado al otro buscándolo desesperada, hasta que llegó al corredor que daba al living-una sala espaciosa, con todas las ventanas cerradas-, donde por fin oyó que María la llamaba. Él la llamaba a ella. -Rosa… -Sí, soy yo. ¿Dónde estás? -¿Rosa?-decía María en susurros desde alguna parte. ¡Acá estoy, María! ¡Salí, por favor, no juegues…! -¿Dónde estás Rosa?-¡Acá! ¿Y vos? Rosa oyó el ruido de algo que acababa de caer y romperse. -¿Dónde estás María? -No sé Rosa, estoy perdido… te escucho pero no te veo… Lo encontró en la biblioteca. Rosa encendió la luz. María estaba parado junto al escritorio, con una mano apoyada en el respaldo del sillón preferido del señor Blinder. En la oscuridad se había llevado por delante una lámpara de pie; la lámpara había caído sobre una banqueta y la bombita de luz y la pantalla se habían roto”.

En Rabia, todas las acciones ocurren en un plano de segundo orden y se trabaja la idea de simulacro. Hay diálogos permanentes acerca de la mentira, Rosa y José María disimulan su romance en el barrio, por ejemplo. Y hacia el final de la novela, hay un golpe certero de efecto sin arbitrariedades argumentales.

A la mañana del día siguiente, cuando volvía del baño trayendo un jarro con agua para el mate, vio la puerta de su cuarto abierta de par en par. Se le heló la sangre. Retrocedió hasta el desván, a diez o doce metros de distancia frente al cuarto. Desde allí vio a Rosa que abría la ventana. No llevaba puesto el uniforme de mucama: estaba vestida con un jean y una remera y tenía una franela sobre un hombro. Junto a la puerta había una aspiradora. Se sintió perdido. Había cometido el error de salir del cuarto sin llevar su bolso con él, como había hecho siempre excepto en las noches. El bolso estaba debajo de la cama y apenas Rosa pasara la aspiradora por allí lo descubriría. Pero eso no era todo: además había dejado un libro en el suelo. ¡Y el hueso de la pata de pollo! Tenía que impedir que Rosa pasara la aspiradora. Por el momento se había puesto a limpiar los vidrios. María no lo pensó dos veces: salió del desván y corrió en puntas de pie a toda velocidad hasta donde estaba la aspiradora, quitó el adaptador del enchufe y regresó al desván. No había terminado de entrar cuando Rosa salió del cuarto.  Si Rosa hubiera tenido al menos una mínima sospecha de que María se ocultaba en la mansión, en ese momento lo habría visto. Pero no la tenía. Así que alzó la aspiradora y la llevó hacia el cuarto sin registrar lo que había visto durante una fracción de segundo: una mano aferrando la hoja de la puerta del desván y el perfil de una cara con un ojo clavado en ella.  María estaba agitado como si hubiera corrido una gran distancia. El corazón le latía con fuerza. Mientras trataba de normalizar la respiración, vio a Rosa que volvía a salir del cuarto y se ponía a mirar el suelo buscando algo… El plan había resultado. Rosa se palpó los bolsillos del pantalón, hizo un gesto y bajó en busca del adaptador. María volvió al cuarto. El libro, que él había dejado a un costado de la cama, estaba ahora encima de ella, así que optó por no tocarlo; era evidente que Rosa lo había levantado del suelo y lo había puesto allí, sin que eso le llamara la atención. Agarró el bolso de debajo de la cama, pero no vio el hueso de la pata de pollo por ninguna parte. Se agachó y buscó desesperadamente allá y aquí, pensando que Rosa lo había pateado sin darse cuenta. No lo encontró. Oyó la voz de Rosa que decía: -¡Acá arriba, señora, limpiando! Silencio. -¡Sí, señora, enseguida! -dijo Rosa, y esta vez su voz sonó mucho más cerca que antes. María no tenía tiempo para seguir buscando el hueso. Salió del cuarto y corrió hasta el desván. Entró, cerró la puerta, apoyó la espalda contra la pared y se deslizó hasta quedar sentado en el suelo, con el bolso apretado contra el pecho. Un instante después cambió de posición, o mejor dicho de actitud: dejó el bolso a un lado y pasó del dramatismo al ensueño. Imaginó que Rosa encontraba el hueso, que se lo decía a la señora Blinder, que dos o tres policías subían a la mansarda y la revisaban hasta encontrarlo. Enseguida le ponían las esposas y lo arrastraban escaleras abajo. En el rellano del primer piso el señor Blinder, estaba esperándolo, se adelantaba de pronto hacia él y lo abofeteaba sin que los policías hicieran nada para impedirlo. En la planta baja pasaba junto a la señora Blinder, que retrocedía mirándolo fijo. Rosa aguardaba en la puerta de calle, negando en silencio, con la cara llena de lágrimas. El señor Blinder los detenía de pronto: -¡Por ahí no!-decía-Sáquenlo por allá-y señalaba la puerta de servicio. Rosa debía acompañarlos. Iba delante y durante el trayecto se daba vuelta a cada paso, como si no creyera en lo que veía”.

Rabia se desarrolla en un universo modesto y realista. No hay héroes ni antihéroes, sino una historia de amor como pretexto y excusa para crear una novela en la que los personajes se introducen en una vorágine de hechos malditos que constituyen la modulación del relato. Sergio Bizzio nos regala lo mejor de su literatura y la esquina de Alvear y Rodríguez Peña ya nunca más será la misma.

Sobre el autor

Sergio Bizzio (Villa Ramallo, 1956). Novelista, dramaturgo, poeta, guionista y director de cine. Publicó las colecciones de poemas Gran salón con piano, 1982; Mínimo figurado, 1990; Paraguay, 1995 y Te desafío a correr como un idiota por el jardín, 2008. Las novelas: El divino convertible, 1990; Infierno albino, 1992; Son del África, 1993; Más allá del bien y lentamente, 1995; Planet, 1998; En esa época, 2001; Rabia, 2004; Era el cielo, 2007; Realidad, 2009; Aiwa, 2009; El escritor comido, 2010, y Borgestein, 2012. Los libros de relatos: Chicos, 2004; En el bosque del sonambulismo sexual, 2013 y Dos fantasías espaciales, 2014. Es autor de las obras de teatro Gravedad, 1999; La china, 1997 y El amor, 1997; las dos últimas en colaboración con Daniel Guebel, con quien también escribió la novela El día feliz de Charlie Feiling, 2006. Dirigió las películas Animalada, 2001; No fumar es un vicio como cualquier otro, 2005 y Bomba, 2013. Varias de sus novelas y relatos fueron adaptadas para el cine en la Argentina, Brasil, España y Francia. Ha sido traducido al inglés, francés, italiano, portugués, hebreo, búlgaro, holandés y alemán.

*Por Manuel Allasino para La tinta.

Palabras claves: literatura, Novelas para leer, Rabia, Sergio Bizzio

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