La revolución en bicicleta, retrato de una figura quijotesca

La revolución en bicicleta, retrato de una figura quijotesca
22 agosto, 2018 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

La revolución en bicicleta es una novela del escritor y periodista Mempo Giardinelli, publicada en el año 2012. Narra una historia real, con una prosa que ilumina y un humor muy bien logrado.

La figura de Bartolomé Gaite atraviesa todo el texto. “Bartolo” es el testimonio directo de un hecho histórico: la revolución paraguaya de 1947. A través de sus relatos, conocemos los pormenores de la rebelión. Giardinelli no se demora nunca en el pesar o en el fracaso, muy por el contrario, de la primera a la última página hay un espíritu de plenitud porque, como dice el protagonista Bartolo: “la revolución siempre renace”.

Nosotros vivíamos en Belén, un pueblecito del norte que, como casi todos, dependía de la yerba y de las maderas. Sólo dos o tres familias ricas tenían haciendas, el resto era gente de campo nomás. Mi papá era gente de campo: un hombre curtido, de piel como cuero de mulita y con la cara agrietada y una expresión de partir el alma, una tristeza de esas largas, largas, que parece que no terminan jamás. Se llamaba Indalecito Gaite y su seña particular era que tenía un hombro más bajo que el otro, con un ancho callo en la espalda, producto del roce de los zapatos que colgaba del hombro a lo largo de tantos kilómetros y distancias andando a pata nomás, hasta Caá-Cupé, para cumplirle promesas a la Virgen. Porque mi papá era así: duro y blando. Cabrero pero tierno, cuestión de enfoque. Humano. Digo lealmente. Era hachero calificado. Habilitado, se le llamaba. Le daban una zona, un monte, por ejemplo, y él se encargaba de desmontarlo. Los patrones, le daban. Entonces cargaba los carros y entregaba la madera en la playa de la empresa. Pero éramos muy pobres: quince hermanos, catorce varones –yo fui el mayor- y una sola mujer. Mi papá estaba orgulloso porque aportaba puros machos al Paraguay. Pero como casi no teníamos para comer, antes de los diez años murieron cinco de mis hermanitos. Sufrimiento grande. El que fue. Habitábamos una típica casa de campo: teníamos plantado un poquito de mandioca, de maíz, de batata, de bananas, en fin, de todo lo que se podía comer. Dormíamos amontonados, en tres habitaciones de barro, sin baño; nada más había un agujero en el fondo, que daba a un río subterráneo y por el cual, en épocas de crecida, subían víboras venenosas que nos obligaban a tapar el pozo con piedras y maderas. Ayudábamos a papá a cargar o a descargar los carretones y después, el resto del tiempo, jugábamos con hondas y cazábamos pajaritos todo el día. Pluralizo por mis hermanos, comprensiblemente, ¿no? Cosas de la hermandad. Filiales. Y lo otro que me gustaba mucho era ordeñar la vaca que teníamos, a la madrugada, cuando todavía no salía el sol. Daba una leche gorda y espesa que era un majar. Pero una vez me empaché porque la vaca se enfermó y mi madre me hizo aplicar cataplasmas por una señora que además me dio unas purgas terribles, yuyos, y me estiraba el cuerito de la espalda, entre vértebra y vértebra. Sufrí tanto. Dolores insoportables, y para colmo a la semana la vaca va y se muere, y en casa todos creyendo que yo también estiraba la pata. Pero no, sólo resultó que nunca más volvía a tomar leche. Y después, de grande, cuando estaba en la Escuela Militar, me pareció imposible que me hubiera podido intoxicar con leche, pero ya nunca más la pude probar. Definitivo.  En esa época, los patrones tenían la costumbre de proveer a la gente que trabajaba en el campo. Una especie de paternalismo, como para que no se quejaran de la pobreza y quisieran un poco más al patrón. Se daba carne, fideos, yerba, azúcar. Entonces, tanto podíamos desayunar un pedazo de carne como cenar mate cocido. Pero lo más abundante era la carne, porque cada tres días los patrones hacían matar una res, y todos íbamos a ver el espectáculo para, de paso, ver qué recibíamos.  Es uno de los recuerdos más impresionantes que guardo de aquella época: cuando al animal le tajeaban la yugular y empezaba a mamar esa sangre densa, espumosa y oscura como un vino recién pisado mientras la gente gritaba, eufórica, meta alarido nomás”.

Bartolomé Gaite, siendo joven, se había inscripto en el ejército durante el triunfalismo imperante, después de la guerra del Chaco contra Bolivia. Pero, en un momento, su espíritu crítico y revolucionario pudo más que el verticalismo institucional que le fue inculcado y ahí su vida se transformó para siempre.

La narración tiene dos secuencias. Una que tiene que ver con el Bartolo de la cotidianidad, familiar y decadente, pintado humanamente por la pluma de Mempo. Y otra, relacionada al Mayor Gaite, un ex oficial del ejército paraguayo (Bartolomé Gaite), que espera en el exilio la ocasión propicia para una nueva insurrección y rememora entretanto la frustrada revolución del año 1947.

Esa tarde, estábamos con Aguirre y el Estado Mayor en la comandancia, organizando un gabinete de coalición, cívico-militar, y planificando los contactos con las otras guarniciones del país, puesto que todavía no sabíamos qué iba a pasar. Estábamos meta redactar comunicados, invitando a desconocer a Murinigo y pidiendo apoyo, cuando llegó un cura selesiano, el padre Queirós, acompañado de otros cuatro sacerdotes. Muy nerviosos. Mire –me dijo Queirós, todo esto está muy bien. Nosotros estamos de acuerdo con el movimiento, pero… por qué ponen esto. Y señaló, con dedo acusador, golpeando repetidamente el documento, el párrafo que decía <<libertad al Partido Comunista>>. –No empecemos, padre. –No, no, cómo no empecemos, capitán, esto es gravísimo. –Vea, padre: nosotros no hacemos ninguna diferencia con nadie ni con nada. No tenemos ninguna carta escondida detrás nuestro. Ninguna carta oculta, sino una carta abierta, que es nuestra proclama. Decimos claramente lo que sentimos y lo que queremos hacer. Así que no tiene por qué tener miedo. –No, bueno, pero eso está mal… Queda mal, la gente anda diciendo… Por ahí estaba Pedrazo, que colaboraba con nosotros, al igual que otros civiles. –A ver, Queirós –le preguntó, qué es lo que anda diciendo la gente. –Yo con usted no hablo. –No –me interpuse-, mire, Queirós, así no vamos a ningún lado. Acá necesitamos un movimiento unitario. Si ustedes apoyan, deben estar dispuestos a escuchar a todo el mundo. Acá no hay ninguna línea partidaria; los compañeros comunistas trabajan con nosotros, como los febreristas, como algunos liberales, en fin, la gente democrática. -¡Pero es que la gente ya dice que ésta es una revolución comunista! ¡Y cómo vamos apoyar nosotros, la Santa Madre Iglesia, una revolución comunista! –Dios lo oiga –dijo Pedrazo. No lo mencione, si usted no cree en él. –Es un modo de decir. Usted debería alegrarse de que yo lo mencione. –No veo por qué; usted es comunista. –Y qué. Si usted fuera consecuente debería tratar de ganarme para su causa. –Yo no tengo causa; tengo fe. Y no me interesa ganar a ninguno de ustedes. Sería gastar pólvora en chimangos. –Se equivoca. Es mala política. –Ah, ¿y acaso usted piensa ganarme para <<su causa>>? –Por supuesto; hago todo lo posible. -¡Dios mío! –se persignó un curita joven. –Bartolo, están todos locos, sentenció Aguirre. –No, son todos comunistas –acusó el curita, con la voz aflautada. -¡Que los echen! –gritó alguien, desde la mesa de discusiones Pedrazzo se exaltó: -¡Cuervos de mierda, yo sabía que iban a empezar a joder? –No le permito –dijo Queirós. –Y a mí qué me importa –replicó Pedrazo. –Termínenla –farfulló Aguirre. Esta discusión es absurda. Vayase a la mierda –dijo otro cura. -¡Son cuervos, son cuervos! –gritaba Pedrazo. -¡Basta, Pedrazo! –dije yo. ¡Acábela y dedíquese a lo suyo! Ya está bien. Y usted, padre, venga. Quise llevarlo aparte, pero él lapidó: -Esta revolución está en pecado. Nosotros no tenemos nada que hacer aquí. Los cinco curas se retiraron, indignados. -¡Pecado su abuela! –les gritó Pedrazo, fuera de sí, mientras lo sujetaban entre Aguirre y dos oficiales, sentándolo a la fuerza. –Dios lo perdone –se escuchó al cura. -¡Vayase a la puta! –gritaba Pedrazo. ¡Cuervos de mierda! Yo los seguí por el pasillo. –Escuche, escuche, ¡padre Queirós! Se detuvo, mayestático, digamos. –No hay nada más que hablar. Hijo mío: esto no camina.  -Padre, pero mejor escúcheme un momento: le digo que nuestro movimiento no es comunista, del mismo modo que no es eclesiástico, ni anticomunista ni antieclesiástico. Sencillamente, somos demócratas y queremos luchar por un Paraguay mejor, sin discriminaciones y sin tiranos. Por favor –lo tomé de un brazo y bajé la voz, entienda esto: ¿somos todos aliados contra un gobierno dictatorial o no?  –Si están los comunistas, por supuesto que no. –Y además, nos insultaron –aportó el curita. Están contra Dios. Tuve ganas de mandarlo a freír papas, pero me serené y les dije que estaba bien, que hicieran lo que considerasen mejor. Pero les advertí que debían pensar que si combatían a nuestro movimiento, lo único que conseguirían sería favorecer a Morinigo, que era un dictador ateo y fascista. No tengo, ni tenía, la menor idea de si eso era cierto, pero me ocupé de insistir en que lo era: ateo y fascista. En todo caso, calculé, por lo menos podía esperar la neutralidad de la iglesia. O bien, y también se los dije, que criticaran a los comunistas, pero no a todo el movimiento”.

La revolución en bicicleta conjuga cosas muy difíciles de conjugar: llenar de melodía una narración donde el ritmo se muestra predominante y, sobre todo, afirmar la vida sobre la experiencia objetiva del fracaso.

La vida y la ficción se funden maravillosamente, y es ahí donde reside la magia de la novela.

Un oficial que mandamos al Chaco, volvió por esos días con la novedad de que sí nos iban a secundar. Ahí ya me entusiasmé grande. Pero todo fue pasajero. Después me enteré de los detalles: un teniente de apellido Roque, amigo nuestro, que estaba en el Chaco, me contó más tarde que el coronel Mendiburu –jefe de aquella guarnición- había hablado con los oficiales, inclusive instándolos a sublevarse contra Morinigo. Y cuando nuestro levantamiento, el mismo 8 de marzo, Roque le mandó un cablegrama desde Asunción, donde estaba circunstancialmente con un destacamento. En estos términos, le mandó: <<Ayer se levantó la guarnición de Concepción. Diga qué actitud asumimos”. Y la respuesta de Mendiburu fue: <<El Territorio Militar del Chaco sencillamente cumplirá órdenes del gobierno>>. –Yo me quedé frío –me dijo Roque. Pero por suerte había muchos oficiales levantiscos. Alistaron a un grupo en Puerto Casado, como para ir a Asunción, y cuando nadie sospechaba, se dieron la vuelta, y rebelaron a una parte del Regimiento Cuarto <<Curupaytí>>, de ahí, del Chaco. Le apresaron a Mendiburu y se hizo cargo el teniente coronel Zaldívar Villagra, que era el más antiguo. Enseguida se les sumaron unos cuarenta oficiales más, que estaban presos en la cárcel militar del regimiento, a los que liberaron. Entre ellos había otro teniente coronel, Granada, un mayor –Estigarribia- y un montón de oficiales más jóvenes, muchos de los cuales habían participado de nuestros preparativos de tiempo atrás. Eso ocurrió justo cuando el gobierno arreciaba con su propaganda. Decían por las radios, y por los panfletos que arrojaban los aviones, que todo el país era leal al presidente Morinigo, todas las guarniciones, y que el pueblo no nos apoyaba porque éramos comunistas. Yo, sin saber lo que pasaba en el Chaco, decidí hablar al pueblo esa misma noche, porque pensé que había que apuntalar más la moral cívica.  –No señor –dije, la gente del Chaco se va a levantar con nosotros, no hay que perder la fe. La revolución sólo será derrotada cuando el pueblo nos repudie, no cuando digan los delincuentes de Asunción. Y terminé gritando: <<¡Y quien co é el que está dispuesto a dar su sangra por la liberación de la patria>> Y me gritaron todos: <<¡Ñandé, ñandé!>>, que quiere decir nosotros, todos nosotros. ¡Mierda! Y vea: justo al terminar mi alocución, no lo va a creer, que llega el telegrama del Chaco. Decía: <>, y entonces nos informaban de todo lo demás”. 

La revolución en bicicleta es un libro pleno de humor, ritmo, profundidad e intensidad. Mempo Giardinelli no da tregua al lector y hace un retrato fascinante de una figura quijotesca: Bartolomé Gaite.

Sobre el autor

Mempo Giardinelli nació y vive en el Chaco. Su obra está traducida a 26 idiomas y recibió importantes galardones, entre ellos, el Premio Rómulo Gallegos. Es autor de una decena de novelas, entre ellas, Luna caliente, Santo Oficio de la Memoria, Imposible equilibrio, Final de novela en Patagonia, El cielo con las manos, ¿Por qué prohibieron el circo? y La última felicidad de Bruno Fólner.

*Por Manuel Allasino para La tinta.

Palabras claves: La revolución en bicicleta, literatura, Mempo Giardinelli, Novelas para leer

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