Trotamundo
Por Tomas Fernández para La tinta
En bicicleta y con un perro, Santiago Maldonado llegó desde Buenos Aires al acampe de Malvinas Argentinas en Córdoba. El 2015 comenzaba y la resistencia contra Monsanto llevaba más de dos años. Entre horquetas, lonas y fogatas, los activistas hacían del tiempo una trinchera.
El viaje a pedal, combinado con tramos a dedo, seguiría hasta Mendoza. No era la primera salida, el litoral argentino había sido el destino iniciático de este mochilero movido por el sueño de atravesar el continente cruzando rutas y tatuando pieles.
En Mendoza, el paso por la feria Arte y Anarquía lo acercó a Marina, quien le abrió su casa de Guaymallén junto a sus dos hijos durante seis meses.
La cordillera de los Andes le daría el oxígeno que no encontraba en las llanuras de 25 de Mayo, su ciudad del gran Buenos Aires. Los ríos de montañas, el ajenjo, la jarilla, lo abastecerían de una geografía más pura, de un horizonte más amplio.
En octubre de 2015, cruzó a Chile y se instaló unos meses en Valparaíso. Su simpatía con el anarquismo le abriría otra vez las puertas de una casa. La comunidad okupa, la politología de todo, el compartir eterno, la lucha contra un sistema, el sistema contra su lucha.
Al norte de la isla Chiloé y de cara al Pacífico, meses más tarde, Santiago acompañó a los pescadores que, a fuerza de cortes de ruta, buscaban visibilizar el daño que las plantas salmoneras producían con su descarada extracción de mariscos. Un desequilibrio en los mares que sigue afectando a los pequeños productores de la zona.
Su rechazo a los impactos ambientales lo acercó a las protestas contra la instalación de un parque eólico en las playas de Mar Brava. La firma chilena de capitales suecos Ecopower tiene los dólares suficientes para hacer su propia Isla de Pascua cambiando aerogeneradores por estatuas moáis.
Santiago no tenía casa. Era un trotramundo de relieves, soledad y silencios. Solía cargar su mochila con aloe, araucaria, nísperos, hongos, nueces y licores de frutas. No le atraía el fútbol ni los autos y a internet se asomaba poco. Calzaba borcegos, resistentes a los kilómetros, al frío patagónico y de cuero bien duro para repeler la humedad.
Probó con las artes marciales en su estadía en El Bolsón. Aikido, muay thai, armas antiguas y pa-kua. El flaco de barba larga y rastas puso rigor y, en los dos meses que practicó, no faltó a ninguna clase ni llegó tarde.
Alberto Roca, su profesor, le regaló un llavero de cuero y metal: “Toma, cuando encuentres un lugar, un arraigo en tu vida, quedate”.
El martes 25 de julio de 2017, Santiago cumplió 28 años. Ese día, habló con su mamá, se mensajeó con sus hermanos y algunas amistades de su ciudad. A la tarde, celebró con unas cervezas junto a un par de artesanos y, por la noche, fue a la clase de kenpo como un día cualquiera.
Le había dicho a su mamá que ya planeaba pegar la vuelta, que extrañaba un poco. Pero antes de volver, quería ir unos días a un lugar del que le habían hablado bastante, la Pu Lof en Resistencia de Cushamen.
*Por Tomas Fernández para La tinta / Imagen: Gabriel Orge.