La última chamarrita de Alfredo Zitarrosa
Por Ángelo Narváez para La Raza Cómica
Alfredo Zitarrosa nació Iribarne, con un aire vasco iparralde, hijo de Jesusa Blanca Nieve. A los pocos años, por viajes de su madre, Alfredo pasó al cuidado de los Durán-Carbajal, siempre en Montevideo. El “Pocho” Durán, ahora algo gallego, era un niño curioso, incluso ajeno recuerda Zitarrosa: “Yo era un niño muy complicado. Me recuerdo a mí mismo a los 7 años, pensaba en lo extraño que resultaba que de la unión de mi madre y mi padre hubiera nacido yo y no otro. Me parecía maravilloso”. Alfredo de siempre, Zitarrosa casi por casualidad, el apellido lo obtuvo por decreto a los 14 años cuando Jesusa contrajera matrimonio con Nicolás Zitarrosa.
Dice Washington Benavides que a los 14 años Zitarrosa ya era un chiquillo con voz de otro, y que ya uno que otro paisano le ponía atención por curiosidad o necesidad. Ni argentino, ni paraguayo, ni austral: Oriental por convicción y por razón de su destino. De Iribarne y Durán es poco lo que se sabe, y son aún menos los acuerdos biográficos; pero de Zitarrosa sabemos que como Lenin y Marx antes que él, la corbata y el traje no se los quitó más. Y claro, fue a propósito del Moro de Tréveris que Zitarrosa preguntó una vez: “¿tiene que ser marxista un líder revolucionario?”.
No, Alfredo, “hay que pensar como seres humanos. Yo he conocido infinidad de jóvenes a lo largo de mi vida y creo fundamentalmente en la juventud. En cambio no he encontrado gente más ignorante del folklore que los marxistas. Lo escuchan a uno como haciéndole una concesión; falta toda la pulpa, en la mayoría de los casos”. (Aunque no en todos, habría que insistir). ¿Y qué es eso, el folklore? Alfredo, “cantar folklore es ahondar el paisaje. Hacer folklore. Hay un aire; un aire de Italia, un aire ruso, un aire argentino, venezolano, yanqui. Algunos dicen oui, otros da, otros ja: nosotros decimos «Aja»… Hay que profundizar nuestro «Aja»”. ¿Habrá intuido aquella vez Atahualpa Yupanqui quién sería luego Alfredo Zitarrosa?
Eran aún años de periodismo, de aprendizaje, también años de bohemia donde “Pugliese y Juan Sebastián Bach tienen las mismas prerrogativas”. Ese tiempo, tiempo que es tiempo aquí y allá y en todas partes, en francés, en italiano y en español donde “tal vez si uno llega sintiéndose solo, al verse testigo, entre guitarras y botellas, entre canciones, abandones los duros razonamientos y se alegre de que lo hayan recibido, cerrando la puerta detrás suyo”. Son los años de las mesas de los bares: de mesas, no de barras, siempre acompañado.
Las milongas, los candombes, las chamarritas. El siglo, el continente en un pañuelo, de despedidas forzadas, de regresos festivos.
Tras un exilio que lo llevara a Argentina, España y México, y desde México de vuelta a Montevideo a través de Buenos Aires unos pocos meses antes del Pacto del Club Naval que diera el ritmo a la transición uruguaya y que llevara a Julio María Sanguinetti a la presidencia, Zitarrosa peregrinó entre los espacios y vacíos comunes internacionales del exilio latinoamericano. En México, antes de volar a Buenos Aires tras el ascenso de Alfonsín, Zitarrosa escribiría sus versos del exilio:
He sido, de los más, un ingenuo
cantor salido al mundo con unas pocas fotos,
un libro, unas memorias escritas en cuadernos
que hablan de mí.
La historia la están haciendo otros…
Yo había estado viviendo, metafísico y lento,
sin entender gran cosa de lo que sucedía;
pensaba que rimando dolor con sufrimiento
conjuraba la secta soldado-policía.
Una vez más he visto que de protagonismo
se acaba mucha gente; que es pura burguesía
pensar que los caminos que van al socialismo
comienzan en un libro, un grupo, una teoría.
En el miedo y la ira, en la muerte y el hambre
la vida está sembrando nuestro triunfo cercano.
Volveremos los idos y los recién llegados,
uruguayos nacidos en otras primaveras,
que traen en los ojos sus pájaros pintados,
la certeza de la luz, puntual, que nos espera.
En julio del 83’ agotó tres noches continuas en el Obras Sanitarias, en pleno Núñez, antes de poder volver a Montevideo. “La ausencia ha sido larga. El exilio es duro. Mi canción tiene una sola razón de ser y son ustedes. Muchas gracias. Ojalá a partir de esta noche ustedes me autoricen a seguir cantando a nombre de mi tierra” (“¡Uruguay, Uruguay, Uruguay!” Entre aplausos). Los tres primeros días de julio del 83’ todos en el Obras fueron uruguayos, por decisión, por convicción o por necesidad.
“Recuerdo el recibimiento a Zitarrosa y aún hoy me emociono…” cuenta Gabriel Tuya. “Alfredo fue uno de los primeros en retornar al país. Fue en marzo de 1984, con la dictadura ya herida de muerte. Autos, bicicletas, motos, camiones, carros tirados por caballos, gente a pie… el pueblo salía a recibir a su cantor”. La multitud esperó a Zitarrosa en el Cesáreo L. Berisso, el aeropuerto de Carrasco, y de a pie o sobre ruedas, abanderando la bienvenida, se agolparon en el n° 575 de la avenida Cumacuá, de frente a la desembocadura del Río de La Plata ya confundido con el Atlántico, entre la Plaza España y la Plaza República Argentina. ¿Qué otro nombre podrían tener las plazas?
Allí, en los márgenes de la Ciudad Vieja, aún se erige el edificio de la Asociación de Empleados Bancarios del Uruguay desde donde ese mismo día Zitarrosa realizara una conferencia de prensa transmitida por CX 30 La Radio. El 12 de mayo el Centenario, y esta vez no por el fútbol, ni por Peñarol, ni por Nacional, ni por Obdulio Varela o la Celeste, se desbordaría a puro pañuelo y aplauso. Luego vendría Chile.
La entrada no fue fácil, “el objetivo sería reunir, en torno al canto de un grande, a una multitud entre las cuales figurarían los más importantes dirigentes opositores [a Pinochet]”. El plan de traer a Zitarrosa a Chile el 84’ se fraguó entre las dirigencias de los Partidos Comunistas de Chile y Uruguay. “¿Uruguayo?”… vaya pregunta. “Señor, haga el favor de pasar a esa oficina”: claro, había que interrogarlo en Pudahuel. “El milico ese me recorrió por toda mi infancia, el Santa Lucía y mi tío de Flores, la escuela, la radio, los viajes y las giras. De repente, en aquel fárrago interminable de cuestiones me inquirió sobre mi equipo de fútbol y mi filiación política. Sencillo y seco, les respondí: de Peñarol y el Frente Amplio. Sorprendido, dio un respingo, mínimo pero notorio. Quizás pensó que negaría mi condición de hombre de izquierda, no sé… y como al pasar, me advirtió que no se podía hablar mal del general. Hicimos silencio. Nos miramos, tomé aliento y ante mis palabras, se sobresaltó. Yo solo dije: a lo sumo, señor gendarme, solamente hablaré bien de vuestro presidente Salvador Allende… pero ojo, como no soy bobo, se lo dije despacito”.
El 12 de diciembre, poco más de un mes después de la declaración del estado de sitio que restablecería el toque de queda y los alcances de la censura de los primeros años de la dictadura tras la huelga general del 30 de octubre, Zitarrosa se las arregló para explicar al público que “esta canción (Doña Soledad) está dedicada a un personaje de la vida real, y en ella se toca el tema de la libertad. Pero vaya dicho en particular para los jóvenes presentes: hablamos nosotros en esta canción de la libertad concreta. Aquella que estamos dispuestos a conquistar y que para nosotros consiste en que todo ser humano, por el simple hecho de haber nacido, tiene derecho a su alimento, a su vivienda, a su trabajo, a su educación, a su higiene”. Ese mismo día Zitarrosa se las arregló también para modificar algunos versos de la Milonga de pelo largo:
Milonga de pelo largo, de ojos oscuros,
como la noche, como la noche;
historia de penas viejas, de gente joven,
de penas grandes, de veinte años
Consuelo de los que viven siempre arrastrados
por la rutina, qué cosa seria.
Recuerdo de los ausentes de nuestra tierras
[“Recuerdo a los que huyen de nuestra tierra”, en la original]
de la violencia de la miseria.
Te ofrezco mis margaritas que están vacías
que están marchitas, que ya están secas,
te doy todas las renuncias de cosas simples
que llevo hechas, que llevo hechas
Milonga, mi compañera que me comprende
que me protege, que me abriga
frazada del pobre hombre que siente frío
y no se queja, ya no se queja.
Santiago, Montevideo y Buenos Aires. Los conciertos del Obras Sanitarias el 83’ y del Centenario el 84’ darían paso a un breve pero intenso periodo de escritura y composición que muy rápidamente comenzaría a declinar producto de la enfermedad que se lo llevara al Pocho. Del concierto en el Obras guardamos uno de los más icónicos registros de la milonga que Zitarrosa dedicara a Carlos Julio Eizmendi, al Becho.
El 17 de enero de 1989 Zitarrosa colgaría su guitarra por unos días. Días ajetreados. Galeano cuenta que los primeros días de 1989 el Juceca Julio César Castro acompañó a Alfredo Zitarrosa al Paraíso, eso, por respeto y para acompañarlo en los trámites y quizás sacarle una sonrisa en medio de la espera y la burocracia. Lo acompañó desde el Teatro El Galpón, en pleno centro de Montevideo, hasta el Cementerio Central en el Barrio Sur y de ahí camino al cielo dando ambos las espaldas a la città dolente, al etterno dolore de Dante. Era 17 de enero, era martes. Cuenta también Galeano que cuando volvió a Montevideo el Juceca dijo que San Pedro no conocía a Zitarrosa y que no sabía qué era una milonga, que Zitarrosa cantó una, dos, cien milongas, cuenta que incluso Dios paró la oreja, quizás las dos. Te digo que es una verdad científica, le dijo Galeano a Juan Sasturain. Algunos dicen que Galeano exagera… yo no sé.
Y cómo no, si las ciudades y los muros escuchan pero también hablan. Eso lo sabe Santiago, Buenos Aires, Madrid y París. Eso lo sabe todo el mundo. A mediados de enero del 89’ Montevideo andaba diciendo que “el violín de Becho está llorando…y nosotros también”. Lo lloraron todos. Viglietti, Benedetti, Benavides, Tuya, Sasturain, Galeano y el Juceca. Lo lloró Serena y su hermana Carla Moriana, y también lo lloró Nancy Marino, intermitente compañera. Cincuenta y dos años.
Las últimas milongas las cantó Zitarrosa en Chile. Fue en Santiago, en Ñuñoa, en el Teatro California, ahí por la vereda norte de la avenida Irarrázabal entre adoquines que el pavimento ya hizo desaparecer. Dos días continuos entonces y hoy una placa conmemorativa que recuerda que ahora tendremos que esperar la muerte para escuchar las milongas de Zitarrosa otra vez. Con café, té, mate o tereré, dependiendo el ánimo y el clima, por supuesto.
Era 1 y 2 de noviembre y lo acompañaron Eduardo Toto Méndez (como siempre, infaltable, infatigable), Silvio Ortega, Carlos Morales y Julio Corrales. Notables todos. A los pocos días el registro se pudo escuchar en algunas radios de Santiago y Valparaíso, y a los pocos días el registro también encontró un olvido pasajero. Fue Alfonso Carbone, que llegaría a ser director del sello Warner en Chile, quien dio con el registro y gestionó que los familiares de Zitarrosa aprobaran su edición póstuma. Era el año 2000 y se podía escuchar la voz de Zitarrosa una vez más. Un último aplauso póstumo.
¿Y lo de la Chamarrita de los milicos? No, eso fue antes, el 30 de junio de 1973.
Alfredo Zitarrosa formó parte del I Festival Internacional de la Canción Popular. En Santiago el festival se realizó en el Estadio Chile, a espaldas de la Alameda entre Bascuñán Guerrero y Unión Latinoamericana. En Valparaíso dicen algunos que frente al Rodoviario, en el Fortín Prat. Zitarrosa no llegaría a Valparaíso, pero la historia se encargaría de enfrentarlo a una variación de Prat. El 29 de junio de 1973 el Teniente Coronel Roberto Souper, descendiente de Robert Souper Howard –militar británico contratado por Chile para cumplir funciones en la Guerra del Pacífico– coordinó desde el Regimiento Blindado N°2 el recorrido que a través de avenida Santa Rosa llevara a los dieciséis vehículos militares a tomar posición de batalla frente a La Moneda, cruzando la Alameda hacia el sur en la Plaza Bulnes. La misma Plaza donde el 46’ Carabineros disparara contra los sindicalistas. Esa vez, sí, se apuntó al sur, en dirección al paseo, al Parque Almagro, donde alguna vez se pensó el Congreso, y no hacia La Moneda.
Poco antes de las 09:00 Roberto Souper ordenó los primeros disparos y a las 09:30 el General Carlos Prats anunció la defensa pública del gobierno constitucional. “La guardia de palacio hace frente”, dijo Allende por transmisión radial, “Prats tomó las disposiciones necesarias…, si llega la hora, armas tendrá el pueblo. Pero yo confío en las Fuerzas Armadas leales al gobierno”.
Entre la confusión, el cabo faccioso –palabra de Allende– Héctor Hernán Bustamante Gómez disparó en dirección a La Moneda, y allí mismo, en la intersección de Agustinas y Morandé, y a unos pasos del actual edificio de la Comisión Chilena del Cobre, Leonardo Henrichsen filmó su muerte y uno de los últimos cuadros de la democracia en Chile.
Dos días antes, también temprano por la mañana, Juan María Bordaberry anunciaba públicamente en Uruguay la disolución de la Cámara de Senadores y de Representantes, la creación de un nuevo Consejo de Estado y la formalización de un estado de excepción que se extendería hasta 1985. En Chile, un día después de las órdenes de Souper y de los disparos de Bustamante Gómez, el público esperaba que Zitarrosa cantara su siempre polémica chamarrita:
Los boliches del Cerrito,
están llenos de milicos,
y el milico cantor
les entona esta canción:
Cuando pasa el Presidente,
los milicos ya no son gente
Chamarrita cuartelera,
no te olvides que hay gente afuera,
cuando cantes pa’ los milicos,
no te olvides que no son ricos,
y el orgullo que no te sobre,
no te olvides que hay otros pobres.
Versos que en 1977 modificaría:
Hay milicos y milicos
de los grandes y de los chicos…
Hay milicos con conciencia,
milicos que no piensan
y algunos que yo sé
piensan que el pueblo no los ve.
Hay milicos como hormigas,
Pero todos no son Artigas
Ese día en el Estadio Chile, y para el aplauso espontáneo del público, Zitarrosa insistió, quizás transido por las sombras y temblores de Bordaberry, en que,
Los boliches del Cerrito,
están llenos de milicos,
y el milico cantor
les entona esta canción:
Hay milicos de los buenos,
como los milicos chilenos.
Acaso su único verso imprudente.
*Por Ángelo Narváez para La Raza Cómica.