Beit Daras: nuestra persistente Nakba
Un relato en primera persona sobre el despojo de Israel contra el pueblo palestino, a 70 años de la Nakba, la catástrofe que llevó a miles de personas al exilio forzado.
Por Ramzy Baroud para Monitor de Oriente
Cuando salió Google Earth en 2001, enseguida intenté localizar un pueblo que ya no existe en un mapa, que ahora delinea una realidad totalmente diferente. Aunque nací y crecí en un campamento de refugiados de Gaza, y después me mudé a Estados Unidos, encontrar un pueblo que estuviera eliminado del mapa décadas antes no fue un acto irracional, al menos no para mí. El pueblo de Beit Daras era el lugar de la tierra que más me importaba.
Sin embargo, sólo pude estimar dónde estuvo. Beit Daras se localizaba a 32 kilómetros al noreste de Gaza, en un terreno elevado, encaramado entre una gran colina y un pequeño río que nunca parecía secarse.
Beit Daras, un pueblo que una vez fue pacífico, existió durante milenios. Romanos, cruzados, mamelucos y otomanos lo gobernaron e incluso trataron de someter a Beit Daras, al igual que a toda Palestina, aunque fracasaron. Es cierto que cada invasor dejó su marca –antiguos túneles romanos, un castillo de las Cruzadas, un edificio del correo mameluco, un khan otomano (Caravanserai)– pero todos acabaron siendo expulsados. No fue hasta 1948 cuando Beit Daras, ese pueblo tenaz de tan sólo 3.000 personas, fue vaciado y destruido.
La agonía de los antiguos habitantes de Beit Daras y sus descendientes persiste después de todos estos años. El trágico modo en el que fue conquistado Beit Daras al ser invadido por las fuerzas sionistas ha dejado cicatrices emocionales que nunca se curarán.
Los valientes badrasawis –el nombre de los habitantes de Beit Daras– lucharon en tres batallas para defender a su pueblo. Al final, la milicia sionista, la Haganah, con la ayuda de las armas y la estrategia británicas, derrotó a la humilde resistencia, que consistía mayoritariamente en ciudadanos con viejos rifles.
La “masacre de Beit Daras” que sucedió después sigue siendo un grito que atraviesa los corazones de los badrasawis de todo el mundo. Los supervivientes se convirtieron en refugiados, y la mayoría viven en la Franja de Gaza. Bajo el asedio, las sucesivas guerras y constantes contiendas, su Nakba –la catastrófica limpieza étnica de Palestina de 1947 y 1948– nunca ha acabado realmente. No podemos poner fin al dolor si la cicatriz nunca llega a curar.
Nacido en el seno de una familia de refugiados del campamento de Nuseirat, en Gaza, me enorgullezco de ser badrasawi. Nuestra resistencia nos ha ganado la reputación de ser “cabezotas”. Sí, somos cabezotas, orgullosos y generosos, porque puede que Beit Daras haya sido borrado del mapa, pero la identidad colectiva sigue intacta, independientemente del exilio en el que vivimos.
De niño aprendí a enorgullecerme de mi abuelo; un campesino guapo, elegante y fuerte con una fe inquebrantable. Consiguió esconder su tristeza después de que le expulsaran de su hogar en Palestina junto a toda su familia. A medida que se iba haciendo mayor, se sentaba durante horas, entre los rezos, buscando dentro de su alma los recuerdos de su pasado. Ocasionalmente, suspiraba y dejaba escapar unas pocas lágrimas; pero nunca aceptó su derrota ni la idea de que Beit Daras había desaparecido para siempre.
“¿Por qué molestarse en cargar las buenas mantas sobre el lomo de un burro, exponiéndolas al polvo del viaje, cuando sabemos que es cuestión de una semana que regresemos a Beit Daras?”, le decía a su desconcertada esposa, Zeinab, mientras arrastraban a sus hijos a un exilio aparentemente infinito.
No puedo precisar el momento en el que mi abuelo descubrió que sus “mantas buenas” habían desaparecido para siempre; que lo único que quedaba de su pueblo eran dos enormes pilares de hormigón y cactus.
No es fácil construir una historia que, hace tan sólo algunas décadas, junto a todos los edificios de ese pueblo, ha quedado hecha añicos con la intención de borrarla de la existencia. La mayoría de las referencias históricas escritas sobre Beit Daras, ya sea por historiadores israelíes o palestinos, son breves, y resultaron en la catalogación de la caída de Bet Daras como sólo uno de los casi 600 pueblos palestinos que han sido evacuados –normalmente, a punta de pistola– y que han quedado totalmente aplastados por Israel. Sólo fue un capítulo más de una tragedia más compleja que ha sido testigo de la expulsión de casi 800 mil palestinos de su patria.
Sin embargo, para mi familia fue mucho más que eso. Beit Daras era nuestra dignidad. Las manos encallecidas del abuelo y su piel curtida atestiguaban las décadas de trabajo duro en las tierras rocosas del campo palestino. Mis hermanos y yo solíamos señalar alguna de sus cicatrices para que nos contara la historia de los riesgos de su vida.
Más tarde, alguien le dio una pequeña radio de mano para que se enterara de las últimas noticias y, desde aquel momento, nunca estuvo sin ella. Recuerdo ser niño y verle escuchando las noticias de Arab Voice en esa vieja radio. Había sido azul, pero, con la edad, se había quedado blanca. Sus pilas se sostenían con desafil. El abuelo, sentado con la radio pegada a la oreja, escuchaba y esperaba aquella noticia: “Pueblo de Beit Daras: vuestra tierra ha sido liberada, podéis volver”.
El día que murió, la radio sagrada del abuelo yacía en un cojín al lado de su oreja; incluso entonces esperaba escuchar esa noticia que tanto deseaba. Quería comprender su desalojo como un simple error en la consciencia del mundo, que estaba seguro que se corregiría con el tiempo.
Pero no fue así. Setenta años después mi pueblo sigue refugiado. No sólo los badrasawis, sino también millones de palestinos, esparcidos por campamentos de refugiados de todo Oriente Medio y una diáspora que crece cada día en el exterior. Mientras siguen buscando una manera segura de volver a casa, esos refugiados a menudo suelen embarcarse en otro viaje más, otro camino polvoriento, expulsados una y otra vez de una ciudad a la otra; de un país al otro; perdidos incluso entre continentes.
Mi abuelo fue enterrado en el cementerio del campamento de refugiados de Nuseirat, no en Beit Daras, como le hubiera gustado. Pero fue un badrasawi hasta el final; se aferró a los recuerdos de un lugar que para él –para todos nosotros– siempre fue sagrado y real.
Lo que Israel todavía no comprende es que el “derecho al retorno” de los refugiados palestinos no es un mero derecho político, ni siquiera legal, que pueda quedar eclipsado por el status quo, que siempre ha sido injusto. Para mí, Beit Daras no es sólo un pedazo de tierra, sino una lucha perpetua por la justicia que nunca ha de rendirse, porque los badrasawis sólo pertenecen a Beit Daras.
*Por Ramzy Baroud para Monitor de Oriente