Los Pichiciegos, sobrevivir como único objetivo

Los Pichiciegos, sobrevivir como único objetivo
18 abril, 2018 por Gilda

Por Manuel Allasino para La tinta

Los Pichiciegos es una novela del escritor Rodolfo Fogwill publicada en 1983. Ambientada en la guerra de las Malvinas, cuenta la historia de un grupo de soldados argentinos que fueron enviados por la dictadura militar a estas islas. Desertan y se ocultan en un refugio subterráneo que habían construido los primeros en abandonar la guerra. Para el ejército oficialmente no existen, han sido dados muertos por la tropa. Su único objetivo es sobrevivir, esperando que la guerra acabe y así poder volver a sus casas.

El nombre de pichiciegos fue dado por ellos mismos, por semejanza con un animal que vive ocultándose en cuevas que él mismo hace. Los pichis pasan la mayor parte del tiempo en el refugio o Pichicera, luchando contra el frío, las enfermedades, soportando el miedo de las bombas, evitando ser descubiertos; y tratando de conseguir comida, cigarrillos, combustible, pilas para linternas, polvo químico para eliminar el olor y secar sus excrementos.  Para poder subsistir han creado una comunidad con sus propias reglas, en las que hay: reyes magos o jefes, un almacenero que controla los víveres; y patrullas que salen a buscar o cambiar mercaderías.

“Los pichis: fue una mañana de bombardeo. Estaban en la entrada y en la primera chimenea y nadie se animaba a bajar al almacén, porque la tierra trepidaba con cada bomba o cohete que caía contra la pista, a más de diez kilómetros de allí. El bombardeo seguido asusta: hay ruido y vibraciones de ruido que corren por la piedra, bajo la tierra, y hasta de lejos hacen vibrar a cualquiera y asustan. Algunos se vuelven locos. Fumaban, quietos. El Ingeniero calculó: -Si se derrumba la chimenea, el que está abajo, en el almacén, se hace sándwich entre las piedras… Entonces nadie quería bajar. Tenían hambre. Con toda la comida amontonada abajo, igual se lo aguantaban. Fumaban quietos. Seguían las explosiones, las vibraciones. A veces se oía una explosión y no vibraba. Otras veces vibraba y nada más, sin escucharse ruido. ¡Qué hambre! ¡Qué hambre! –dijo uno. -¡Con qué ganas me comería un pichiciego! –dijo el santiagueño. Y a todos les produjo risa porque nadie sabía que era un pichiciego.  -¿Qué…? ¿Nunca comieron un pichiciego? –averiguaba el santiagueño. Allí –preguntaba a todos-, ¿no comen pichiciegos? Había porteños, formoseños, bahienses, sanjuaninos: nadie había oído hablar del pichiciego. El santiagueño les contó: -El pichi es un bicho que vive debajo de la tierra. Hace cuevas. Tiene cáscara dura –una caparazón- y no ve. Anda de noche. Vos lo agarras, lo das vuelta, y nunca sabe enderezarse, se queda pataleando panza arriba. ¡Es rico, más rico que la vizcacha!  -¿Cómo de grande? –Así –dijo el santiagueño, pero nadie veía. Debió explicar: como una vizcacha, hay más chicos, hay más grandes. ¡Crecen con la edad! La carne es rica, más rica que la vizcacha, es blanca. Como el pavo de blanca. –Es la mulita –cantó alguien. –El peludo –dijo otro, un bahiense. –El Peludo le decían a Yrigoyen –dijo Viterbo, que tenía padre radical. -¿Quién fue Yrigoyen? –preguntó otro. Pocos sabían quién había sido Yrigoyen. Uno iba a explicar algo pero volvieron a pedirle al santiagueño que contara cómo era el pichi, porque los divertía esa manera de decir, y él les contaba cómo había que matarlo, cómo lo pelaban y le sacaban la caparazón dura y cómo se lo comían. Contaba las comidas y quería describir cómo era el gusto del pichi, por qué era mulita en un lugar y peludo en otro. Cuestión de nombres, se dijo”.

De la novela Los Pichiciegos, su autor Rodolfo Fogwill, siempre dijo que se trataba de un experimento de ficción, compuesto antes de los primeros testimonios de los combatientes y que no era una novela contra la guerra, sino contra las modalidades dominantes de concebir la guerra y la literatura. Los Pichis carecen absolutamente de futuro, caminan hacia la muerte y, en consecuencia, sólo pueden razonar en términos de estrategias de supervivencia.

“Tenía razón. Siempre tenía razón en esas cosas, pensaba él cuando explicaba a un nuevo qué era ser pichi y cómo había que hacer para ser un pichi que sirve. Otro se hubiera contentado cuando acabaron de hacer el lugar. Cualquiera. Todos. Menos él. –El almacén… ¡hay que agrandar el almacén! -¿Más cosas? –preguntaba el Ingeniero, que era el que tenía que ocuparse más cuando había que agrandar los huecos. –Sí: más –insistía el Turco. Esto va a durar todo el invierno y hay que tener más cosas para todo el invierno. -¡Estás en pedo…! –decían Viterbo y el Sargento al principio, antes de que llegaran los británicos. –Ponele que sí, que estoy en pedo, pero tenemos que agrandar –daba órdenes. Y tuvo razón: agrandaron, consiguieron más cosas y ya en el almacén casi no había lugar para guardar todo lo que habían juntado. –El pichi guarda, agranda, aguanta –les repetía, y tuvo razón. Igual que con la gente. Tenía razón. Nadie quería que entrasen más. –Para que más –se quejaban todos, menos él. –La gente sirve. Vienen más, traen más… ¡Hay que elegir que sirvan: traen cosas, tienen más conocidos en los batallones, pueden cambiar más cosas y ayudar…! Con cada nuevo –a los nuevos los traía él- siempre alguien protestaba. El Turco no le discutía. Hablaba con los otros Reyes: -Menos sirve un pichi, más protesta cada vez que entra uno nuevo… ¡Y ojo que que al que proteste mucho lo voy a sacar al frío! –prometió. Y una vez le habló a uno: -¡Al que proteste mucho lo vamos a sacar al frío! –Es que somos demasiados, Turquito –dijo ése -. ¡Somos veinticinco! –Veinticuatro seríamos sin vos –dijo el Turco, mirando para el tobogán, para la salida. Y los otros se quedaron callados. –Faltaría nada más un oficial, uno que sepa inglés y algún británico. Seríamos como treinta y aguantaríamos hasta el verano… -decía el Turco. Pero ninguno de los Reyes pensaba en el verano. O la guerra se terminaba antes o algo pasaba: llegaban los ingleses, los hacían presos, cualquier cosa era más segura que aguantar el invierno. –Pero igual –insistía el Turco a los Magos- hagamos como que tenemos que pasar todo el invierno. Hablaba así para que trabajaran más: quería agrandar la chimenea de un lado, romper la piedra grande y tapar todos los techos con fardos de lana para perder menos calor y para proteger mejor la Pichicera de cualquier bombardeo”.

En Los Pichiciegos, no faltan las referencias al gobierno de facto de Galtieri, ni a la sociedad que desde la Argentina recibe la información oficial de que están ganando la guerra cuando la situación en las Islas está muy lejos de ser así. Dividido en dos partes,  este relato crudo, no cuenta la historia de un grupo de amigos, sino de jóvenes que se encontraron en la peor situación que hubiesen imaginado. 

Con diálogos brillantes, tanto en sentimientos y sensaciones, Los Pichiciegos es inquietante por las situaciones que refleja.

“Si hay algo peor que la mierda de uno o de los otros, es el dolor. El dolor de los otros. Eso no lo aguantaba ningún pichi. Que no tendrían heridos, se había decidido en tiempos del Sargento. Sin médico, sin alguien que sepa medicina ahí abajo, era inútil guardar los heridos. Lo sabían los pichis: herido es muerto. Escaldados, quemados un poco, enfermos de las muelas, se puede. Heridos no. Herido es como ser un muerto. Pero a Diéguez, el herido, lo había llevado el Turco. Venían juntos, bajando de la loma, cada uno con sus bolsas de plástico llenas de cosas. Barranca abajo, en el oscuro, no vieron a los de la patrulla que estaban ahí sentados, tomando café; el Turco los atropelló. El oficial de la patrulla prendió un farol eléctrico y se quedaron encandilados, sin armas. El Turco se entregó. Lo rodeaban. Entendió que lo iban a matar. Tiró sus bolsas en el medio, para hacer escándalo mientras Diéguez corría a esconderse entre unos pastos. Con el entusiasmo de mirar en las bolsas, el oficial dejó la Uzi acostada, al lado del farol. Diéguez la vio, la codició por un buen rato mientras oía cómo el Turco hablaba para que lo dejaran ir. ¡Qué lo iban a dejar! No había nada que hacer. El Turco ya pensaba que Diéguez estaría corriendo para la Pichicera, pero el muchacho seguía allí, esperando hasta que se dio ánimo, saltó, pateó el farol, agarró la Uzi y se puso a tirar de cerca, al bulto. -¡Rajá, Turco! –gritó y siguió tirando. No puede creerse que carguen tantas balas esas pistolas de Israel. Siguió tirando y después corrió para el lado de los pichis. Lo alcanzó al Turco. Volvían sin bolsas y contentos cuando les llegó volando una granada desde arriba de la loma. Al Turco la explosión lo revoleó en el aire pero no le hizo nada. Diéguez, en cambio, tenía la cara muy sangrada y la espalda rota. <<¡Dejame, Turco, que me muero!>>, parece que le dijo, y lo cargó. Venían sin bolsas. Lo cargó hasta los pichis y lo pasó gritando por el tobogán. Ya por entonces, Diéguez no podía mover más las piernas. -¿Para qué me trajiste? –dijo Diéguez, y los pichis lo oían. -¿Para qué lo trajiste? –decían los pichis. -¿Para qué no te rajaste? –le dijo el Turco a Diéguez, y explicó a todos lo que había sucedido”.

La guerra de Malvinas, es una herida que no cierra. Argentina se hace eco de múltiples reclamos para con Gran Bretaña y todavía persiste cierto rencor contra los ingleses.  Sin embargo, fue Fogwill con su novela Los Pichiciegos, quien mejor ha sabido contar las muchas verdades que rodean a esa guerra.

 

Sobre el autor

Rodolfo Enrique Fogwill nació en la Argentina en 1941 y falleció en agosto de 2010. Calificado como uno de los narradores más originales de América Latina, se licenció de sociólogo y dedicó parte de su vida profesional al campo de la publicidad y el marketing. Asimismo, fue profesor titular de la Universidad de Buenos Aires; editor de poesía, ensayista y columnista especializado en comunicación, literatura y política cultural. A partir de 1980, cuando su cuento Muchacha punk recibió el premio Coca – Cola, se consagra de lleno a la escritura. Publicó los libros de poemas El efecto de realidad (1979), Las horas de citas (1980), Partes del todo (1990); los libros de cuentos Mis muertos punk (1980), Música japonesa (1982), Ejércitos imaginarios (1983), Pájaros de la cabeza (1985), Muchacha punk (1992), Cantos de marineros en las pampas (1998); y las novelas Los pichiciegos (1983), La buena nueva (1990), Restos diurnos (1993), Vivir afuera (1998), En otro orden de cosas (2001) y Runa (2003).

 

Palabras claves: literatura, Los pichiciegos, Novelas para leer, Rodolfo Fogwill

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