Gracias por el fuego, crónica de una impotencia colectiva
Por Manuel Allasino para La tinta
«Gracias por el fuego» de Mario Benedetti fue publicada en el año 1965. Fue traducida a nueve idiomas, prohibida largamente tras el golpe de 1973 en Uruguay y más tarde por la censura argentina. Esta novela de Benedetti, la tercera después de Quién de nosotros y La tregua, es una pieza fundamental de la literatura. En el año 1984 fue llevada al cine por el director Sergio Renán y protagonizada por Víctor Laplace.
La novela narra el conflicto de una generación que quiso acabar con la corrupción y el conformismo. Es la profunda crisis de un país que se debate entre ser y parecer; ser un foco de corrupción encarnado en la figura del empresario de prensa, magnate y político Edmundo Budiño y querer parecer la Suiza americana. Es también, una historia de ignominia y muerte; y la crónica de una impotencia colectiva: el inventario de una crisis moral y la valentía para denunciarla.
“Convénzase, abuelo –dijo Gustavo. Los partidos políticos tradicionales están en vía de descomposición. ¿Dónde están Batlle, Saravia, Brum, Herrera? Todos bajo tierra. Allí también están sus respectivos idearios: bajo tierra. Sobre tierra están en cambio César, Nardone, Rodríguez Larreta. O sea, por su orden: antisemitismo, caza de brujas, menosprecio a las masas. Las cosas que se dicen Nardone y Berro por radio y prensa, las que antes se dijeron César y Luis: esto es descomposición. Los grandes partidos ni siquiera tienen coherencia interior y la gente se está dando cuenta. No van a votar eternamente a esos hombres. A lo mejor un día les ponen una bomba. –No me hagas reír –dijo el Viejo. ¿A quién van a poner una bomba ustedes, lactantes, nenes de mamá, marxistas de ojitos? –Pero Gustavo, no me lo vengas a decir a mí. Son tan tarados como ustedes. O más. Yo los uso porque me sirven. Y además no me cuestan un solo peso. Hay quien corre con los gastos. El problema no es que ustedes sean de izquierdas y ellos de derecha. El problema es que unos y otros pertenecen a una generación debilucha, novelera, frívola, habituada solamente a repetir frases hechas, incapaz de pensar por su cuenta. -¿Y en su diario, abuelo, usted no repite frases hechas? ¿Piensa acaso por su cuenta? –Pienso por mi cuenta cuando decido repetir frases hechas. La diferencia está en que mi diario es negocio y lo de ustedes quiere ser principios, moral política, etcétera, etcétera. Ustedes coleccionan signos exteriores de rebelión, como otros coleccionan botellitas o cajas de fósforos. Creen que la revolución es andar sin corbata. –Y para usted, abuelo, ¿qué es la revolución? –Gustavo, no me busques la boca. Bien sabes que yo me hago pipí en la revolución. -¿Y en la democracia? –En la democracia me hago caca, pero me sirve para ganar plata y entonces soy Demócrata con todas las mayúsculas que quieras. Ésa es la gran afinidad, que vos nunca podrás comprender, entre los Estados Unidos y ese servidor. A ellos tampoco les importa la democracia, a ellos también les interesa el negocio. Democracia les significa buena propaganda y hacen tanto ruido con ella, incluso frente a Cuba, que nadie se acuerda de cómo alimentan a Stroessner y a Somoza, dos de los míos. –Ah. –Para los norteamericanos la democracia es eso: dejar que en su país todo el mundo vote y pase el week – end leyendo tiras cómicas, dejar que todo el mundo (menos los negros, que están en penitencia) se sienta ciudadano, y por otro lado aprovechar al máximo el trabajo pichincha del chusmaje latinoamericano. Para mí, en cambio, democracia es esto: escribir todos los días un editorial de ejemplar madurez y corrección política, y telefonearle enseguida al jefe de policía para que les dé garrote a mis obreritos en huelga. Yo no tengo dudas. Ya que me tocó nacer en un país de mierda, yo le correspondo. Lo uso para mí, eso es todo. Tu bisabuelo hablaba de Patria, tu papito habla de Nacionalismo, vos hablas de Revolución. Yo te hablo de mí, botija. Pero te aseguro que conozco bastante más de mi tema que ustedes del suyo”.
Por su parte, Ramón Budiño, quiere matar a su padre Edmundo, que representa lo peor de su país; y de una clase social que ha huido de su propia responsabilidad por el miedo a ser censurada. El peso del caudillismo en la vida cotidiana después de más de un siglo de independencia es para Ramón señal de que nada se ha renovado; de que todos siguen inmersos en una mentalidad política y social que impide tanto el desarrollo colectivo como el personal. Gracias por el fuego, es una historia de frustraciones.
“Tengo que matarlo. No hay otra salida para mí. Pero lo pienso y de inmediato siento una conmoción, un choque que no es sólo mío, individual, sino que es también coreado reproche. Seré el más despreciado, el más insultado, el más destruido. El país no tolera gestos trágicos. El país solo tolera gestos insulsos o serviles; participar en la Gran Caridad televisada o abrir inhábilmente las nuevas manos de mendigo flamante. Dólares, por amor de Dios. Y sobre todo, no complicarnos la vida. Matarlo es, para mí, una complicación de la vida. Y qué complicación. Por eso me resisto, por eso me debato frente a la obligada decisión y trato de hallar otro camino. Pero no hay otro. Además, ¿cómo será eso de matar? Sólo una vez creí que había matado a alguien. El primo Víctor jugaba conmigo en el baldío de Ganaderos y Garzón. No lo vi más, pero no me importó demasiado y seguí jugando solo. Con piedritas, con caracoles, con un tablón de clavos herrumbrados. Pensé que él habría vuelto a su casa. De pronto vi la herradura. Tía Olga aconsejaba tirar las herraduras hacia atrás, sin mirar; eso traía suerte. Entonces yo tomé la herradura, para mayor garantía me tapé los ojos y la arrojé por sobre mi hombro. Oí a los dos segundos un grito agudo, y después nada. Sí, le había acertado a Víctor en la cabeza. Y se había desmayado. Lo mataste, decía tía Olga cuando llegó corriendo, lo mataste a mi nene, a tu primito, chiquilín asesino. El cuerpo de Víctor estaba flojo y su rostro tenía una impresionante palidez cuando tío Esteban lo llevaba en brazos y yo corría detrás, llorando y reclamando a gritos: Que abra los ojos, decile que abra los ojos. Pero el bracito seguía colgando al costado de tío Esteban, como si la mano quisiera entrar en el bolsillo del saco sport. Lo depositaron en un sofá de la sala y yo lloraba, tratando de explicar que no sabía que él se había escondido. Decile que abra los ojos; decile, tío. Creí sinceramente que lo había matado y la idea me resultaba insoportable. Tía Olga le ponía compresas frías en la frente y tío Esteban le hacía oler amoníaco. Cuando, a los pocos minutos, Víctor abrió primero un ojo, después el otro, y dijo quejoso: Ay, cómo me duele, ¿quién fue?; cuando yo vi que vivía, estallé en una carcajada eléctrica y empecé a decirle a tía Olga: viste tía, yo no lo maté, él se había escondido, yo tiré la herradura para atrás sin mirar, como vos me enseñaste, pero a Víctor no le trajo suerte. Y ella rió, todavía llorando pero ya sin rencor, y me abrazó: ay, mijito, gracias a Dios que no pasó nada, ¿sabes que horrible si hubieras matado a tu primito? Sin embargo, meses después, cuando Víctor realmente murió de no sé qué enfermedad vertiginosa, y yo fui el primero en verlo muerto, no me acordé para nada de aquella vez en que lo había visto flojo, vencido, con el brazo colgando y las puntas de los dedos a dos centímetros del bolsillo de tío Esteban”.
Con un estilo inconfundible, Benedetti nos ofrece la posibilidad de leer una obra atrapante y escrita con pasión.
Sobre el autor
Mario Benedetti nació en 1920 en Paso de los Toros, República Oriental del Uruguay. Entre 1938 y 1941 residió en Buenos Aires. En 1945 integró la redacción del semanario Marcha. En 1949 publicó Esta mañana, su primer libro de cuentos, y un año más tarde, los poemas de Sólo mientras tanto. En 1953 apareció su primera novela, Quién de nosotros, pero fue con el volumen de cuentos Montevideanos, publicado en 1959, que tomó forma la concepción urbana de su estilo narrativo.
Con La tregua, que apareció en 1960, Benedetti adquirió trascendencia internacional. La novela tuvo más de cien ediciones y fue traducida a diecinueve idiomas. En 1973 debió abandonar su país por razones políticas y residió en Argentina, Perú, Cuba y España. En 1987 recibió el Premio Llama de Oro de Amnistía Internacional por su novela Primavera con una esquina rota, en 1999 el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y en 2005 el Premio Internacional Menéndez y Pelayo. También, obtuvo cinco Doctorados Honoris Causa otorgados por las universidades de Alicante, de Valladolid, de La Habana, de Córdoba y de la Universidad de la República de Uruguay.
Falleció en Montevideo, el 17 de mayo de 2009.