La verdad entre la cuerdas
El guitarrista Luis Salinas asegura que lo único que importa es tocar. Defiende la velocidad sólo si se hace con notas que suenen a verdad y se proclama en contra de entender el arte como una competencia. El caso de un músico considerado uno de los mejores del mundo y que ni se preocupa en explicar lo que hace.
Por Agustín Marangoni para Revista Ajo
En las charlas de café pueden aparecer, así como si nada, esas historias de vida sobre los cambios sin retorno. Luis Salinas dice que el primero de su camino artístico se desató el último mes de 1990, después de un invierno de tocar jazz hasta bien tarde en las noches porteñas. Uno de sus amigos andaba de novio con una joven de familia hotelera. Entonces un fin de semana, entre los últimos tragos y los primeros rayos de sol, acordaron hacer un ciclo de conciertos de temporada en Mar del Plata. Prepararon el repertorio, consiguieron equipos y se mandaron en tren a ver qué pasaba. Y pasó que este muchacho se peleó feo con la novia cuando estaban llegando. La banda quedó sin trabajo, sin hospedaje y sin contactos para encarar otra fecha.
Salinas terminó durmiendo en la casa del maestro Adolfo Ábalos. Todos los días salía con Amílcar Ábalos, el hijo de Adolfo, a ofrecer lo que sabían hacer. Estaba todo tomado, la ciudad ya estaba organizada para darle batalla a su momento fuerte. En uno de los barcitos de la rambla, al lado de los lobos marinos, dieron con un hombre que les ofreció un plato de milanesa con puré para cada músico y una jarra de clericó para rifar al final de la noche. Aceptaron.
De nueve a once tocaban bossa nova y boleros clásicos para la gente que cenaba. Después pasaban al jazz. Disparaban temas de George Benson y Carlos Santana para subir de a poco la intensidad. Y a las dos de la mañana, cuando llegaba otro público, sacudían con Cream, Deep Purple, Jeff Beck. Les gustaba tocar. Y sabían tocar. Alguna noche, hasta se sumaba el maestro Ávalos. Estuvieron un mes completo con el bar estallado. Se fabricaron un sueldo con la jarra y consiguieron un departamento para dormir.
“No me olvido más de ese verano. Fue la fuerza de la música. Fue el deseo de tocar. Lo que se generaba con el público era increíble. La gente venía a escuchar. Fue maravilloso, no teníamos nada y de golpe teníamos todo lo que necesitábamos”, dice Luis Salinas con la mirada suelta entre la gente que camina del otro lado de la ventana. Cada tanto alguien lo reconoce y lo saluda. Desde ese año, hace veintisiete años, viene cada temporada a Mar del Plata. Le encanta Mar del Plata, dice que es perfecta. Una gran ciudad con mar. Eso es todo lo que necesita.
Para el verano siguiente, allá por 1992, recibieron ofertas de distintos productores para presentarse en teatros. Siete años después, Salinas compartía el escenario de la sala Piazzolla del Auditorium con Tomatito y Lucho González. Fue el punto de inflexión para una carrera que lo llevó por el mundo junto a músicos de la talla de B.B. King, Paco De Lucía, Hermeto Pascoal, Chucho Valdés, Dave Holland y la lista sigue a lo largo de veinticinco países, dieciséis discos propios y más de mil conciertos.
A Luis Salinas no le mueve un pelo que le hablen sobre su virtuosismo o su capacidad técnica para desarmar y reamar una melodía. Él sólo se preocupa por tocar. Es lo único que importa, dice. “En la música vos estás en un lugar. Cuando llegás a ese lugar se abre un camino que no habías visto y que te lleva a otro lugar. Y así siempre. La música es infinita. Cuando veo que algún músico se cree el dueño de la música y que habla de sí mismo y explica cosas no puedo dejar de pensar en lo equivocado que está. Querer adueñarse de la música es como querer vaciar el mar. Uno siempre está aprendiendo, descubriendo alguna cosa. Hay una gran diferencia entre tocar música y vivir la música”, señala.
—¿A qué llamás vivir la música?
—Es muy difícil explicarlo con palabras. Una vez estaba tratando de explicar lo que hago en una entrevista, antes de un concierto. Pasó Rubén Juárez, me escuchó y me dijo: no hables tanto, tocá. La música es eso. Es tan difícil de explicar como los sentimientos. Yo sólo te puedo decir que si me pongo a tocar la guitarra antes de ir a algún lado seguro llego tarde. Eso no tiene explicación.
Salinas encontró la primera señal de un sonido propio cuando comenzó a componer. Aunque tenía la capacidad de sacar de oído cualquier canción de cualquier estilo, se dejó guiar por lo que le salía intuitivamente. “Hice dos o tres temas y encaré para ese lado. Era algo que estaba tocando y sentí que era yo”, dice. Es un proceso difícil: haber escuchado mucho, trabajar con un abanico de recursos amplísimo y aún así identificar que lo que se está tocando en ese instante es algo único. Algo que suena a uno mismo. “Adolfo Ábalos me dijo que el verdadero creador no busca, encuentra. Cuando estás tocando te salen cosas de adentro que ni te das cuenta. Intento trabajar a partir de ahí. Ese es mi sonido”, dice.
Salinas hace una pausa y deja caer otra anécdota. Cuando recibió la invitación para salir de gira con B.B. King, lo primero que hizo fue aclararle personalmente que no se había criado con el blues. B.B. le dijo que no le importaba en lo más mínimo el tema del estilo. Que lo había invitado porque su música sonaba sincera. “Uno tiene que sonar a uno mismo. Y es más fácil ser uno que ser otro”, le dijo. Salinas recuerda esas palabras como una lección estética.
Algo similar le pasó con George Benson. Luis había estudiado durante meses unos fraseos del propio Benson. Los tocó con él en su casa, en Estados Unidos. A pesar del esfuerzo, Benson ni se inmutó. Ahora bien, cuando sin querer soltó unas notas con su estilo, Benson lo miró con una sonrisa de aprobación. “Uno no se da cuenta de nada. Uno toca. Como cuando un periodista le preguntó a Miles Davis si era consciente de que había cambiado el mundo, él le respondió: la verdad que no, yo estaba tocando”, dice y se ríe a carcajadas.
El estilo es un tema difícil de sobrevolar en la obra de Luis Salinas. Su repertorio incluye tangos, chamamés, rumbas, milongas, valses, salsas, blues, rock, bolero, jazz. Cada tema respeta un género, pero siempre está atravesado por el sonido característico de sus dedos. No es la guitarra. Tampoco los accesorios sonoros ni los efectos. Ni siquiera las canciones. Salinas es un estilo en sí mismo. Él suena de una determinada forma que ni él mismo puede definir. A decir verdad, ni quiere. “Luché mucho por la libertad personal. Dentro de esa libertad prefiero no encuadrar las cosas. Yo admiro a los músicos que tocan un estilo y un género. Pero también admiro a los que son libres. Y me siento más identificado con los músicos libres. Esa es mi forma. Me gusta el peligro de no saber qué voy a tocar. La situación me lleva. Es muy lindo cuando dejás que la música te lleve. Me gusta armar un paisaje e improvisar”, dice.
Sobre la improvisación como herramienta musical se ha teorizado largo y tendido. Especialmente en el jazz. Improvisar implica tocar lo que sale en el momento, no hay partituras, ni estructuras fijas. Sin embargo, el ejercicio de improvisar no es tan libre como parece a primera vista. Es un mecanismo. Hay un territorio definido. Hay un género, hay un ritmo, hay una tonalidad. Dentro de esos parámetros –los bordes del territorio– los músicos sacan a relucir su creatividad. La improvisación más libre daría como resultado una música disonante, experimental, muy distinta a la que crean los grandes maestros de la improvisación. Es simple: la improvisación se estudia. Por eso cuando Salinas habla de improvisar, de libertad, está hablando del dominio que tiene de los géneros, de las armonías, de los cuadros tonales, de las escalas. La libertad en la música es un camino que requiere dedicación.
—¿Cuándo sentís que determinado tema que estás tocando pide velocidad, o sutileza, o una nota más? ¿Cómo se administra el virtuosismo?
—Una vuelta estábamos grabando con Juan, mi hijo. Le propuse que tocara un solo. Cuando terminó, le pregunté cómo se había sentido y me dijo que bien, con libertad pero también con limitaciones. Es un chico de quince años. Me emocionó. Él solo se da cuenta que aprender no tiene nada que ver con ser mejor que nadie. Es para ser uno. Los recursos bien entendidos son para ser libre. La mejor maestra es la propia canción. Ella te dice qué tenés que tocar y qué no. Si estás tocando un bolero no podés salir para otro lado. Cuando entendés eso es cuando estás adentro de la música.
—¿Y la velocidad? Existe algo similar a una celebración de los que tocan rápido.
—Con respecto a la velocidad, hay gente que habla rápido y gente que habla más lento. Lo importante es si está diciendo la verdad. Se puede tocar con una nota o se puede tocar con cincuenta. Lo importante es que las notas sean de verdad. Paco de Lucía tocaba muchas notas pero eran todas de verdad. Hay gente que no tiene técnica ni recursos y dice que toca con dos notas. Pero en realidad no puede elegir. Lo mejor es poder elegir. Es como las palabras, para no decir siempre lo mismo. O decir lo mismo de distintas maneras, que es algo muy lindo. La rapidez es también un complemento. Por ejemplo cuando se toca de a dos. Si uno hace algo rápido, el otro puede hacer algo más lento y complementa. Nunca para competir. La música no es para competir. Hay que celebrar la diferencia. Ahí está el virtuosismo bien entendido.
—A la hora de escuchar música… ¿Podés disociarte del músico y dejarte llevar?
—Siempre. A mí me llegan las cosas. Yo no sé escribir música, no sé nada de eso. Yo escucho y disfruto. Una de las cosas más importantes es el disfrute, el deseo. Tengo 59 años. Siento la misma emoción cuando toco que cuando escucho algo que me gusta. No me importa si es fácil o difícil. Yo no escucho música para entender. Cuando disfruto aprendo cosas.
—¿Qué cosas te pasaron en la vida que te impactaron en la forma de tocar?
—La música que más me hace llegar a mi infancia es el chamamé. Y me emociono cuando me acuerdo del festival donde toqué de chico. Estaba mi viejo ahí. Cuando fui a Uruguay toqué candombe. En Puerto Rico toqué salsa. Con B.B. King también fue emotivo. Lo mismo con Mercedes Sosa en Cosquín. Hay situaciones, que gracias a dios son muchas, que me hicieron la persona que soy hoy. Y hasta te digo que fue distinto tocar zamba después de recorrer el norte argentino. Hay cosas que están y pasan ahí y no se pueden explicar. Con los viajes uno también cambia la forma de tocar.
—Un tipo que vive en Argentina, dicen, nunca va a tocar como toca un brasilero. Y viceversa. ¿Te parece que es así?
—Eso tiene otras lecturas. Hay músicos locales. Y hay músicos universales. El músico universal hace un acorde que puede ser de cualquier lado. Yo creo en la música. Puede ser que un músico no sea brasilero y no suene como brasilero, pero el hecho artístico existe igual. Además, tampoco es que todos los negros tienen swing. O que todos los santiagueños tocan bien la chacarera. El músico para mí tiene que tocar. Ahí está lo importante.
—¿Naturalizaste el éxito?
—Soy un tipo agradecido. Y siempre le digo a Juan que la música es una motivación y un compromiso. Uno tiene un compromiso con la gente que le gusta lo que hacés. En cada concierto yo siento que la gente y los músicos que han dicho cosas buenas de mí están sentados escuchándome. Quiero dar siempre lo mejor. Eso es todo. No me gusta andar diciendo que toqué con este y con aquel. En el arte todo lo que tiene que ver con el ego nos aleja de la verdad.
En relación al éxito, Salinas recuerda la anécdota del tema Entre dos aguas, una de las composiciones más emblemáticas de Paco de Lucía. Corría el año 1973 y de Lucía estaba grabando Fuente y caudal, un disco de flamenco en el que había cuidado hasta el último detalle. Al terminar la grabación, el productor le dijo que sería conveniente agregar un tema para aprovechar el espacio completo del vinilo. De Lucía no tuvo otra opción que sentarse con su guitarra e improvisar. Tomó el camino de la rumba e inspirado en la melodía de Te estoy amando locamente, de Felipe Campuzano, creó ahí mismo Entre dos aguas. Así sucedió lo que nadie esperaba: un tema de relleno terminó siendo un himno mundial y uno de los máximos hitos del género. “El éxito es impredecible. No hay manera de naturalizarlo. Ni siquiera se sabe dónde está y cómo surge”, dice Salinas.
—¿Sos muy exigente con las guitarras y los efectos de sonido?
—No. No me interesa otra cosa que sonar a mí mismo. No quiero que nada me exagere ni me saque de mi sonido. Además, hay una cosa, la misma guitarra tocada por distintas personas suena distinta. Mi primera guitarra la tuve a los 27 años. Antes de eso tocaba con guitarras prestadas y el desafío era sacarle el sonido.
—¿Qué te gusta de los buenos guitarristas?
—Que sean sinceros. Desde ahí escucho.
—¿Qué cosas te divierten de la música?
—Me encanta cuando un músico que toca muy bien toca mal a propósito. Ese humor es sensacional. Es divertido cuando alguien se puede reír de sí mismo.
—¿Te gusta cualquier música?
—Lo que no me gusta es que la guitarra se agarre para joder. Es como con la comida, no se juega. Con la guitarra, siempre con responsabilidad.
La charla se extiende, de a poco y casi sin querer, al plano personal. Salinas dice que hoy está dedicado a ser padre. Un desequilibrio de salud le hizo cambiar su perspectiva de la vida. No dice con precisión qué le pasó, sólo habla en abstracto de las asperezas de la gran ciudad y de la necesidad de tomarse el tiempo para disfrutar del día a día. Nada nuevo. Lo sencillo, lo más difícil. Casi que suena a refrán. “Mi madre me decía, primero está la persona y después lo que haga esa persona. Si uno está de determinada manera se nota cuando tocás. Disfruto mucho a mi hija, a mi hijo que toca conmigo. La música está ahí. La música es el arte mayor. Tiene todas las sensaciones y los sentimientos. Podés vivir la vida ahí adentro”, aclara con la mirada dispersa, una vez más, entre la gente que camina frente al café.
Detrás de cada anécdota de Luis Salinas hay una historia. Son tantos años de gente. De artistas talentosos. Desde los barcitos de la rambla rifando una jarra de clericó hasta enlazar dos continentes. Siempre sobre seis cuerdas y en mil estilos. Tan propios.
Por Agustín Marangoni para Revista Ajo. Fotos: Andrea Alegre.