El gas pimienta y la anestesia del otro

El gas pimienta y la anestesia del otro
13 abril, 2017 por Gonzalo Assusa

Por Gonzalo Assusa para La Tinta

El Boletín Oficial de la Provincia de Córdoba publicado el día 11 de abril de 2017 dispone la adquisición de gas irritante y gas lacrimógeno, comúnmente conocidos como “gas pimienta”.

Yo no sé nada de química, pero le pregunté a un amigo. El gas pimienta se hace a base de un compuesto químico artificial que también se encuentra en forma natural en los pimientos chile. Cuando se lo dispara contra el rostro provoca profunda irritación de las mucosas, una sensación de picazón muy molesta y un ardor generalizado sobre las vías respiratorias; ceguera temporal y tos incesante. Una sensación de mierda.

Cuando leí esta descripción tan insípida de lo que provoca el gas, volví sobre las imágenes de la represión del domingo. Directamente busqué las de TN, que pensé iban a ser las editadas con un criterio más soft. Pensé que iba a dar menos asco verlas. Me equivoqué. El mecanismo era el mismo que había visto en el operativo para desalojar la Avenida Panamericana el día del paro general: uno de los agentes de la guardia de infantería, o gendarmería, protegido por una barrera de agentes con escudos y máscaras, alza su brazo y tira por encima o por entremedio de esos escudos un chorro de gas pimienta apuntando a la cara de los hombres y mujeres que tiene en frente. Lo hace cubierto por una máscara orwelliana que le tapa todo el rostro, como protegiéndose él mismo de lo que tiene en la mano. Un solo mililitro de gas pimienta puede provocar una ampolla en la piel. Así de corrosivo es para el cuerpo. Así de corrosivo es para la sociedad.

Susan Buck-Morss cuenta en su libro que la anestesia, tal y como la conocemos hoy, se desarrolla a finales del siglo XIX para tratar la “neurastenia”, que era como se diagnosticaba a un sistema nervioso “destrozado”. Esta enfermedad era causada por sobre-estimulación y generaba incapacidad para responder a los estímulos: cercenaba la experiencia. Para estos tratamientos se utilizaron primero los opiáceos y luego la cocaína, con un mercado todavía desregulado y accesible para estas drogas. En EEUU el éter pasó de usarse en fiestas a utilizarse en cirugías progresivamente más complejas (un médico se dio cuenta, en medio de estas fiestas, que los estudiantes que se lastimaban bajo los efectos narcóticos no sentían dolor).

No se les pega a los maestros, ni a los manifestantes, ni a los pibes que se alimentan en un comedor. No se los ata con alambre en la calle, no se los deja esposados en cualquier parte. No importa si sos maestro, murguero, piquetero o choro. Eso no se hace.

Cuenta que por esa época en las fábricas había superpoblación de maquinaria con pocas condiciones de higiene y seguridad, por lo que los visitantes a las salas de cirugía eran cada vez más numerosos. La mayoría llegaba con miembros destrozados, aplastados: perfectos candidatos a amputaciones. Entonces la anestesia jugaba un rol fundamental, porque no servía solamente para aliviar el dolor del tullido, sino fundamentalmente para aliviar al cirujano del dolor del paciente, para ayudarlo en su esfuerzo deliberado por permanecer insensible ante la experiencia del padecimiento ajeno, para romper la empatía con algo que no era ya un cuerpo humano sino una masa inerte, insensible, sin resistencia ni gritos lastimosos, y a la que podían remendar sin involucrarse emocionalmente.

Cuentan también que los soldados ya no fueron los mismos desde que pilotean desde lo alto y dejan caer explosivos a la distancia. Las películas de francotiradores siempre vuelven sobre ese detalle: el dolor insuperable de quien, detrás de la mira y en el momento justo antes de apretar el gatillo, puede ver con claridad aplastante el rostro de la víctima, su edad, si tiene anillo de compromiso, si se afeitó esa mañana. El dron es para el soldado lo que la anestesia para el paciente.

No se les pega a los maestros, ni a los manifestantes, ni a los pibes que se alimentan en un comedor. No se los ata con alambre en la calle, no se los deja esposados en cualquier parte. No importa si sos maestro, murguero, piquetero o choro. Eso no se hace. Los maestros no son el límite. Todo lo contrario, son la goma de borrar del límite. Las filas de la policía no están llenas de egresados del Colegio Cardenal Newman. La Corte Suprema de Justicia con un fallo acaba de privarlos del derecho colectivo a sindicalizarse como trabajadores. Los maestros y los policías son, la mayoría de las veces, compañeritos de banco en la escuela primaria del barrio. Unos con su uso “indebido del espacio público”, los otros con su “obediencia debida” para reprimir. Corderos contra corderos, aunque algunos hayan aprendido a comer carne para sobrevivir, porque les enseñaron a hacerlo golpeándolos con el mismo garrote que usan ahora para cumplir debidamente órdenes indebidas.

¿Si miran hacia donde tiran el gas y ven a esos que todos vimos, con fondo verde, con tiza en la mano y guardapolvo, con memorias para los nombres y con el oficio de enseñar para que hoy yo pueda teclear y ustedes hoy puedan leer? ¿Y si empiezan a sentir el dolor del otro, y con el del otro el propio dolor? ¿Qué pasaría?

Y volví a pensar en la imagen y en el gesto del agente de infantería. Esa forma de tirar escondido, protegido por máscara y escudo. Protegiéndose los ojos, del gas, pero también de las miradas. Porque es mucho más fácil para quienes eligen creer que los otros son todo eso que se repiten incansablemente a sí mismos: ladrones, inmorales, violentos, promiscuos, repugnantes. Es muy fácil porque es muy difícil que se los crucen en su vida cotidiana, y si se los cruzan es muy fácil mirar para otro lado, o por encima del hombro, y no verlos, porque son invisibles. Con los políticos viejos y los juveniles, con los sindicalistas del transporte, con los empleados estatales de las áreas operativas o administrativas, con los militantes de La Cámpora, con los beneficiarios de los planes sociales, es así. Es relativamente fácil. Es cruel y condenable, como ponerle la rodilla en la cabeza a otra persona, a la altura del oído, dejando caer todo el peso del cuerpo sobre ese ser, como se ve en las imágenes del domingo. Es moralmente repugnante, pero relativamente fácil.

Pero ¿Con los maestros? ¿Y si por un segundo se les cruza ese rostro? ¿Si miran hacia donde tiran el gas y ven a esos que todos vimos, con fondo verde, con tiza en la mano y guardapolvo, con memorias para los nombres y con el oficio de enseñar para que hoy yo pueda teclear y ustedes hoy puedan leer? ¿Y si los ven y se va el efecto de la anestesia? ¿Y si empiezan a sentir el dolor del otro, y con el del otro el propio dolor? ¿Qué pasaría?

*Por Gonzalo Assusa para La Tinta. Foto: ES Fotografía y La Vaca.

Palabras claves: Paro docente, Policía de Córdoba, represion

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