Sobre la densidad del tiempo
Los Juegos Olímpicos nos replantean nuestra relación con el tiempo. ¿Qué podemos meter cada uno de nosotros en un puñado de segundos? O peor, en un manojo de centésimas. Donde a nosotros no nos cabe nada, un atleta se juega la inmortalidad o el olvido.
Cuando sonó el disparo en la tarde soleada y madrileña del 11 de julio del 2015, Andrew Fisher estaba mirando la carpeta azul sobre la que se agarraban los clavos de sus zapatillas Nike negras y amarillas. 9.94 segundos después estaba exactamente a 100 metros de distancia con el cuerpo inclinado hacia adelante y su pie derecho pisando el número 5 pintado sobre el piso que marcaba su carril. Supo al instante que se había convertido en el decimocuarto hombre nacido en su país en recorrer esa distancia en menos de 10 segundos. Tenía 23 años y 208 días y acababa de hacer la mejor marca de toda su vida.
Dos meses antes, luego de ganar un torneo, Fisher le había agradecido a su entrenador Stephen Francis por haberlo hecho mejor atleta. “Yo no era bueno, siempre llegaba segundo en las competencias, hasta que él me vio”, dijo ese día en una entrevista. Le había agregado mucha potencia en poco tiempo al motor de sus piernas y estaba más veloz que nunca. Pero la tarde del 11 de julio, a dos andariveles de distancia del carril 5, el estadounidense Mike Rogers clavó el reloj en 9.88 y Andrew Fisher terminó segundo. Por 6 centésimas de segundo. O sea: 0,06 segundos. El 6% de un chasquido.
El problema es la densidad del tiempo. ¿Qué cabe en 6 centésimas de segundo? Para la gente como yo, que mira por televisión los Juegos Olímpicos desde su cama mientras come galletitas de membrillo de oferta, no hay actividad imaginable que quepa en 6 centésimas de segundo. Para los tipos como Andrew Fisher, 6 centésimas son la diferencia entre el oro y la plata. La inmortalidad y el olvido.
Fisher estuvo ayer en las semifinales de los 100 metros libres de los Juegos Olímpicos. Tenía puesto un uniforme rojo con el nombre de un país: Bahrein. Resulta que Bahrein es un reino petrolero del golfo pérsico donde los hombres en general no usan mallas enterizas elastizadas ni zapatillas con clavos Nike ni se llaman Andrew Fisher. En realidad, Fisher nació en Jamaica y si hubiese intentado competir para su país no hubiera viajado a Río. Cada país tiene un cupo de tres atletas para las disciplinas individuales y en Jamaica se dicen de memoria como nosotros decimos la delantera más goleadora de la historia de nuestro club: Usain Bolt, Asafa Powell y Yohan Blake.
Desde que empezó a entrenar con Stephen Francis, Fisher mejoró y forjó una esperanza de discutir hegemonía entre los tres monstruos del atletismo jamaiquino. Esa esperanza, quizás, se terminó de derrumbar el 11 de julio de 2015 en Madrid. Menos de un mes después de aquella tarde, Fisher obtuvo la nacionalidad bahreiní y aseguró su presencia en los juegos olímpicos compitiendo para ese país. Sabía que ningún atleta con turbante podía quitarle el pasaje y soñaba con la hazaña de una medalla.
Ayer, cuando sonó el disparo en la noche templada y carioca, Andrew Fisher estaba dando su segundo paso por la carpeta azul sobre la que se agarraban los clavos de sus zapatillas. Supo al instante que había salido en falso. A los 24 años y 242 días estaba por ser descalificado de las semifinales de 100 metros libres de los Juegos Olímpicos por adelantarse 6 centésimas al disparo de salida. ¿Cuántos pasos caben en 6 centésimas de segundo? O sea: 0,06 segundos. El 6% de un chasquido.