Todo cuanto amé, el amor entre la pérdida y la traición
Por Manuel Allasino para La tinta
Todo cuanto amé es una novela de la escritora Siri Hustvedt publicada en el año 2003. La historia comienza cuando el historiador de arte Leo Hertzberg se deslumbra por un cuadro del pintor Bill Wechsler y quiere conocerlo personalmente. Allí nace una profunda amistad con contrastes y afinidades rodeada por el universo femenino de tres mujeres: Erica, profesora casada con Leo; y las dos esposas de Bill: Lucille y Violet. Una muerte trágica sacude todo el universo de estos personajes, y a partir de eso, un nuevo orden se erige con sus imprevisibles y terribles consecuencias.
“Resultó que Erica y yo proveníamos del mismo mundo. Sus padres eran judíos alemanes que habían abandonado Berlín en 1933, cuando aún eran adolescentes. Su padre se convirtió en un psicoanalista de prestigio, y su madre fue preparadora vocal en la Academia Juilliard. Los dos habían fallecido. Murieron con una diferencia de pocos meses un año antes de conocer yo a Erica, el mismo año de 1973 en que murió también mi madre. Yo nací en Berlín y viví allí durante cinco años. Conservo de aquella ciudad unos recuerdos fragmentarios, y algunos de ellos tal vez sean falsos: imágenes e historias construidas a partir de lo que mi madre me había contado de mis primeros años de vida. Erica había nacido en el Upper West Side, el mismo barrio en el que también yo terminé viviendo después de pasarme tres años en un piso del Hampstead londinense. Fue Erica quien me animó a abandonar el West Side y mi confortable apartamento de Columbia. Antes de casarnos me dijo que quería <<emigrar>>, y cuando yo le pregunté qué quería decir con eso, repuso que para ella ya había llegado el momento de vender el apartamento de sus padres en la calle Ochenta y dos Oeste y acostumbrarse al largo trayecto en metro hasta el centro. -Tengo que mudarme- dijo-; aquí arriba huele a muerte, a antisépticos, a hospitales y a tarta Sacher rancia. De modo que Erica y yo dejamos atrás los paisajes familiares de nuestra niñez y buscamos nuevos territorios entre los artistas y los bohemios que vivían más al sur. Recurrimos al dinero que habíamos heredado de nuestros padres y nos trasladamos a un loft de Greene Street, entre Canal y Grand. Aquel nuevo vecindario de calles vacías, edificios bajos e inquilinos jóvenes me liberó de ataduras que nunca había considerado como tales. Mi padre había muerto en 1947, cuando tan sólo tenía cuarenta y tres años, pero mi madre seguía viva. No tuvieron más hijos, y a la muerte de mi padre, mi madre y yo compartimos su fantasma. Ella fue sucumbiendo a la edad y a la artritis, pero él continuó siendo un hombre joven, brillante y prometedor: un médico que podría haber logrado cualquier cosa que se propusiera. <<Cualquier cosa>>que, para mi madre, que para mi madre, se convirtió en <<todo>>. Durante veintiséis años vivió en el mismo apartamento de la calle Ochenta y cuatro, entre Broadway y Riverside, acompañada únicamente del porvenir inexistente de mi padre. De vez en cuando, durante las etapas iniciales de mi carrera académica, algún que otro alumno se dirigía a mí llamándome <<Doctor Hertzberg>> en lugar de <<Profesor>>, y en aquellas ocasiones yo me acordaba inevitablemente de mi padre. El hecho de vivir en SoHo ni borró mi pasado ni me indujo al olvido, pero cuando doblaba una esquina o cruzaba una calle nunca encontraba un recordatorio de mi niñez y juventud expatriadas. Tanto Erica como yo éramos hijos de exiliados procedentes de un mundo que ya no existía. Nuestros padres eran judíos de clase media que se habían adaptado a Alemania, y para ellos el judaísmo no era otra cosa que la religión que antaño practicaban sus bisabuelos. Hasta el año 1933 se habían considerado <<judíos alemanes>>, denominación ésta que hoy ya no existe en ningún idioma”.
En la novela de Siri Hustvedt se refleja que la autora es crítica de arte y una asidua asistente de galerías y museos. Es por eso, que algunos pasajes de la historia se vuelven complejos e inclusive con poco ritmo. Pero lo más importante es como Hustvedt describe y retrata el universo femenino en su libro. Las tres mujeres son muy diferentes entre sí. Violet es capaz de comprenderlo todo, Lucille no dimensiona las consecuencias de sus decisiones, y Erica es una mujer herida que se niega a compartir su profundo dolor con Leo.
La obra de Hustvedt tiene dos partes fácilmente identificables. La primera contiene la presentación de los personajes y como se vinculan sus vidas y las de sus familias. Y la segunda, tiene la intriga de un thriller, y es donde aparecen las escenas misteriosas y las acciones con desórdenes de conducta llevadas a cabo por el hijo del artista.
“A menudo mi primera impresión de las personas acaba viéndose enturbiada por lo que posteriormente llego a saber de ellas, pero en el caso de Bill existe al menos un aspecto de aquellos primeros segundos que ha perdurado a lo largo de toda nuestra amistad. Bill poseía encanto: esa misteriosa cualidad de atracción que seduce a los extraños. Al abrirme la puerta de su aspecto era casi tan desaliñado como el sujeto que poco antes viera en su portal. Hacía dos días que no se afeitaba. Se densa cabellera negra aparecía enmarañada y de punta tanto en la coronilla como a ambos lados de la cabeza, y las prendas que vestía estaban cubiertas de suciedad y de pintura por igual. Así y todo, cuando me miró me sentí atraído hacia él. Poseía una complexión sumamente oscura para tratarse de un blanco, y sus ojos color verde pálido eran ligeramente rasgados, como los de los asiáticos. Aunque apenas me sacaría unos pocos centímetros, con su metro noventa de estatura se me antojó mucho más alto que yo. Posteriormente llegué a la conclusión de que aquel magnetismo cuasi mágico tenía algo que ver con sus ojos. Cuando me miraba lo hacía directamente y sin la menor turbación, pero al mismo tiempo me era posible percibir su retraimiento y su ausencia. Y si su curiosidad acerca de mi persona me pareció auténtica, también noté que no esperaba nada de mí. Bill desprendía un aire de independencia tan absoluto que resultaba irresistible. -Lo escogí por la luz- me dijo al atravesar la puerta de su loft de la cuarta planta. En la pared del fondo de aquella única estancia, tres alargados ventanales relucían bajo el sol del atardecer. La estructura del edificio se hallaba vencida, y como consecuencia de su parte trasera aparecía considerablemente más baja que la frontal. El suelo se encontraba igualmente alabeado, y al dirigir la mirada hacia las ventanas pude advertir en el entarimado una sucesión de bultos similares a las olas superficiales que rizarían la superficie de un lago. El extremo más alejado de la vivienda, de aspecto austero, se hallaba amueblado únicamente por un taburete, una mesa construida con dos caballetes viejos y una puerta de madera, y un equipo estéreo rodeado de cientos de discos y cintas que se alineaban en cajas de plástico utilizadas en otro tiempo para contener envases de leche. Había numerosas hileras de lienzos apoyados contra el muro, y reinaba en el local un poderoso olor a moho, pintura y aguarrás. Al fondo se amontonaban todas las necesidades de la vida diaria: una mesa arrimada a una vieja bañera de patas, una cama de matrimonio próxima a otra mesa, no lejos de un fregadero, y un fogón encastrado en la abertura de una enorme estantería atestada de libros, aunque aún había más volúmenes apilados en el suelo junto a ella y amontonados en una butaca en la que se diría que hacía años que nadie se sentaba. El caos reinante en la vivienda revelaba no sólo la pobreza de Bill sino también su desprecio por los objetos de la vida doméstica. Con el tiempo sería más rico, pero su indiferencia ante las cosas nunca cambió. Siempre conservó un peculiar desapego por los lugares en los que vivía y una absoluta ceguera a los detalles de su configuración”.
Todo cuanto amé es un libro muy bien escrito, con una excelente prosa y mucha documentación. Hay varios conceptos y reflexiones profundas acerca del mundo del arte.
Además, trabaja sobre la idea del dolor de madres y padres: el sufrimiento por las hijas e hijos que no han nacido, por los que han muerto, y por los que no responden a las expectativas generadas.
“Bill, Violet, Erica y yo mandábamos a los niños a un campamento diurno en Weston y trabajábamos hasta las dos de la tarde,hora en la que alguno de los adultos se encargaba de hacer los veinte minutos de trayecto que había que recorrer para ir a buscarles. Erica, Violet y yo trabajábamos en el interior de la casa, pero Bill había instalado su estudio en una construcción adyacente de la misma finca, una estructura desvencijada a la que llamaba Bowery Dos. Hoy en día recuerdo bien aquellas horas libres de niños en las que cada uno de nosotros tenía la posibilidad de dedicarse a su propio trabajo como en un ensueño colectivo. Podía oír el tenue sonido de la máquina de escribir eléctrica de Erica mientras escribía su libro, que finalmente habría de publicarse bajo el título de Henry James y las ambigüedades del diálogo. Desde el cuarto de Violet llegaba a mis oídos el rumor ahogado de las entrevistas magnetofónicas con las adolescentes. Un día aquel primer verano me encaminaba en busca de un vaso de agua cuando, al pasar junto a su puerta, pude oír una voz de acento infantiloide que decía: “me gusta ver mis huesos. Me gusta verlos y tocarlos. Cuando hay demasiada grasa entre mis huesos y yo me siento más alejada de mí misma. ¿Entiende lo que quiero decir?” Del taller de Bill me llegaba el estrépito de sus martillazos entremezclado con algún que otro estampido y crujido aislados y con el sonido distante de su música: Charlie Mingus, Tom Waits, Lou Reed, TalkingHeads, arias de Mozart o Verdi, y lieder de Schubert. Bill estaba construyendo cajas de cuentos de hadas. Cada una de ellas albergaba una historia, y como yo, por lo general, conocía las historias en las que trabajaba, a veces penetraban flotando en mi consciencia imágenes de cabelleras desmesuradamente largas, castillos gigantescos o dedos perforados por alfileres mientras me inclinaba para contemplar la reproducción de una madonna de Duccio. Me encantan el misterio y la ausencia de relieve propios del arte del medioevo y del Renacimiento temprano, y solía esforzarme en interpretar sus códigos didácticos desde una perspectiva basada en el devenir histórico. Con su extraña y sangrienta estética cristiana, los trípticos y retablos inspirados en la Pasión, en la vida de la Virgen y en episodios hagiográficos se solapaban a veces con los mágicos argumentos de Bill o con las famélicas muchachas de Violet, chiquillas para las que la negación y el autocastigo no eran sino virtudes. Y como rara era la tarde en la que Erica no me leía algo de su libro, llegué a descubrir que las frases atenuadas de Henry James (con esos innumerables calificativos que inevitablemente acababan arrojando dudas sobre el nombre abstracto o la frase nominal que los precedía) infectaban a veces mi propia prosa, lo que me obligaba a revisar mis párrafos para librarlos de la influencia de un escritor que había conseguido llegar a mis páginas a través de la voz de Erica. Al regresar del campamento, los niños solían jugar fuera de la casa. Excavaban hoyos y los rellenaban de nuevo. Construían fuertes con troncos de árboles muertos y mantas viejas, y capturaban tritones y escarabajos y numerosos abejorros de tamaño considerable. Crecían. Los dos críos del primer verano poco tenían que ver con los adolescentes larguiruchos del último. Matt jugaba y reía y corría como cualquier otro niño, pero yo seguía percibiendo en su personalidad una contracorriente que le separaba de sus compañeros, un núcleo apasionado que le impulsaba en su propia dirección. Dado que Mark y él se conocían desde siempre y compartían una relación casi fraternal, su amistad se fundamentaba en la mutua tolerancia de sus diferencias. Mark era de trato más fácil que Matt, y ya desde los siete años se había convertido en un niño singularmente bonachón. Las cuitas a las que había tenido que enfrentarse no parecían haber dejado rastro alguno en su carácter. Matt, por el contrario, vivía intensamente. Rara vez lloraba cuando se producía cortes o contusiones, pero se deshacía en lágrimas cada vez que se sentía despreciado o maltratado. Poseía una conciencia estricta y aun cruel, y a Erica le preocupaba que pudiéramos haber creado accidentalmente un niño dotado de un monstruoso superego. Antes de que cualquier reproche pudiera salir de mi boca, Matt ya estaba disculpándose: “¡Lo siento mucho, papá!¡ Lo siento mucho, mucho, mucho!”.Él mismo se administraba sus propios castigos, hasta el punto de que a menudo Erica y yo acabábamos consolándole más que riñéndole”.
Todo cuanto amé de SiriHustvedt es una novela en la que la descripción de los personajes es maravillosa; y el análisis minucioso de las complejas relaciones entre la vida y el arte, es atrapante. El amor trata de sobrevivir entre la pérdida y la traición.
Sobre la autora
SiriHustvedt, nacida en Minnesota, de padres noruegos, vive en Brooklyn, Nueva York. Se ha dedicado a la poesía, el ensayo y la novela. Antes de Todo cuanto amé, que ha supuesto su definitiva consagración internacional y ha sido traducida a numerosos idiomas, publicó el libro de relatos Los ojos vendados y la novela El hechizo de Lily Dahl, así como En lontananza, una colección de ensayos “deslumbrantes”, en palabras de Robert Saladrigas. Está casada con Paul Auster, aunque desea, y lo ha conseguido plenamente, que la conozcan por sí misma.
*Por Manuel Allasino para La tinta. Foto de portada: Gustav Klimt.