Santa Evita de los misterios
Aunque la serie de la plataforma Star+ no recupera los aspectos más interesantes de la novela de Tomás Eloy Martínez, tiene el mérito de volver a poner en agenda un conjunto de preguntas esenciales: ¿qué es un mito? ¿Existe la verdad histórica? ¿Qué pueden y qué tienen para decir sobre el pasado el periodismo y el arte?
Por Gabriel Montali para La tinta
El escritor español Juan José Millás, uno de los más interesantes exploradores de ese conjunto de opacidades que llamamos realidad –y que también podríamos llamar, sin temor a la hipérbole, caleidoscopio esquizofrénico, taxonomía de lo absurdo o decálogo de experiencias extrañas e inesperadas como un campeonato en el que Boca no gana por penales–, alguna vez contó que todo lo que tenía para decir a través de la literatura le fue revelado de niño una tarde de verano, mientras veía en la televisión el show de un titiritero que hacía bailar a una marioneta humana de su misma estatura. No sabemos por qué motivo el joven Millás no estaba, en ese momento, jugando con sus amigos en la vereda. Tampoco podemos saber si la anécdota es verídica o si es otra de las invenciones histriónicas con que Millás acostumbra a recordarnos que nada, nadie, nunca es lo que parece. Lo único que nos queda es acompañar a ese joven que observa con poco entusiasmo el show del titiritero hasta que se da cuenta de que aquello que parecía ser el hombre era, en realidad, la marioneta y que lo que parecía la marioneta era, en realidad, el hombre.
Desde principios del siglo XX hasta aquí, la condición opaca de las cosas ha sido una preocupación central para los campos del arte y de las ciencias sociales. Incluso puede resumirse ese período como una conflictiva etapa de tránsito hacia la idea de que la historia, la memoria y el relato de los hechos son estructuras compuestas a partir de leves distorsiones en la percepción. Estructuras que tienen muy poco que ver con esa pobre imagen lineal de la flecha de tiempo o con la figura del destino como sucesión matemática de causas y consecuencias.
Pero pese a Millás y a lo mucho que se ha escrito sobre el tema, pese a que hemos aprendido que el pasado nunca es como fue, sino como elegimos recordarlo, cada tanto, las circunstancias políticas nos hacen olvidar que los textos que se pretenden coherentes, completos, sin fisuras, acoplables entre sí en una consistencia deliberada, son los que menos iluminan lo acontecido.
La serie Santa Evita, basada en la novela homónima de Tomás Eloy Martínez y emitida por la plataforma Star+, ha vuelto a poner estos debates en agenda. Y como era previsible, dado que se trata de una serie que aborda el más argentino de los ismos, en estos días, acudieron puntuales a la discusión las opiniones de colegas que podemos encuadrar en la categoría “intelectuales pasados de rosca”.
Entre los comentarios más efusivos, el crítico Santiago García la calificó como «una miniserie militante» y «una biografía hecha a la medida del kirchnerismo». Desde la otra vereda, en cambio, la académica Soledad Quereilhac directamente prefirió ensañarse con la obra de Tomás Eloy Martínez, a la que definió como el producto de «un esnobismo posmoderno, reaccionario» y «machista», basado en la «convicción netamente noventista de que la verdad histórica ya no importa» y cuyo resultado es la reducción de la biografía de esa mujer a la condición de chica «ignorante, puta y caprichosa», opinión que, por cierto, habla más de la lectura de Quereilhac que del propósito y el contenido de la novela.
Quizás sean las circunstancias del presente las responsables de que García vea en la serie, a modo de exceso, lo que Quereilhac anticipa como ausencia: feminismo al uso de un lado y despolitización homoodiante del otro.
Como apuntó el escritor Sergio Olguín en Twitter, estos comentarios vuelven a demostrar que la crítica de arte, al igual que la crítica política, se ha convertido en nuestro país en una profesión más adecuada a las tareas engorradas de un comisario político que a las labores de un analista. ¿Acaso ya se nos olvidó el enorme cambio de época que impulsaron Diego Capusotto y Pedro Saborido con sus Bombitas Rodríguez y sus veganos indigestos en un asado? ¿Qué otra cosa podemos hacer con los mitos más que descolgarlos del panteón a través de la risa y la irreverencia? ¿Acaso las miradas estridentes no perpetúan una posición conservadora: “A ver, señor, baje del auto; documentos y credenciales ideológicas, por favor; solicito a central iníciese protocolo anti Corea del centro»?
Estalinismos o macartismos al margen, la producción de Star+ tiene sus méritos. La serie, que cuenta con siete capítulos codirigidos por Alejandro Maci y otro García, Rodrigo, el hijo cineasta de Gabriel García Márquez, sobre todo, se hace fuerte en su reconstrucción de las escenas de época, en su fotografía y en la actuación por momentos notable de Natalia Oreiro en la piel de Evita, a la que recrea en su sensibilidad y desmesura con la misma solvencia con la que ya había interpretado el papel de Gilda, el otro símbolo femenino de la cultura popular argentina.
A ello, hay que añadir el modo en que retratan el tránsito del coronel Moori Koenig hacia la locura. El personaje que interpreta Ernesto Alterio, en alguna medida tributario del fusilador que hizo su padre en La Patagonia rebelde, logra reunir el oxímoron de fascinación y odio hacia la diferencia que caracterizan al antiperonismo y al machismo, dirigidos aquí contra la figura de una mujer que era tan poderosa como plebeya y a la que los panfletos de la Libertadora nunca dejaron de calificar como “una fierecilla indomable, vehemente y espectacular”, según se lee en El libro negro de la segunda tiranía, publicado en 1958.
El último punto favorable es el cinismo de Perón, interpretado por Darío Grandinetti. Además de mostrarlo inconmovible en su dimensión humana, sea frente a la muerte de su esposa o en el instante en el que decide emplear su cuerpo como herramienta de propaganda política, los directores le agregan un look que sintoniza con la faceta más oscura del personaje histórico: su pragmatismo calculador. El Perón de Grandinetti, en ese sentido, se parece más al Drácula de Béla Lugosi que al general de la sonrisa gardeliana.
Pero hay otros aspectos en los que la serie desluce si se la compara con la novela. Por las características de la adaptación, ante todo centrada en la biografía y en el periplo necrológico del cuerpo de Evita, pierden densidad en la trama los claroscuros del peronismo –a veces al punto de proponer una mirada idealizante de sus máximos protagonistas, como sucede en las escenas que recrean el 17 de octubre– y lo mismo ocurre con las reflexiones de Tomás Eloy Martínez sobre la naturaleza imaginativa, cuando no fantástica, de cualquier aproximación a la realidad, ni hablemos de las aproximaciones a los mitos.
Ese es el verdadero fondo de la novela. La Santa Evita del escritor tucumano es la historia de una joven actriz sin cartel que ocupó un lugar fuera de toda norma, por no ser hombre y por ser plebeya, y que por esos motivos sufrió el murmullo moralizante de la Argentina supuestamente civilizada y culta. También es la historia de una cenicienta que no quiso resignarse a ser la sombra de su marido, aunque salió de la cueva hogareña convertida en esposa devota y madre protectora de la nación. Y es la historia de la veneración desmesurada de sus fieles, tan próxima al fanatismo religioso, a la creencia dogmática y polarizante que, en su desmesura, sintoniza con la ambición de una líder que hizo de la beneficencia un culto y que llegó a pretender que la beneficencia en pleno llevara su nombre, en ese arrebato personalista que probablemente sea el peor contrabando de la tradicional cultura autoritaria de nuestro país dentro del peronismo.
Pero Santa Evita es, además, la historia de una investigación imposible. Es el relato de un periodista que no consigue elaborar un retrato fidedigno de la biografía de esa mujer. Los datos se contradicen, los testimonios se contraponen y hay baches, vacíos, lagunas, testigos falsos, recuerdos que mienten un poco. Hay preguntas sin respuesta que son, en buena medida, el motor de la trama y, por si esto no fuera suficiente, las huellas que el periodista persigue son las de una actriz que hizo de sí misma un personaje y a la que se recuerda a partir de frases que nunca dijo: “Volveré y seré millones” es una ocurrencia de José María Castiñeira de Dios, mientras que “General, gracias por existir” es un invento del propio Martínez.
Por eso, el autor no encuentra una verdad definitiva, capaz de atraparla en su trayectoria de vida y muerte. Por eso, decide escribir una novela y no un relato de no-ficción, término que, por cierto, habría que enterrar de una vez y para siempre porque supone que podemos escindir, desde un punto de vista objetivo, el territorio de una hipotética verdad tangible del no lugar de la imaginación.
Y, por eso, el realismo mágico de Martínez, al menos en esta novela, no resulta un gesto anacrónico, ya que encarna en el lenguaje las sinuosidades del mito: esa Evita que es todo lo que hizo y lo que dijo, y todo lo que se dice que dijo y que hizo.
Si la serie queda en deuda en este punto, detalle que no es menor porque se trata del propósito central de la novela, al menos, nos ofrece la oportunidad de volver a la estrategia millasiana del escritor tucumano: preguntarnos si aquello que observamos de tal manera no representará todo lo contrario de lo que nos parece.
Después de todo, ¿cuántas Evitas caben dentro de la biografía de esa mujer? ¿Por qué deberíamos elegir una sobre las otras? ¿Acaso el lenguaje de certezas no es un simple discurso autoritario y conservador, sea cual sea el ropaje ideológico del que se vista?
Santa Evita es una novela posmoderna porque propone otro vínculo entre política y escritura. Se trata de una obra en permanente estado de interrogación que no hace relativismo bobo ni practica el desinterés por la historia, sino que busca una aproximación a lo real que rompa con cualquier tipo de perspectiva absolutista.
Interesante desafío para estos tiempos de posverdad: recuperar la idea de que el periodismo plantea preguntas allí donde los documentos parecen instalar una certeza.
*Por Gabriel Montali para La tinta / Imagen de portada: serie Santa Evita.