Queremos libertad… pero con igualdad
Por Lucas Crisafulli para La tinta
“Es que la jaula es tan grande,
que parece que volás”.
Gabo Ferro
Quisiera comenzar este artículo con dos citas que me resultan interesantes.
Primera cita:
“La propiedad privada tiene una función social y, en consecuencia, estará sometida a las obligaciones que establezca la ley con fines de bien común. Incumbe al Estado fiscalizar la distribución y la utilización del campo, e intervenir con el objeto de desarrollar e incrementar su rendimiento en interés de la comunidad, y procurar a cada labriego o familia labriega la posibilidad de convertirse en propietario de la tierra que cultiva”.
Segunda cita:
“La violencia de las revoluciones civiles ha dividido a las naciones en dos clases de ciudadanos, abriendo un inmenso abismo entre una y otra. En un lado, la clase poderosa, por rica, que monopoliza la producción y el comercio, aprovechando en su propia comodidad y beneficio toda la potencia productiva de las riquezas, y goza de no poca influencia en la administración del Estado. En el otro, la multitud desamparada y débil, con el alma lacerada y dispuesta en todo momento al alboroto. Mas, si se llegara prudentemente a despertar el interés de las masas con la esperanza de adquirir algo vinculado con el suelo, poco a poco se iría aproximando una clase a la otra al ir cegándose el abismo entre las extremadas riquezas y la extremada indigencia. Habría, además, mayor abundancia de productos de la tierra. Los hombres, sabiendo que trabajan lo que es suyo, ponen mayor esmero y entusiasmo. Aprenden incluso a amar más a la tierra cultivada por sus propias manos, de la que esperan no sólo el sustento, sino también una cierta holgura económica para sí y para los suyos”.
¿De dónde son estas citas? Desde los ojos del pensamiento conservador actual, podría pensarse que la primera cita es de la Constitución de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia de 1918. Un neoliberal creería que la segunda cita es un extracto de Das Kapital de Karl Marx o de Dios y el Estado de Mijaíl Bakunni.
Nada más alejado de Marx, los bolcheviques o Bakunin que los extractos seleccionados. El primero es el art. 38 de la Constitución Nacional de Argentina vigente desde 1949 hasta su derogación por decreto de la dictadura en 1956. La segunda cita se trata de la encíclica Rerum Navarum (una posible traducción sería de las cosas nuevas) de 1891 redactada por el papa León XIII. Nadie en su sano juicio podría acusar a Perón o a León XIII de comunistas o marxistas.
Hay un dato jurídico curioso que no quisiera dejar pasar en torno a la Constitución de 1949. Se enseña en el secundario y también en las facultades de derecho que la Constitución es la norma suprema y que ninguna norma inferior puede contradecirla. Ese dato jurídico, que es correcto, debe ser completado con un dato histórico: el 27 de abril de 1956, el dictador Pedro Eugenio Aramburu, mediante una proclama con forma de decreto, derogó la Constitución de 1949 y dejó en vigencia la Constitución de 1853 con las reformas introducidas en 1860, 1866 y 1898. Sí, un decreto de un dictador derogó una Constitución. Para salvar semejante escándalo jurídico, la propia dictadura convocó a una Convención Constituyente prohibiendo al peronismo presentarse a las elecciones. Así fue que se incorporó el artículo 14 bis que reconoce derechos a los trabajadores aunque, comparado con la Constitución de 1949, es apenas un punto insignificante en relación al cúmulo de derechos sociales de esa Constitución.
La encíclica papal que tiene ciento treinta años y la Constitución que tiene sesenta y dos años nos interpelan sobre todos aquellos derechos (sociales) que, a pesar del tiempo y de las luchas, no hemos logrado conquistar. Pero también nos hacen comprender que la enorme campaña contra los gobiernos populares, en realidad, es una campaña contra los derechos sociales.
Los derechos sociales son hijos de muchas resistencias y luchas que, hacia finales del XIX y principio del siglo XX, iluminaron la llamada cuestión social, es decir, los sufrimientos producidos por la enorme desigualdad. No casualmente el primer país del mundo que reconoce los derechos sociales en su Constitución fue México en 1917, que sanciona una Constitución social como forma de dar por terminada la revolución encabezada por Pancho Villa y Emiliano Zapata.
¿Qué implican los derechos sociales? Tres grandes ejes en los que se asientan: la desacralización de la propiedad privada, en primer orden; la desmercantilización de las necesidades individuales en segundo lugar; y la descomposición del individualismo como tercer punto.
El primer eje, y tal como lo menciona el art. 38 de la Constitución Argentina de 1949, implica que la tierra comienza a tener una función social, es decir, el derecho de propiedad va a sufrir limitaciones en aras de la igualdad. Eso implica trocar la escala de valores que sobre los derechos había establecido el liberalismo decimonónico: el derecho no puede proteger la propiedad privada de un individuo si ello deriva en un perjuicio a las mayorías. Tampoco puede la libertad de contratación (un contrato laboral, por ejemplo) ir contra la dignidad de las personas. Así, por más que un acuerdo entre empleador y empleado haya sido el resultado de una supuesta autonomía de la voluntad para contratar, van a proliferar leyes que le ponen coto a una libertad de lobos y ovejas, y que, para garantizar la armonía social, le imponen restricciones al sujeto del contrato con más poder: el empresario.
En segundo lugar, se desmercantilizan ciertas necesidades que van a transformarse en derechos y, por lo tanto, en obligaciones para el Estado. La salud deja de ser una mercancía y la enfermedad ahora será entendida como una necesidad que debe ser cubierta por el Estado. Lo mismo con la educación. Para entender los derechos sociales, debemos comprender que, si estos existen, entonces debe existir un Estado obligado a garantizarlos.
Por último, se descompone el individualismo como filosofía para pensar las relaciones entre el Estado y la sociedad. Se le comenzará a otorgar primacía a lo colectivo por sobre lo individual. Eso implica priorizar el bienestar social por sobre los intereses de un grupo. En el corazón de los derechos humanos (y vaya si los derechos sociales son derechos humanos), se encuentra la idea de que son siempre con otros, a diferencia de los privilegios, que son a pesar de otros o, incluso, contra otros. Si un interés perjudica a las mayorías, entonces se trata de un privilegio.
Cuando los actuales autodenominados libertarios gritan libertad, en realidad, están defendiendo la ausencia del Estado en la regulación de los mercados cuando esas restricciones benefician a los más pobres. Es decir, la libertad para los neoliberales no es otra cosa que la defensa de una enorme brecha que produce desigualdad, pero también será la intervención del Estado cuando beneficia a unos pocos ricos. Las privatizaciones de las empresas públicas, los subsidios a las industrias y la abultada cantidad de dinero otorgado en pauta publicitaria oficial a medios hegemónicos no son políticas que reciban la queja de los neoliberales, pese a que implican la intervención del Estado. La intervención que les molesta es la que garantiza derechos a las mayorías.
Por eso, resulta sorprendente que personas perjudicadas por la desigualdad defiendan un modelo que hará más ricos a los ricos y más pobres a los pobres.
Una sociedad más justa necesariamente implica una sociedad en la que se reconocen los derechos sociales y en la que el Estado realiza todos sus esfuerzos para garantizar salud, trabajo, educación, vivienda a la gran mayoría de sus habitantes. Como garantizar derechos cuesta dinero, el Estado se encuentra obligado a procurarse recursos de los sectores más beneficiados en la distribución del ingreso.
Según Unicef, mueren en el mundo cerca de 2.800.000 niñxs al año por causas relacionadas con la desnutrición. Sin embargo, es tiempo de dejar de hablar de la pobreza para comenzar a hablar de la riqueza y de las formas injustas en que, en nombre de una supuesta libertad, se distribuyen los bienes. Por eso, hablar de derechos sociales no solo implica un Estado presente para garantizar su acceso a los sectores más vulnerables, sino que también importa un Estado presente en procurarse los recursos del costo de los derechos.
No debemos olvidar que cuando los neoliberales mencionan la palabra libertad, no les preocupa el excesivo uso de la prisión, máximo dispositivo moderno de restricción de la libertad. De hecho, avalan la sobreutilización de la prisión y de las lógicas punitivas para el mismo sector social al cual tampoco están dispuestos a reconocerle derechos sociales. Quizás haya que pensar entonces en que la mano dura no es otra cosa que una forma de disciplinamiento y gobierno de aquellos sectores a los cuales no les llegarán los derechos sociales. Quizás la libertad, en las propuestas de los libertarios, no es otra cosa que una jaula sin igualdad y, por supuesto, sin libertad, por lo menos para una porción enorme de la sociedad.
Mano dura y mano invisible, las dos caras de la moneda neoliberal.
*Por Lucas Crisafulli para La tinta / Imagen de portada: A/D.