Paraguay: silencioso etnocidio del pueblo guaraní
En plena pandemia, las grandes empresas paraguayas multiplicaron sus ganancias con el agronegocio, mientras los pueblos originarios son desplazados por la fuerza.
Por Bernardo Coronel para Rebelión
Los pueblos de la nación guaraní están sufriendo un lento y sostenido etnocidio en Paraguay, como consecuencia de la agresiva invasión de sus territorios por el agronegocio.
Desde la introducción del modelo agroexportador, desde fines del siglo pasado, los indígenas y campesinos fueron perdiendo centenares de miles de hectáreas de tierras por la vía de desalojos ordenados por la justicia. Las expulsiones se hacen a través de esquemas montados desde el poder, fraguando títulos, en el que están comprometidos políticos, fiscales y jueces.
Millones de hectáreas que antiguamente pertenecían a los indígenas hoy están en manos del capital multinacional. Durante la pandemia, los desalojos aumentaron drásticamente y de la manera violenta. La Fiscalía, al mando de batallones de policías y militares, dirige los operativos. No son simples desalojos: los policías se encargan de destruir y quemar templos y lugares sagrados, dejando solo cenizas. Comunidades enteras van desapareciendo para ser suplantadas por sojales. De los milenarios pueblos guaraní, no quedan ni siquiera vestigios, solo indígenas desahuciados que deambulan por los centros urbanos mendigando monedas.
La Constitución paraguaya es una de las más progresistas de Latinoamérica. Reconoce la existencia de los pueblos indígenas como formaciones anteriores a la creación del Estado paraguayo, pero, así como es la más avanzada, es la que menos se cumple.
Según el abogado Juan León, experto en tierras rurales, existen 800 órdenes de desalojo en el Poder Judicial y, en la medida que se activen, significarán mayores desplazamientos del pueblo guaraní.
A pesar de que la pandemia impactó con dureza la economía local, acrecentando el desempleo y la pobreza, el agronegocio se vio favorecido por el aumento de la demanda de alimentos a nivel mundial. El agronegocio está llegando a una gigantesca exportación y ubica a este pequeño país en el cuarto mayor exportador de soja del mundo, podio disputado con gigantes como Estados Unidos, Brasil y Argentina. La venta del grano llegó a 36 por ciento más que el año pasado y, según el Instituto Nacional de Estadística (INE), en el mismo periodo, la pobreza, amplificada por la pandemia, creció 3,4 por ciento.
La realidad es perversamente trágica: mientras aumenta la comercialización de soja, aumentan los indígenas expulsados de sus tierras. Sube la venta de soja y sube la pobreza. La realidad es evidente, la soja es abonada con la miseria de los pobres.
*Por Bernardo Coronel para Rebelión / Foto de portada: Zuka Malki