Los derechos humanos como conquistas precarias
Cada 10 de diciembre desde 1948, se celebra un nuevo día internacional de los derechos humanos, desde que la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos en París. Documento que marcó un hito importante a nivel mundial: el principio de soberanía no justifica a los Estados hacer lo que les plazca con sus habitantes, existen límites marcados por la dignidad humana. Vale preguntarnos hoy: ¿tienen sentido los derechos humanos cuando la hegemonía impone el maltrato, la violencia y la crueldad como forma de interacción virtual/social?
¿Qué son los derechos humanos? ¿Qué acciones son necesarias emprender en un mundo cada vez más desigual? ¿Qué discursos articular cuando la narrativa hegemónica construye como delincuentes a quienes protestan por evitar el arrebato de derechos? ¿Qué estrategias políticas articular frente a una democracia neoliberal que se proclamó vencedora con su “fin de la historia”? ¿Tienen sentido los derechos humanos cuando la hegemonía impone el maltrato, la violencia y la crueldad como forma de interacción virtual/social?
En los últimos dos años, el 1% más rico acumuló casi el doble de riqueza que el 99% restante de la población mundial. En Latinoamérica, el 50% más pobre de la población se lleva el 10% de los ingresos, mientras el 10% más rico recibe el 55%. El 50% más pobre de América Latina vive solo con el 1% de los ingresos. Según Unicef, mueren 2,8 millones de niños y niñas al año por desnutrición. Según la Organización Internacional del Trabajo, el 53% del empleo en América Latina es informal.
Los contextos adversos nos obligan a reflexionar sobre lo recorrido, pero también a cultivar la esperanza, como propone Paulo Freire. Aunque las palabras «esperanza» y «esperar» comparten un origen común, su evolución histórica presenta diferencias. Esperar implica quedarse pasivamente a la espera de que algo ocurra. Esta espera puede generar desesperanza, ya que, frente a un futuro incierto en el que no participamos, la resignación se vuelve un sentimiento común. En cambio, la esperanza conlleva una participación activa, que nos impulsa a abandonar la pasividad y tomar parte en la historia. El presente nos exige acción y la acción requiere nuevas narrativas que renueven las viejas estrategias, con sus limitaciones, pero que, al mismo tiempo, enfrenten los discursos actuales que nos conducen hacia la inexorabilidad del sufrimiento. Como decía Paulo Freire: “Sin un mínimo de esperanza, no podemos ni siquiera comenzar el embate”.
Los derechos humanos no nacen de zapallos, se conquistan en luchas sociales, muchas de las cuales fueron escritas con la sangre de quienes padecieron su violación. No se tiene derechos humanos por el mero hecho de nacer persona, sino que se tiene derechos humanos porque, en el pasado, hubo otras personas que no tuvieron derechos y pelearon para conquistarlos.
El proceso civilizatorio no implica una línea de tiempo ascendente hacia mayores derechos o menores niveles de violencia. Aquellos derechos que hoy se gozan puede que mañana ya no estén, porque cada conquista es siempre precaria. Los derechos humanos implican siempre un proceso histórico inacabado; no solo porque se pueden perder derechos, sino también porque se pueden conquistar nuevos o ampliar el contenido de los ya reconocidos.
¿Hay goce efectivo de los derechos humanos?
Descifrar los derechos humanos dentro de un proceso histórico de conquista nos permite comprender también las responsabilidades éticas que les están ligadas. Los derechos humanos pueden ser entendidos como un legado de generaciones pasadas, lo que conlleva el compromiso de cuidarlos y ampliarlos. El goce efectivo de los derechos humanos sigue siempre un movimiento pendular. Hay momentos políticos propicios para ampliar el catálogo de derechos y para profundizar los ya reconocidos; sin embargo, hay otros momentos históricos de resistencia, en los cuales la tarea más urgente es protegerlos.
Los derechos humanos no descansan sobre las sólidas bases de la civilización moderna, sino sobre las movedizas arenas de la política y la economía, donde los poderes fácticos están siempre al acecho para aumentar sus privilegios, que siempre van en contra de los derechos. Estos, en cambio, tienen la capacidad de ser «con otros», con la finalidad de socavar precisamente esos privilegios. Si los derechos promueven la igualdad, los privilegios no solo producen desigualdades, sino que también las perpetúan.
La dimensión histórica de los derechos humanos permite impulsar una manera de transmisión del pasado no como mera invocación vacía de un recuerdo, sino con la potencia de inspirar nuevas luchas. Los derechos humanos no solo deben interpretar el mundo, sino que deben transformarlo. Si la discusión en el pasado fue por el reconocimiento jurídico de los derechos humanos, la tarea urgente del siglo XXI es la lucha para que aquellos derechos consagrados en tratados, convenciones y leyes sean efectivizados.
Comprender los derechos humanos como conquistas precarias implica también descifrar el acervo inmaterial y común que representan, así como las responsabilidades inherentes a su alrededor. En este sentido, Hannah Arendt (2020) distingue entre culpabilidad, que es siempre individual y opera por lo que las personas hicieron, y responsabilidad, que es colectiva y se refiere a lo que las personas no hicieron o dejaron de hacer.
Arendt plantea que existen dos condiciones para que opere la responsabilidad colectiva: “Primera, debo ser considerada responsable por algo que no he hecho y, segunda, la razón de mi responsabilidad ha de radicar en mi pertenencia a un grupo (un colectivo) que ningún acto voluntario mío puede disolver”. Nadie es responsable en términos personales, sino por las acciones que efectivamente realizó. La culpabilidad, de carácter jurídico y moral, solo opera por las acciones propias, no por las acciones de la comunidad. Sin embargo, la responsabilidad colectiva, a la que Arendt también llama indirecta, opera por cosas que no hemos realizado y de la que somos inocentes, “es el precio que pagamos por el hecho de que no vivimos nuestra vida en solitario, sino entre nuestros semejantes, y de que la facultad de actuar, que es al fin y al cabo la facultad política por excelencia, únicamente puede hacerse realidad en alguna de las muy diversas formas de comunidad humana”.
La persona es un animal social que solo puede vivir en comunidad. El precio de la vida común es la participación en la vida política para evitar acciones que dañan a la propia comunidad. La no participación frente al dolor de los demás engendra responsabilidad colectiva. Por eso, el concepto de conquistas precarias nos permite conectar los derechos humanos con la idea de responsabilidad colectiva. Somos responsables colectivamente de lo que no hacemos para evitar el sufrimiento.
Hay un viejo texto de Osvaldo Bayer que resume muy bien la idea de derechos humanos. Dice Bayer: “Vivo desde 1933 en Belgrano. La primera vez que he visto dormir chicos en las veredas y en los umbrales es ahora. Ni siquiera se ponen un diario debajo. A veces duermen durante todo el día. Tal vez han llegado hasta aquí huyendo del gatillo fácil. Todos tienen el hermoso color de la tierra y ojos grandes. Salgo a caminar temprano. Diviso una mujer más bien pequeña. Sale de la panadería. Lleva paquetitos envueltos en papel de estraza. Despierta uno a uno a los chicos de la calle dormidos y le da un paquetito. Los chicos se despiertan, abren los envoltorios: son medialunas. Se ponen a comer sin dar las gracias ni saludar.
Me da curiosidad y le pregunto a la mujer:
―¿Por qué les da medialunas y no pan, que es más barato? ―le digo.
―Para que ellos vayan aprendiendo que también tienen el derecho a gozar de otras cosas ―me dice, dura, como si yo fuera un entrometido”.
Pues eso (también) son los derechos humanos, medialunas, no solo bienes para satisfacer necesidades elementales para subsistir, sino también todo aquello que nos dignifica como personas.
Cuando Adolf Eichmann declaró en el juicio que se le seguía en Jerusalén por los crímenes cometidos por la Alemania nazi, afirmó: “No perseguí a los judíos con avidez ni placer (…) Acuso a los gobernantes de haber abusado de mi obediencia”. Parece que, en más de una ocasión, la obediencia ha sido utilizada como herramienta para perpetrar el horror. La acción colectiva a la que nos llaman los derechos humanos permite comprenderlos como un medio para resistir la obediencia o, cuando menos, para discernir cuándo es necesario desobedecer y evitar transformarse en un instrumento del poder al servicio del sufrimiento ajeno. Quizás allí radique la potencialidad y el desafío de los derechos humanos para el siglo XXI.
*Por Lucas Crisafulli para La tinta / Imagen de portada: A/D.