Los 12 castigos | Hannah Arendt, la criminóloga
¿Por qué desempolvar del baúl de los recuerdos lo que doce criminólogxs propusieron para tratar el delito? Algunxs nos ayudan a pensar problemas actuales vinculados al crimen y su control, a repensar soluciones y alternativas a la violencia estatal como respuesta a la violencia social. Otrxs nos enseñan todo lo que no debemos hacer. En esta entrega, una filósofa a la que jamás se pensó en el mundo de la criminología, pero que nos es útil para pensar las causas del delito.
En el campo de la criminología existe una vieja y al mismo tiempo, actual disputa entre el positivismo criminológico y la criminología crítica. El paradigma positivista continúa preguntando por qué una persona comete delitos, mientras que la criminología crítica estudia los órganos de control social, en especial, el sistema penal. Sin embargo, hay una pregunta que sin duda debería formar parte de la criminología crítica aunque se esté preguntando por las causas: ¿por qué el sistema penal comete delitos? Es decir, ¿por qué personas que conforman el sistema penal cometen delitos en el ejercicio de sus funciones y como parte de los mecanismos burocráticos? No nos referimos a los casos de corrupción de algún funcionario policial o judicial, sino por qué funcionarios judiciales, políticos y policiales realizan rutinariamente su trabajo aunque el resultado final del mismo puede ser la comisión de delitos, incluso, alguno de ellos, muy graves. Para intentar una respuesta, el pensamiento de Hannah Arendt es de vital importancia.
¿Qué sucede cuando los delitos son perpetrados por sistemas penales desbordados en su función punitiva, sin límites racionales? Nos atormenta el interrogante de cómo es posible que como especie nos dañemos tan cruelmente unos a otros. Esta pregunta se complejiza cuando pensamos aquellos procesos de violación sistemática a los derechos humanos.
Por un lado, se torna crucial definir el mal, construir una categoría que nos permita nominar un tipo de mal particular. En segundo lugar, urge buscar una explicación de cómo es y fue ello posible ¿Por qué una persona tortura a otra cumpliendo una orden de un superior? ¿Por qué alguien ordenaría torturan a otra persona? ¿Cómo explicar la decisión de organizar personas para que aborden un tren y sean luego asesinadas en masa? ¿Cómo es posible que personas piensen que eso puede constituir un trabajo? ¿Cómo hace una persona que ordena el exterminio de un gran número de congéneres y luego se sienta a la mesa a comer con su familia y hasta puede llegar a ser un buen padre? Silvia Bleichmar reflexiona que el jefe de un campo de concentración nazi podía sentir culpa por no pasar el día de navidad con sus hijos, pero no tenía problemas en ser parte del asesinato de doscientos niños.
Para responder a los dos interrogantes utilizaremos dos categorías construidas por la filósofa Hannah Arendt: el mal radical y la banalidad del mal.
Radicalidad del mal
En su libro Los Orígenes del Totalitarismo, Arendt plantea el concepto de mal radical vinculado a las prácticas desubjetivantes instauradas por el régimen nazi. Este mal, relacionado no solo con la muerte sistemática de un conjunto de personas sino también la intención de aniquilar a toda una etnia, de hacerla desaparecer de la faz de la tierra se encuentra muy vinculado con las prácticas de la última dictadura cívico militar en nuestro país. No es casual que el nazismo construyera campos de concentración y la dictadura centros clandestinos de detención. Todas estas prácticas comparten el componente desubjetivizante que implica esta forma de mal.
Se trata de un mal diferente al mal que conocíamos porque además es un mal sistemático profundamente organizado y pensado. No es obra individual de un puñado de sádicos. Utiliza todos los recursos del Estado para llevarse a cabo y jamás participa una sola persona, sino un conjunto, por lo general bastante grande, de seres humanos que dan su sapiencia y su cuerpo al servicio de este mal radical. Al respecto Arendt dijo: “Podemos decir que el mal radical ha emergido en relación con un sistema en el que todos los hombres se han tornado igualmente superfluos.”
En los años 80, el filósofo del derecho argentino Carlos Nino, escribió el libro “Juicio al Mal Absoluto” para referirse a los crímenes cometidos por la última dictadura cívico militar. Nino cambió la palabra “radical” de Arendt por “absoluto”, ya que cuando escribió el libro era asesor del presidente radical Raúl Alfonsín, pero se refería al mismo concepto.
La Banalidad del mal
El segundo interrogante indaga sobre cómo fue posible el mal radical. ¿Por qué personas que no eran monstruos pudieron cometer actos aberrantes?
Cuando finalizó la segunda guerra mundial, las potencias victoriosas juzgaron a muchos jerarcas nazis por los crímenes cometidos en el famoso juicio de Nuremberg. Es un caso bastante particular, porque se lo juzgó con una ley que no se encontraba vigente en Alemania al momento de cometerse las atrocidades y por un tribunal creado para la ocasión.
Algunos jerarcas nazis lograron escapar, entre otros, Adolf Eichmann, un teniente coronel de las SS que tenía como función la logística de llevar la mayor cantidad de personas a los campos de concentración para asesinarlas. Su función estaba orientada hacia la eficiencia: ¿Cómo matar la mayor cantidad de personas en el menor tiempo y al menor costo posible? Eichmann no dio la orden de matar, o no la dio directamente, ya que en el sistema totalitario del Tercer Reich esas órdenes eran solo dadas por quien estaba a la cabeza del Estado, es decir, el Führer. Eichmann cumplió un trabajo, una orden. Fue un ser obediente.
Eichmann logró escapar de Alemania y, con un pasaporte falso con el nombre de Ricardo Klement, logró emigrar a Argentina en 1950. Vivió en Capital Federal y en Tucumán trabajando como técnico en distintas fábricas. Su verdadera identidad fue descubierta por el judío Lothar Hermann, quien había huido de Alemania en 1938 escapando de los horrores del nazismo.
Cuando el servicio secreto israelí tuvo conocimiento que Eichmann se encontraba viviendo con otra identidad en Argentina, en vez de iniciar los trámites diplomáticos para solicitar la extradición montó un operativo secreto para trasladar a Eichmann a Israel. El 20 de mayo de 1960, el Mossad logró sacar a Eichmann del país drogado, disfrazado de mecánico y lo condujo hasta Jerusalén para ser juzgado.
Hannah Arendt fue enviada en 1961 por la revista norteamericana The New Yorker como corresponsal especial para cubrir el famoso juicio a Eichmann.
Arendt no cae en el facilismo de la prensa de entonces de describir a Eichmann como un monstruo, un ser horrible que sentía placer al infligir dolor a otra persona o un psicópata. Arendt realiza una descripción mucho más compleja del personaje. Primero que nada, manifiesta que es una persona normal, capaz de disfrutar el arte, buen vecino y ciudadano, buen esposo y buen padre. Para Arendt, Eichmann es un simple burócrata de medianas luces, con ambiciones sociales y el mismo deseo de hacer dinero que cualquiera puede manifestar. No era un perverso, ni un psicópata ni un monstruo ni una fiera con impulsos primarios violentos como animal.
¿Por qué entonces hizo lo que hizo? Hannah Arendt plantea que Eichmann quería ascender en la carrera dentro del partido Nazi, y la forma de hacerlo era ser eficiente y bueno con su trabajo. Eichmann cumplía órdenes. ¿Entonces significa que no es responsable? Eichmann es responsable jurídica y moralmente por los crímenes que cometió, pero no es un monstruo sino un ciudadano común.
Hay una escena de la famosa película I como Ícaro que narra muy bien la tesis de Arendt, basada en el experimento Milgram: una persona se somete voluntariamente a un experimento que consiste en aplicar pequeñas cantidades de voltaje a otra persona cuando esta responde mal una pregunta. Lo cierto es que la supuesta víctima de la corriente eléctrica es también parte del staff de científicos, aunque quien aplica los voltajes no lo sepa, ya que se lo engaña diciendo que está allí para realizar un experimento sobre la memoria. La gran mayoría de personas decide participar aplicando electricidad a otra persona, la que va aumentando a medida que avanza el experimento. Incluso escuchando los gritos de dolor –que son falsos pero la otra persona no lo sabe– no deja de aplicar corriente eléctrica cuando es pedida por los científicos, quienes representan la autoridad.
El propio Stanley Milgram decía: “La extrema buena voluntad de los adultos de aceptar casi cualquier requerimiento ordenado por la autoridad constituye el principal descubrimiento del estudio.”
Eichmann, al igual que los participantes del experimento, ejerció un mal banal, es decir, trivial, irreflexivo. Ni siquiera era un antisemita fanático. La filósofa retrató a Eichmann como un burgués solitario cuya vida estaba desprovista del sentido de la trascendencia, y cuya tendencia a refugiarse en las ideologías lo llevó a preferir la ideología nacionalsocialista y a aplicarla hasta el final, incluso con extrema crueldad.
Eichmann no es menos responsable por haber cumplido órdenes, pero su irreflexibilidad explica bastante bien por qué hizo lo que hizo. Según Arendt, a lo largo de la historia los menos inclinados al pensamiento fueron generalmente los más dispuestos a obedecer. No se trata de personas estúpidas o carentes de inteligencia. Muchos de quienes participaron de la crueldad fueron personas muy cultas e inteligentes. Dice Arendt: “Ausencia de pensamiento no quiere decir estupidez; puede encontrarse en personas muy inteligentes, y no proviene de un mal corazón; probablemente sea a la inversa, que la maldad puede ser causada por la ausencia de pensamiento.”
Si el objetivo de un sistema social es apenas cumplir determinadas órdenes y objetivos en los que no participa la comunidad en su definición, el riesgo de la proliferación de Eichmann es alta, pues Eichmann, en el Tercer Reich, era un buen ciudadano cumplidor de las metas sociales.
La tesis de Arendt continúa siendo polémica, pero presenta una particularidad que nos interpela: cualquier persona, en determinadas circunstancias y bajo un contexto particular, puede transformarse en Adolf Eichmann, porque no existe un hiato que nos separe ni biológica ni psicológicamente de este personaje. Dice Arendt
“El problema con Eichmann fue precisamente que muchos fueron como él, y que la mayoría no eran ni pervertidos, ni sádicos, sino que eran y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales”
La potencia de la teoría de la banalidad del mal para explicar por qué personas se aprestan a formar parte de la maquinaria del mal se encuentra precisamente en los muchos Eichmann que se esconden detrás de la normalidad de un escritorio y que la obediencia es mucho más peligrosa para perpetrar el mal absoluto que la resistencia.
Entonces, ¿cómo evitar el mal radical? Por supuesto que la autora no presenta una solución mágica ni una serie de consejos o tips para evitar que el mal radical vuelva a suceder, pero plantea que el camino para evitar la banalidad es la reflexión y el pensamiento. El pensamiento crítico en la vida pública y privada no alcanza para construir definiciones universales de bien o mal. Ni siquiera evita el mal, aunque es una importante arma para evitar que el mal se produzca de una manera banal e irreflexiva.
Si cualquier puede en determinadas circunstancias transformarnos en Eichmann y ejercer un mal trivial, banal, el único antídoto que tenemos es el ejercicio del pensamiento, que no es otra cosa que la reflexión crítica o diálogo intersubjetivo que nos permita poner en cuestión, junto a otros, nuestras propias prácticas. No nos asegura obrar bien, pero por lo menos no ser un instrumento irreflexivo del mal radical.
Por ejemplo, los juicios por delitos de lesa humanidad son un recurso importante de reflexión colectiva cuando estos se difunden y permiten la participación de la sociedad para evitar que el mal radical vuelva a suceder en Argentina. Sin embargo, no estamos exentos de que la historia se repita. Quizás el mal radical no regrese vestido con uniforme militar, cruz esvástica o mediante golpes de Estado. Esas formas ya las conocemos y tenemos entrenado el ojo para repudiarlas y resistirlas. Pero nada obsta a que la radicalidad del mal se nos presente de otra manera. Solo la reflexión sobre lo que implica la crueldad, el diálogo intersubjetivo y el pensamiento crítico nos pueden brindar claves para evitar que este mal, que considera superfluo a un gran número de personas, regrese.
Coda
Hay un diálogo fundamental para comprender esta causal del mal en la película I como Ícaro, de Henri Verneuil. Cuando el fiscal le pregunta cómo logra hacerse obedecer un tirano, el científico social le responde:
Dividiendo las responsabilidades. Un tirano necesita de un Estado tiránico así que recluta a un millón de funcionarios tiranos que tendrá cada uno una tarea banal que ejecutar. Y cada uno ejecutará la tarea con eficacia y sin remordimientos. Y ninguno se da cuenta que son la millonésima parte del acto final. Los que arrestan a las víctimas solo las arrestan. Los que la llevan a su destino final solo cumplen con su deber de conducir el tren. El carcelero sólo cumple su función de abrir y cerrar las puertas de la prisión. Los individuos más crueles se usan al final. Así la obediencia es fácil y cómoda para todos.
El mal jamás se presenta como tal. Como dice Zygmunt Bauman, “qué seguro y cómodo, acogedor y amistoso parecería el mundo si los monstruos y solo los monstruos perpetraran actos monstruosos.”
El mal radical puede ser ejercido por personas grises, “normales” y obedientes a un sistema que fija metas crueles que deben cumplirse con eficiencia y eficacia. El mal tendrá otras caras y siempre actuará bajo el lema de un supuesto bien. No deberíamos descartar, incluso, que el mal se nos presente ahora bajo la forma de libertad.
*Por Lucas Crisafulli para La tinta / Imagen de portada: The Hannah Arendt Center for politics and humanities at Bard College.