#ColumnaTrava: Amar y temer partir
Quienes alquilamos tenemos la costumbre instalada de poner las cosas en cajas, despedirnos del que fue nuestro hogar y llegar a otro, con comodidades o incomodidades extra. A veces sucede por accidente, otras por deseo. Pero, ¿qué pasa cuando mudarnos implica dejar el territorio que habitamos? Un intento sobre elaborar duelos con otrxs e imaginar nuevas posibilidades.
Por Vir del Mar para La tinta
Intentar poner una vida en cajas para moverse de ciudad es una tarea difícil. No es solo la tarea mecánica de tomar objetos, devolver los prestados, descartar los inútiles luego de dedicarle un pensamiento, tomar los útiles o presuntamente imprescindibles, clasificarlos entre frágiles o resistentes para prestar más atención al guardado de los primeros, cerrar la caja y rotularla con algunas palabras guía: libros, cocina, amores. Cada objeto que se guarda, en principio, detiene su acción, interrumpe el flujo cotidiano. De repente, eso que necesitás está esperando a que la otra vida comience. Pero, ¿cómo decidir qué guardar cuando todo lo que agarro me parece imprescindible? Cada cosa sostiene un recuerdo, un momento, una persona que va a quedar en el lugar que dejás. Eso es inclasificable y tener que guardar todo entre cartones pareciera injusto, al mismo tiempo que te empuja a aceptarlo: esto está sucediendo.
Un flete de sueños o pesadillas
La primera vez que me mudé de ciudad, me movió únicamente el deseo. Desde chica, la idea de salir del pueblo y vivir en Córdoba era una promesa identitaria y romántica: acá podría besar, enamorarme, bailar, vestirme de otra forma, estudiar y crecer. Sí, ya sé, son sueños que podrían tildarse de banales y enlatados, pero vivir en un lugar que te aprisiona no es fácil y yo armé mi fuga buscando el final del arcoíris. No encontré un duende con monedas de oro, pero sí pasó un poco de todo eso que soñaba y más. Empezar un movimiento como salvataje es muy común, casi un instinto de supervivencia.
Mudarse por necesidad también puede tener una contracara: la de volver a un escenario hostil, a un lugar que nos causa miedo, nostalgia excesiva, frustración o dolor. O todo eso junto. En épocas de crisis económica y desestabilización social, el bolsillo demanda algunas acciones que podemos no desear, pero que también suscriben a esa supervivencia. Para muchxs, volver a la casa mapaterna o convivir con personas desconocidas puede significar un calvario obligado que no se ajusta necesariamente a las fantasías de futuro.
A diferencia de esa primera mudanza, ahora para mí las cosas son distintas. Sí, también me mudo movida por el deseo y el entusiasmo, también estoy llena de fantasías, quizás más laborales y de conocimiento, y menos amorosas. Pero ahora estoy dejando un lugar del que no quiero huir, un lugar que está lleno de personas que amo, en el que soy parte de proyectos vitales, un lugar en el que cumplí mi promesa más grande conmigo misma, parafraseando a la Agrado: ser mi yo más auténtica.
El dolor no entra en una caja
Pasé las últimas semanas agarrando cajas y soltándolas, sin poder con la idea de guardarlo todo, de estacionar las cosas y vivir los días como si nada, fingiendo que estoy acá, me resistí. Decidí no embalar nada, no detener ninguna acción cotidiana, no pensar en despedidas ni en últimas veces, ni nada de eso. Decidí no asumir aún la extranjería en el nuevo lugar ni en el viejo, no estar en ese limbo de la geografía emocional. Solté las cajas como si dejara ahí el dolor, por un momento, como si eso evitara la tristeza, la angustia. La mía y la de lxs demás.
Porque, claro, amigxs y amores también tienen el corazón roto y estar ahí cuando estás a punto de irte, estar para construir un duelo juntxs mientras gestionás lo que te pasa individualmente con el movimiento, es difícil; tremendo, diría. Una, de repente, es un terremoto que desestabiliza lo que estaba ahí de un modo más o menos constante, más o menos lejos, pero a un trole de distancia, con más o menos conflictos, pero a un café de conversarlo. Entonces el temblor se multiplica, los vasos se golpean entre sí, cae polvo desde las paredes, aúllan los perros de la cuadra y no sabemos cuál es el marco de puerta más seguro para refugiarse.
No quiero decir que yo lo hice ni que lo estoy haciendo bien, seguramente el ajetreo con el dolor continúe. Por lo pronto, la forma que encontré para habitar este momento es pensar que las cosas no son para siempre y que, como aprendí hace algunos años, las mutaciones pueden abrazarse y ser luminosas. Asumir la extranjería, en una ciudad o en un cuerpo, es asumir también la posibilidad del asombro, de que el movimiento trae nuevas preguntas y, sobre todo, nuevas formas.
Hoy, a medida que puedo poner en palabras el dolor, entiendo que yo no estoy “dejando atrás” esta ciudad ni esta historia, ni todo el amor que he sentido y siento por las personas: desde mis amigxs y mis amores, hasta quienes tienen algo escrito por mí en alguno de sus estantes. Puedo ver que el dolor de mudar de ciudad es también una gran certeza; Córdoba no es un lugar del que huyo, es un refugio hermoso para volver y en el que sé hay abrazos esperando mi regreso, regreso que yo también abrazo y espero, y para el que trafico fantasías. Porque como dice la “Canción de las simples cosas”, uno siempre vuelve a los viejos sitios donde amó la vida.
*Por Vir del Mar para La tinta / Imagen de portada: Diana Segado para La tinta