El bar, un lugar de encuentro que resiste
Sobre la calle Italia, en Realicó, un pueblo al norte de La Pampa, está el Bar Rezza. En una época donde los modos de encontrarse están en transición, este lugar resiste para quienes quieran habitarlo. La colección de objetos expuestos, el olor a 52 años de actividad y el sonido de las cartas en la mesa son el paisaje de este «boliche de amigos». ¿De qué nos habla la cultura del bar? ¿Cómo y para qué sobreponernos a la nostalgia y apropiarnos de los lugares de encuentro?
Por Anabella Antonelli para La tinta
Desde que era muy piba, después de cada almuerzo, mi papá decía tres palabras: “Voy al bar”. Así como suceden los rituales que naturalizamos, durante años, no me pregunté qué hacían en el Bar Rezza, pero fui entendiendo que era una expansión de la intimidad cotidiana de mi viejo, que esas otras paredes y personas también eran su hogar. Si necesitaba algo de él entre las 14 y las 15 horas, lo llamaba por teléfono al bar o, muy circunstancialmente, iba hasta allá y gritaba desde afuera para que salga. No recuerdo que me hayan dicho que no entre, era de esos entendimientos tácitos, sin explicaciones ni argumentos.
Cuando me fui del pueblo, y a medida que las visitas se espaciaron, todo se fue haciendo más ajeno. Con esa mirada de extranjera, una mañana, pasé frente al bar. Nunca se me había ocurrido entrar. Solo una mesa estaba ocupada por unos pocos muchachos que jugaban a las cartas. Me fascinó el lugar, pero los años de prohibición implícita resultaron en miradas furtivas a los objetos que pueblan las paredes y en unas muy pocas palabras hacia Oscar, el dueño del bar que lleva su apellido.
Con los años, mi padre dejó de ir, “no llegamos a la mesa para el truco”, me dijo como única explicación. Sus amigos se mudaban, morían o cambiaban de hábitos. El bar era la gente, no el café ni el truco, ni el lugar. Me apenó sentir que la hiperproductividad y las vidas cada vez más privadas devorarían, tal vez para siempre, esa experiencia de dejarse estar con otros, de ver el tiempo correr, de un transcurrir de pucho, café, vinito y cartas entre gente que apenas se conoce y comparte un encuentro cotidiano.
El verano en la llanura pampeana pega fuerte. A media mañana, en la única mesa ocupada, dos hombres conversan y fuman. Oscar no está, así que lo espero en un rincón mirando las paredes atiborradas de objetos diversos. “Los muchachos no están acostumbrados a ver mujeres acá”, me dijo cuando hicimos el tour por el local. El lugar me alucinó: a la derecha, un mural de un bosque entre verdes y amarillos dibuja toda una pared, una casita de hornero y un sillón blanco enmarcan el paisaje. Al lado de la estufa hogar, acompañada con fotografías, pinturas, armas en desuso y almanaques de distintos tiempos, se abre una puerta que da a una sala con fotografías, trofeos y camisetas del rojinegro Club Sportivo Realicó, el de sus amores. En el centro, una ruleta se usa ahora como mesa, “juguetes de otros tiempos”, me dice riendo.
—¿Cuál es tu objeto favorito?
—El calendario que traje del boliche de mi papá y la foto de la cervecería Quilmes que es auténtica, estaba en el boliche de mi papá también, tendrá 80 o 90 años.
El bar tiene dos inmensos ventanales, pero, adentro, la luz es tenue. Los vidrios están tapados por cortinas de 16 mil anillas de latitas de bebidas, presume Oscar.
—¿Y cuál es el objeto que más te gusta a vos?
—La maquinita de Star Wars… y el mural -respondo.
—A ese, lo puse yo unos diez años después de abrir, debe tener como 40 años.
Un año después de la fundación del pueblo, en 1907, el papá de Oscar abrió su boliche. A los 19 años, comenzó a trabajar ahí hasta que pudo abrir su propio bar. «Para mí, es un pasatiempo, yo me levanto a la mañana y ya tengo ganas de venirme, es como un vicio, ahora vengo más tarde porque no tengo gente, si no, vengo antes, me gusta -dice Oscar-. Al Bar Rezza lo conoce todo el mundo, en este local, yo empecé cuando había cuatro mil habitantes en el pueblo, la mitad de ahora. Había 14 boliches en ese tiempo y todos trabajábamos. Ahora, debe haber cinco a lo mejor y más chiquitos”.
No puedo evitar algo parecido a una sensación de nostalgia por lo perdido, por encuentros menos distantes, por un impulso a resistir las vidas cada vez más individuales. “Siento que estamos caminando en línea recta en las redes sociales, sin la posibilidad de completar el círculo de la experiencia”, escribió Martina en el boletín quincenal Voy al bar, pensando en las transformaciones del tiempo, los recorridos, los vínculos. Ella integra el proyecto Bar de Viejes, que busca visibilizar, nombrar y dar valor a esos lugares que, aunque se conjugan de manera diferente en cada territorio, comparten una identidad, una idiosincrasia y una dinámica asociada a una historia en común, a un espíritu y una lógica de pertenencia. “El proyecto tiene que ver con rescatar, activar y pensar estos espacios”, dice Martina.
“La gente deja de venir al bar porque cambiaron las costumbres con el paso del tiempo. Se va perdiendo, cada día desaparece una persona y no hay reposición, no hay otro que venga. Se va uno, desaparece o se va a otro pueblo, y ya queda uno menos y, después, otro menos, y así. La juventud ahora no viene más a los boliches, a los bares, están con la compu, con el teléfono. Antes, había cine y salían de ahí y se venían, o, si no, venían a jugar acá”, reflexiona Oscar. “¿Los bares mueren cuando muere la gente que iba? ¿Es posible apropiarse de estos espacios que son parte también de la historia colectiva?”, se pregunta Bar de Viejes.
Después de seis años de trabajar con su padre, Oscar quiso tener su propio bar. “Se vendía este local, me gustaba la idea de venir acá, pero no tenía la plata. Así que un tío me prestó. Al principio, la gente se puso reacia para venir porque pensaba que se vendrían los de allá, porque, antes, al bar de papá, iban, más vale, los bolseros y, acá, venían los jefes de estación, gerentes de bancos, los dueños de una tienda, de la estación de servicio y los empleados de ellos, entonces era otra gente. No quiere decir que estos eran más buenos, no, era distinto nomás. Empezaron a venir y, de café nomás, vendía unos 70 al mediodía y 50 a la noche. Al año, había pagado ya el local”, narra Oscar.
El mundo es un algoritmo que nos arrincona con gente que piensa y siente parecido. No hay margen para les otres, cada vez más amenazantes. El odio es la emoción de la época. El arrase de los espacios de encuentro corporales diversos, abiertos, amplios, no es ajeno a estas dinámicas. “Se requiere mucho más esfuerzo psíquico y físico para deshumanizar a alguien en presencia que en ausencia. En las redes, el algoritmo magnifica la ficción de la omnipotencia; en el bar, la materialidad nos arroja su verdad irremediable: somos tan limitadxs como esa mesa de fórmica”, reza uno de los textos de Voy al bar.
En la mesa del bar, hay cuatro varones que ya se acostumbraron a mi presencia. Juegan a las cartas y hablan fuerte para que los escuche. Se ríen y dicen que posan para que pueda fotografiarlos. No los conozco a todos, salvo a uno que es de los comerciantes más importantes del pueblo. Adivino que los otros tienen vidas menos acomodadas. ¿Qué une a esas personas que están en el bar? Eso, estar ahí.
El desarrollo del capitalismo neoliberal que se traga los espacios de encuentro, la desintegración comunitaria y de las redes de cuidado, el desarrollo financiero de las grandes torres con vecindades despersonalizadas, la creación de espacios sociales homogéneos sin historia compartida, la salida individual en el refugio privado con consumos cada vez menos solidarios y sociales. En épocas donde los modos de encontrarnos están en transición, la resistencia está, quizás, en el gesto de decidir con qué quedarnos de eso que parece extinguirse y con qué no, con un doble movimiento de apropiación y transformación.
Algunos proyectos proponen habitar estos lugares con otras propuestas artístico-culturales, convocando un público diferente al habitual. ¿Cómo tensionan estas nuevas presencias a quienes frecuentan los espacios? “En el ciclo Bar Abierto, en Córdoba, fuimos al Bon Q Bon. Hay una resistencia, a veces, como primera reacción a hacer algo diferente, pero, después, se dan cuenta no solo del rédito económico que les genera, sino de lo lindo que es que ocurran esas cosas, que la gente se reúna, que se mezcle el público que ya existe con otro. Es un prejuicio obsoleto esto de que los lugares no quieren cambiar, si nosotros vamos a los bares, van a cambiar”, refiere Martina y señala que los procesos de transformación y los espacios de convivencia están llenos de conflictos, pero, si hay respeto y aceptación por el otro, no tendría por qué ser un problema que haya diferencias.
«El bar tiene que ver históricamente con esa expresión, más allá de que eran ocupados por personas, en general, varones heterosexuales, dentro de esa misma lógica comunitaria, había diferencia y se convive con esa diferencia. Es un espacio de discusión, no de anulación del otro. El lugar tiene esa memoria colectiva y posibilita ese espacio que me parece interesante, hoy, sobre todo, rescatar», explica Martina y agrega: «No es romantizar, estos espacios están ocupados por determinados sujetos y pueden ser ocupados también por otros sujetos, como las mujeres, por ejemplo, por qué no sería interesante pensar cómo nos apropiamos, cómo ocupamos esos espacios y cómo los transformamos y nos insertamos dentro de esa historia».
El boliche de amigos de la calle Italia es de propiedad de Oscar, pero el rol social que cumple es indiscutible. Como la fiesta patronal, como el club, como la colonia de vacaciones, estos espacios de encuentro comunitario tienen una función psíquica y emocional no solo para los individuos, sino para la sociedad. Mi papá no dejó de ir al bar hasta que no tuvo más mesa de truco. En el 2001, cuando la crisis se llevó puesta la familia, las tres palabras mágicas, “Voy al bar”, se repetían después de cada almuerzo.
“Esto es mi vida”, dice Oscar, a pesar de que dejó su tiempo en ese mostrador, a pesar de que, si volviera atrás, no lo elegiría, a pesar de que 52 años le parece demasiado. Desde su mostrador, se ve lindo todo lo construido y los muchachos aprecian que siga abriendo cada día. El Gringo, que estuvo a la mañana, vuelve a eso de las 19 para reanudar una partida, una charla o servirse otro vasito. Les muestro las fotos que tomé en la mañana. “¡Qué viejos nos vemos!”, me dicen.
“El café no es solo el café como producto. El café de especialidades y como producto en sí deja de lado aspectos que tiene que ver con estar anclados en el mundo, con compartir y tener una experiencia con un otro. El café no es solo el grano, la extracción y el despacho, sino que tiene que ver con tener una mesa, acceder al producto, poder conversar con un otro, poder sentirse parte de un espacio, contenido, psíquicamente también es importante para muchas personas. La gastronomía está en un lugar cada vez más comercial, hablándole a un consumidor de nicho y no al conjunto de la sociedad”.
“Los bares cumplen un rol de inclusión social en la vida de las personas mayores, por ejemplo, o en personas que están en situación de calle. No digo que sean como organizaciones sociales, pero son parte de una cadena asociada a poder incluir a personas que están marginadas de un sistema -explica Martina-. Hay un montón de problemas en los bares, pero trato de hacer un rescate amoroso, afectivo, respetuoso de que acá, probablemente, hay una tradición que nos puede convocar, aunque no nos identifiquemos con eso puramente”.
Hay un desafío, dice Martina, en pensar a los bares como parte del patrimonio colectivo, aunque son espacios comerciales que tienen que rendir económicamente: “Hay un conflicto de intereses difícil de resolver porque es colectivo, pero privado y el Estado está décadas atrás para pensar políticas presupuestarias para esto, y se destruye todo más rápido de lo que, después, se puede construir. Se trata de entender el valor de una memoria, de lo que genera emocionalmente en las personas, de lo que tiene otros plazos y se construyó en un tiempo largo de duración”.
No es extraño que muchas de las publicidades del mundial de fútbol masculino se hayan filmado en estos boliches. Hay algo de la identidad del país que se ve representada ahí, funcionan para evocar emoción, recuerdos o unión colectiva. Desde Bar de Viejes, señalan que “hay algo de eso a atender, hay una construcción colectiva ahí y todos tenemos no solo el derecho, sino la obligación de discutir, de pensar, de cuidar y de proteger”.
*Por Anabella Antonelli para La tinta / Imagen de portada: Anabella Antonelli para La tinta.