Lecciones de un maestro peruano
El triunfo electoral de un maestro rural y sindicalista que ahora será el presidente de Perú abre un abanico de reflexiones que cruzan a toda América Latina.
Por Lautaro Rivara para La tinta
Al momento de escribir estas líneas, Pedro Castillo es el presidente electo del Perú. Solo resta la demorada e inevitable declaración oficial de parte del ONPE, la autoridad electoral competente. Pero aun dejando en suspenso el veredicto de las urnas, de todos modos, los acontecimientos producidos entre la primera vuelta electoral del 11 de abril y la celebración del balotaje de este 6 de junio arrojan ya un enorme cúmulo de lo que, en honor al oficio del candidato Castillo, llamaremos las “lecciones” de Perú, así como todo un correlato de hipótesis, indicios y anti-lecciones. Veamos algunas de ellas.
No hay generación espontánea en los procesos sociales y políticos
Aún hoy, no del todo repuestos de la sorpresa, un cúmulo de observadores, dirigentes, analistas, periodistas y cientistas políticos insisten en realizar afirmaciones que, erradas hace dos meses, demuestran poco más que pereza intelectual a la hora de estudiar lo que, hasta ayer, nos era desconocido. Algunas llegan a ser de este tenor: “Castillo no representa un movimiento real de las masas que se hubiera desarrollado con antecedencia a estos comicios”.
Muy por el contrario -y como desarrollamos con Gonzalo Armúa en un artículo extenso destinado a trazar la genealogía de Castillo, Perú Libre y los movimientos y sectores sociales en que se asienta su ingreso a la arena electoral, y también en nuestra entrevista a Santos Saavedra, presidente de las Rondas Campesinas del Perú-, esta historia viene de lejos. No es sólo la casualidad, la vacancia electoral o la crisis de representación producida por la errática sucesión de presidentes lo que explica su surgimiento y su éxito electoral. Detrás de Castillo, en torno de Castillo y mucho antes que Castillo, hay una serie de fenómenos organizativos que datan de las últimas décadas y años: la organización radical del magisterio peruano y sus huelgas masivas, la consolidación de las Rondas Campesinas en buena parte del territorio nacional -con epicentro en el norte del país-, la completa reconfiguración política y territorial del Perú tras la derrota de la guerrilla maoísta de Sendero Luminoso, la caída de la autocracia de Alberto Fujimori, el impacto de la “guerra contra las drogas” de la DEA, etc. Esto, sin hablar de los fenómenos recientes específicamente urbanos, como las masivas marchas juveniles contra la corrupción sucedidas desde julio de 2018, con epicentro en Lima y réplicas en Cusco, Arequipa, Huaraz, Ayacucho y Trujillo, que costarían su cargo a 15 altos funcionarios de Estado.
Pero lo que es falso en términos de movimiento social, también lo es en términos estrictamente electorales: nuevos partidos políticos, nuevos liderazgos regionales y luchas regionales anti-mineras han decantado en la conquista popular de gobernaciones como la de Walter Aduviri Calisaya en Puno o la de Vladimir Cerrón, el neurocirujano fundador de Perú Libre, que ganó la gobernación de Junín en dos oportunidades, siendo luego suspendido de su cargo.
El eterno retorno de los viejos (nuevos) programas
Quien haya seguido de cerca los dos debates electorales celebrados entre los contendores, el primero en la localidad cajamarquina de Chota (televisado, de forma inédita, para todo el público nacional, evidenciando la existencia de un otro Perú) y el segundo, organizado por el Jurado Nacional de Elecciones con pompa y circunstancia en Arequipa, se habrá percatado de que el posicionamiento de Castillo, aún en medio de una feroz campaña macartista, no se dejó nada en el tintero. Castillo no suavizó consigna alguna ni maquilló su programa, como parecen demandar los manuales tácitos de las candidaturas cada vez más descafeinadas, centristas, tecnocráticas y liberalizadas que proliferan en la región. Aunque con diferencias de tono, y visiblemente más cómodo oficiando de anfitrión, Castillo habló de referéndum constituyente; denostó frente a su rival las esterilizaciones forzosas bajo la dictadura de Alberto Fujimori; puso sobre el tapete la necesidad de una (segunda) reforma agraria que, a la vez, complete y rectifique la de Velasco Alvarado; propuso políticas económicas de industrialización soberana; habló de la necesidad de poner coto a las corporaciones y de la necesaria reapropiación de la renta minera y agraria; manifestó el inicio de una coordinación geopolítica con Rusia y otras naciones para la obtención de vacunas; y se refirió en extenso a la lucha anticorrupción -quizás una de las principales demandas populares del Perú-, pero no para cazar corruptos de poca monta ni hacerle el caldo gordo al lawfare, sino a través de una cruzada “que comience por arriba”.
Un programa, en suma, nacionalista radical, industrialista, soberanista y popular, entroncado en la propia historia del Perú, cuya última referencia de bienestar y “progreso” para la inmensa mayoría de la población fue el gobierno militar nacionalista de Velasco Alvarado entre los años 1968 y 1975, cuya gesta fuera tan bien retratada por el reciente documental La revolución y la tierra -altamente recomendable-. Vale remitirse al “Ideario y programa” elaborado por el ideólogo Vladimir Cerrón, firmado en Huancayo en el año 2020. Una primera mirada puede dar la impresión de un programa clásico, tradicional, “duro”, pletórico de definiciones ideológicas como el marxismo, el leninismo y el mariateguismo, con apelaciones recurrentes a la “dictadura del mercado”, la “lucha de clases”, la “neocolonia” o la “industrialización”.
Pero una lectura atenta nos mostrará un programa enormemente actual y “moderno”, bien informado y atento de las más recientes experiencias gubernamentales latinoamericanas. Programa que tiene, por ejemplo, importantes desarrollos en torno a la protección ambiental y la ecología política, los derechos sociales y reproductivos de la mujer, y la constitución de un Estado Plurinacional, tomando como referencia explícita en esta materia a los avances constitucionales de Ecuador y Bolivia. Consideremos que Perú, pese a no contar con un fuerte movimiento “indígena” comparable al de estos países, no alberga una menor diversidad, como lo atestiguan las cuatro lenguas indígenas habladas en la zona andina y las otras 43 en su región amazónica.
Quizás haya quien, abrumado por la campaña que buscó instalar la lucha entre dos presuntos conservadurismos -los que en teoría representarían Fujimori y Castillo-, se sorprenda al saber que el programa de Perú Libre aboga, entre otras cosas, por la despenalización del aborto, por el combate frontal a la trata, por la despatriarcalización de la sociedad y el Estado, por la promoción y el respeto de los derechos reproductivos de la mujer peruana, por la desnaturalización del ámbito doméstico como “natural” o consustancial a la condición femenina, y por la promoción de la organización política de la mujer en todos sus niveles. Quien busque allí un culto a la identidad, políticas multiculturales de corte norteamericano, ancestralismo oenegeísta o políticas de la diferencia, no va a encontrarlo: ni en el programa, ni en el partido, ni en el magisterio, ni en las Rondas Campesinas ni en sus bases sociales organizadas.
Pero resulta problemático, cuando no peligroso, comparar este programa -con más aciertos que yerros si consideramos su éxito electoral- con el del clan Fujimori, quienes ocultan aún la política eugenésica llevada adelante por su gobierno, el que, según la investigación desarrollada entre 1996 y el año 2000 por una comisión del Congreso, habría impuesto la “anticoncepción quirúrgica” a través del Programa de Anticonceptivos Quirúrgicos Voluntarios (LCA), esterilizando de forma forzosa a 314.605 mujeres, la mayoría de ellas campesinas e indígenas.
En una nota de opinión reciente, escrita desde su breve escala en Lima tras ser deportado por el Estado colombiano, Juan Grabois adelantaba una consideración importante sobre la naturaleza de la fuerza social y política de Castillo, y de los sectores progresistas representados por Verónika Mendoza y Juntos por el Perú: “Esta alianza presenta múltiples puntos de tensión, pero también múltiples potencialidades porque, por primera vez, a la alianza progre-popular la conducen los pobres”. Potencialidad que refiere no sólo a la capacidad de construir un programa de gobierno capaz de apalancar importantes transformaciones sociales en el Perú del bicentenario, sino también de aportar a la sutura entre una historia de fuerzas regionales/rurales/populares sin pregnancia en la decisiva capital o de izquierdas y progresismos limeños vueltos de espaldas al Perú profundo y popular.
Además, esta alianza y su vector principal son relevantes también si consideramos que, en el 2020, UNICEF estimaba para este año una pobreza del 30 por ciento en la población general y del casi 40 para la niñez y adolescencia, en un país con un 75 por ciento de informalidad y precarización laboral. Esto, sumado a la conocida riqueza hídrica, minera, pesquera e hidrocarburífera del Perú, explica el poder de convocatoria de una consigna en apariencia tan simple: “No más pobres en un país rico”. Las virtudes y errores de Castillo deben medirse entonces en función de su propia base social. “Artificios no”, solía decir el amauta José Carlos Mariátegui, sepultado ayer en el Perú en las librerías izquierdistas y sus mesas de saldos, pero insospechadamente vigente y vivo en estos nuevos vuelcos de la historia.
La política de a caballo: nuevos outsider y viejos caudillos
Llegado cierto punto del ascenso del llamado “ciclo progresista y de izquierda en América Latina y el Caribe”, el continente vivió una suerte de estabilización: conservadora en su eje andino, en los países de la tambaleante Alianza del Pacífico, y progresista o de izquierda (en una amplia gama de tonalidades) en numerosos países de Sudamérica, Mesoamérica y el Caribe. Sus ejemplos paradigmáticos: el “oasis” chileno de un lado -no exento de procesos de movilización como las sucesivas rebeliones estudiantiles y las luchas mapuche en el Wallmapu- y la estabilidad macroeconómica y política de Bolivia en el otro lado del espectro político.
Dicha estabilidad hace tiempo que saltó por los aires: primero en las naciones que habían sido protagonistas de importantes transformaciones sociales, por obra y gracia de sus propios yerros y vacilaciones, pero ante todo por la contraofensiva del imperialismo norteamericano y las derechas vernáculas, lo que derivó en triunfos conservadores en elecciones condicionadas por el lawfare o en golpes de Estado de blandos a duros, de militares a parlamentarios.
Lo que reina hoy es, más bien, la inestabilidad, transversal a todo el arco político, ante la creciente dificultad de gobernar sociedades neoliberales (porque eso son, sin importar cuál sea el carácter de sus gobiernos) cada vez más violentas, desiguales, excluyentes y polarizadas, máxime si a las contradicciones precedentes sumamos el demoledor impacto de la pandemia, que implicó un retroceso global y simultáneo en casi todo los indicadores sociales (pobreza, desempleo, precariedad, informalidad, desigualdad, violencia, hambre, compulsión migratoria, etc.).
Junto con sus fundamentos materiales, lo que ha saltado por los aires es la institucionalidad dominante, tanto la de las élites conservadoras como la de las “élites” progresistas (se trata, claro, de una provocación). Esto, sumado a la propia radicalización endógena de las derechas latinoamericanas, ha generado una serie de procesos de-constituyentes (que, formal o tácitamente, buscan hacer tabula rasa con las conquistas del constitucionalismo de principios de siglo), así como la emergencia de nuevos liderazgos autoritarios (el resonar, de nuevo, de lo que Leopoldo Lugones supo llamar “la hora de la espada”), y el colapso o completo descrédito de instituciones como las judiciales o parlamentarias en varias de nuestras naciones. Algo conecta a figuras tan disímiles como las de Jair Bolsonaro en Brasil, Yaku Pérez en Ecuador, Pedro Castillo en Perú, Luis Fernando Camacho en Bolivia o los “independientes” en Chile: no se trata, evidentemente, de sus ideas, sus programas o los sujetos que representan, pero sí de su capacidad por interpretar y capitalizar el desgaste de sus respectivos sistemas políticos, y de ganar legitimidad como outsiders llamados a patear el tablero político.
La utilización, por ejemplo, de los Congresos como armas de guerra contra los ejecutivos nacionales, promoviendo destituciones y mociones de censura, han producido efectos muy dispares: desde despejar el camino para el gobierno de lo que, hasta ese momento, era apenas una figura pintoresca del bestiario conservador local en el país más extenso del continente (Bolsonaro), hasta abrir el camino para la irrupción de un maestro rural, ex rondero y sindicalista del interior del Perú (Castillo). Para orientarse en las aguas turbulentas de la política latinoamericana, parece importante convenir en el carácter de la crisis en curso, la cual no es sólo económica, sino también política e institucional.
Quizás una de las imágenes más notorias del proceso electoral haya sido la de Castillo, este maestro rural que suele llevar sombrero y chicote, yendo a votar en una yegua encabritada. Y es que tal vez lo más singular de este outsider del siglo XXI es cuánto se parece a los caudillos del siglo XIX, lo cual nos lleva a preguntarnos cuánto se parece a sí misma la sociedad peruana o cómo ha evolucionado de forma tan dispar una sociedad no solo surcada por el clivaje clasista y por el clivaje territorial Andes-Costa-Amazonía, sino también por el régimen más violentamente centralista que jamás ciudad-puerto alguna haya impuesto a su territorio circundante. Si a eso sumamos una larga historia de secular racismo, gamonalismo, servidumbre y pongueaje, podremos comprender cuántos Perús coexisten en el Perú.
Lo que explica, a su vez, el otro desconcierto recurrente de analistas externos al país (tanto los que viven fuera del país como algunos limeños, igualmente “externos”): el fracaso rotundo de todos los manuales consagrados del marketing y la comunicación política. Podía parecer evidente, pero no lo fue para todos, que el hecho de que, fuera de Lima Metropolitana, la conectividad a internet no llegará al 40 por ciento (y, en algunas regiones en donde Castillo se impuso con holgura, a mucho menos), darían otra centralidad y contundencia a viejas estrategias como las campañas de a pie o de a caballo, los mítines en las plazas de los pueblos, el uso de radios campesinas y populares, o el aún más antiguo boca-a-boca. Incluso, en el campo específico de las redes sociales, el eterno Twitter y los pujantes Tik Tok e Instagram, sucumbieron frente al regreso de un Facebook redivivo, que en muchos países de nuestro continente no ha perdido su centralidad ni un ápice.
El regreso de las masas: la democracia con apellidos
Sin duda, uno de los elementos más virtuosos de la llamada “primavera latinoamericana” fue la combinación de múltiples formas democráticas: liberales y procedimentales, sí, pero también protagónicas y movilizacionales. El pueblo como ciudadanía y como masa. La urna y la calle: la urna para refrendar las calles y las calles para proteger las urnas. En palabras de su más consecuente promotor, Hugo Chávez Frías: “No es lo mismo hablar de revolución democrática que de democracia revolucionaria. El primer concepto tiene un freno conservador; el segundo es liberador”.
Ahora bien, este aspecto fue uno de los primeros en estancarse e incluso retroceder: en algunos países, el movimiento popular entró en un estado de letargo (como en Bolivia, uno de los hechos que, según los propios dirigentes del MAS, contribuyó a la eficacia del golpe), en algunos se produjo una mutación estructural de los sujetos protagónicos del ciclo precedente (como en el caso del movimiento piquetero argentino), mientras en otros estos parecen haberse desestructurado profundamente (como en Ecuador). Las últimas conquistas electorales, las del Frente de Todos en la Argentina y la del MORENA en México (no así en Bolivia, dado el protagonismo de los movimientos obreros y campesino-indígenas en la recuperación democrática), no se dieron, claramente, bajo “el signo de las masas” ni tras el impulso de grandes rebeliones sociales
Pero el caso de Castillo en el Perú entraña -como en el estallido social chileno y su canalización constituyente, y en el portentoso paro nacional en Colombia frente a la crisis terminal del uribismo- el potencial regreso de las masas al centro de la escena política. No es casual que un proceso de movilización permanente haya acompañado estos días de vigilia ante el lento recuento electoral. Tampoco el que los ronderos hayan movilizado a varios miles de personas y amenazado con poner en acción a una base social estimada en unos dos millones y medio de peruanos y peruanas. Tampoco la acción atenta, diligente y protagónica del magisterio en las mesas de votación más apartadas del país. Ni tampoco la presencia en la calle de una juventud urbana que ya estaba en ella, de forma intermitente, desde mediados del año 2018. Claro que, en términos relativos, el movimiento social peruano es débil en comparación con el de sus países vecinos: sin embargo, es claro que está en marcha un proceso de repolitización creciente, sobre todo, en las zonas rurales y en las nuevas generaciones de jóvenes.
Movilizar lo organizado, organizar lo desmovilizado y tender puentes firmes que logren suturar la fractura entre el mundo rural y urbano, y entre la izquierda popular y las clases progresistas urbanas, será fundamental en el tiempo por venir. De lo contrario, el ejercicio de una democracia meramente procedimental pronto se verá desbaratado por los poderes fácticos que concentran en torno de sí al poder mediático (visible fue su actuación en la llamada “campaña del miedo”), al poder económico (cuyas maniobras de terrorismo financiero como la caída de los valores de la bolsa y le devaluación del sol peruano recién comienzan) y al poder parlamentario (con la unidad de las bancadas conservadoras en un congreso fragmentado en donde Perú Libre será apenas la primera minoría).
Por estas horas, el establishment peruano se debate entre, al menos, tres estrategias. En primer lugar, el golpismo sin atenuantes, lo que explica el “ruido de sables” que se escuchó en las últimas horas y llevó al Ministerio de Defensa a reiterar lo que debería ser obvio: el carácter no deliberante de las Fuerzas Armadas y su no derecho a la intromisión en los resultados electorales. En segundo lugar, la guerra de asedio y desgaste, con la acción concertada de las corporaciones mediática, judicial y parlamentaria, que buscarán imponer al presidente electo una nueva moción de censura en continuidad con los últimos años de intrigas palaciegas. Y en tercer lugar, y no menos probable, la estrategia de “canibalización” de Castillo y Perú Libre, por la cual candidatos que llegaron al poder con programas populares, como los de Alejandro Toledo y Ollanta Humala, acabaron siendo cooptados por las élites gobernantes. Frente a todas estas estrategias, será fundamental el ejercicio de una democracia “con apellidos”, popular, protagónica, organizada y con pueblo en la calle, tal como la que viene enseñando en su campaña este maestro de a caballo.
*Por Lautaro Rivara para La tinta / Foto de portada: DPA