Afganistán: entre la Covid-19 y la guerra
Desde hace décadas, Afganistán sufre guerras e invasiones militares interminables. La destrucción producida en el país lo deja totalmente indefenso ante el coronavirus.
Por Guadi Calvo para La tinta
Afganistán es el país al que las pandemias llegan para quedarse, como sucede con la guerra que, desde los años 1970, no se ha detenido y sigue estando tan activa como desde siempre, solo cambiando apenas nombres y bandos, aunque los muertos siguen siendo los mismos: el pueblo afgano.
La poliomielitis en el país, junto a Pakistán y Nigeria, es considerada endémica. En 2020, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), el poliovirus salvaje 1 (WPVI) ha tenido un significativo aumento debido a la imposibilidad de que los agentes sanitarios puedan llegar con sus campañas de vacunación a cubrir la totalidad del territorio, particularmente en las provincias del sur, dado el incremento de la guerra; otra de las alarmas que no dejan de sonar en Afganistán es el aumento constante de los adictos al opio, dada la facilidad para conseguirlo, ya que Afganistán es el mayor productor mundial con entre 92 y un 95 por ciento de la producción mundial. Según las últimas estadísticas disponibles de 2015, los adictos son cerca de tres millones, un número sumamente importante si se considera que la población total del país es de aproximadamente 37 millones de personas. Esta adicción se verifica en proporciones muy altas entre menores y mujeres. A esta cifra de adictos, habría que agregar los usuarios de cristal, o shisha (metanfetamina), que, en los últimos años, parece estar desplazando al opio en las preferencias de los afectados.
Con este paneo superficial a la problemática afgana, sin olvidar los altos índices de pobreza -cerca del 80 por ciento de la población viven con 1,25 dólar por día- y desocupación, hace que la esperada llegada de la Covid-19 pueda producir estragos en la población. Los largos años de guerra han hecho colapsar la economía: sin industrias, las importaciones se limitan fundamentalmente al opio, obviamente ilegal, y cuyo mayor beneficiario son el Talibán -o el Emirato Islámico de Afganistán-, que, con sus dividendos, financia su guerra. El otro producto exportable es la miel, gracias a la profusión de plantíos de adormidera o amapola, por lo que la organización terrorista también embolsa esas ganancias.
La semana pasada, diferentes organizaciones de control sanitario internacionales alertaron que, dada la situación interna, Afganistán es particularmente vulnerable, ya que la imposibilidad financiera y técnica para enfrentar la pandemia es notoria. A pesar de que los números son relativamente bajos hasta el domingo 3 de mayo, 2704 casos fueron confirmados y 85 personas resultaron muertas. Aunque, como sucede en la gran mayoría de los países donde se ha extendido la enfermedad, los chequeos no son suficientes para tener una cifra exacta. La gran ventaja de Afganistán quizás resida en la extrema juventud de la población, dado que más de la mitad es menor de 25 años, lo que alienta, muy aleatoriamente, a que las tasas de mortalidad sean más bajas que en otros países. Por su parte, Feroz Ferozuddin, el ministro de Salud afgano, declaró que “no se han detectado muertes masivas”.
Hay que considerar que Afganistán cuenta con una frontera de casi 1.000 kilómetros con Irán, país que, iniciada la pandemia, fue golpeado extremadamente duro, produciendo, hasta la fecha, casi 100 mil infectados y cerca de 6.500 muertos. Desde hace 40 años, esa frontera ha sido, en diferentes oleadas, el lugar de acceso inmediato para el exilio afgano, alcanzando, en la actualidad, a los casi tres millones de refugiados. Muchos de ellos, sin conocerse su estado de salud una vez declarada la epidemia, han logrado retornar a su país entre enero y abril. Cerca de 240 mil afganos lograron saltar los controles de las guardias fronterizas, convirtiéndose, de hecho, cada uno de ellos, en una potencial fuente de contagio.
Frente a la inminencia de la llegada de la Covid-19, el Talibán ha permitido a los agentes sanitarios del Ministerio de Salud del gobierno central acceder a las comunidades rurales, fundamentalmente, a las del sur del país, para que se puedan impartir métodos de profilaxis e información, además de practicar algunos controles. Pero como la comunicación entre los hombres del mullah Hibatullah Akhundzada viaja mucho más lenta que la pandemia hasta las aldeas bajo control de los muyahidines, quizás sea demasiado tarde para advertir sobre la enfermedad.
En vastas regiones del país, los informes de los médicos resultan prácticamente calcados: en términos de equipamiento, carecen absolutamente de todo, sin laboratorios para hacer análisis, sin kits de pruebas ni lugares para someter a los sospechosos a aislamientos preventivos ni tampoco internar a los enfermos; sin máscaras ni guantes para los profesionales y la gente en general, con poco acceso a agua, la situación parece particularmente acordada para una tragedia mayúscula.
Entre los tantísimos padecimientos afganos, la llegada del coronavirus los sorprende con una profunda crisis política, que ha estancado al gobierno central por la disputa entre el actual presidente Ashraf Ghani y lo que, de alguna manera, se podría considerar su segundo, aunque, en términos legales, no es así: el actual Jefe Ejecutivo Abdullah Abdullah. Ambos se han enfrentado en las elecciones presidenciales del pasado mes de septiembre, cuyos resultados se conocieron recién en febrero, lo que habilitó una multitud de acusaciones cruzadas, con las consiguientes paralizaciones de Ejecutivo, cuya principal consecuencia ha sido que los Estados Unidos retuvieran unos 1.000 millones de dólares en concepto de los permanentes presentamos que significa para el país la única entrada “genuina” de divisas, vitales para el funcionamiento teniendo en cuenta su economía reducida a cenizas.
Las disputas entre la casta política del país se han incrementado tras el acuerdo firmado en Doha (Qatar) el 29 de febrero pasado (hoy en dudas) sobre la retirada de los Estados Unidos. El acuerdo entre el gobierno afgano y el Talibán abría la posibilidad cierta de un fin de hostilidades y la llegada de la paz al país centroasiático.
Mientras el coronavirus se extiende por el mundo, el presidente Ghani ha hecho un nuevo llamado al Talibán a abandonar temporalmente la guerra, algo a lo que los fundamentalistas se han negado, arguyendo que el acuerdo fue firmado con Washington y no con Kabul. El gobierno de Ghani no participó en el acuerdo ni en las negociaciones previas, que concluyeron en la firma del 29 de febrero. El Talibán sostiene que el Emirato Islámico es el “único partido legítimo”.
A fines de abril, se conoció un informe de la Misión de Asistencia de las Naciones Unidas en Afganistán (UNAMA), en el que se revela un incremento en las acciones terroristas después de lo firmado en Doha. Aunque el número de muertos y heridos en el primer trimestre del año fue menor al de 2019, se registró un incremento en el número de civiles asesinados por los terroristas: unos 500 entre muertos y heridos; entre los fallecidos, 150 son menores. Así y todo, es el trimestre más bajo en víctimas civiles desde 2012. Más de la mitad de esas víctimas han sido producidas por acciones del Talibán y la Willat Khorasan, adscrita al Daesh global, y un 32 por ciento a fuerzas de seguridad (ejército y policías); un ocho por ciento a fuerzas de los Estados Unidos y aliados occidentales, todavía presentes en el país.
El sábado pasado, el Departamento de Estado norteamericano advirtió al Talibán que debe frenar los ataques dentro de Afganistán y que, según lo acordado en Doha -de manera informal para la retirada de sus tropas-, los takfiries deberían disminuir sus acciones en un 80 por ciento. Algo que no fue respetado, porque, desde que el acuerdo se firmó, se sucedió una escalada cada vez más importante de violencia por parte del Talibán, de la que Estados Unidos ya tomó nota, advirtiendo que, de no detenerse, habrá represalias.
Al mismo tiempo, los muyahidines sostienen que los ataques han disminuido desde la firma a pesar de que Washington no ha cumplido con su promesa de presionar a Ghani para que libere a los cinco mil prisioneros del Talibán que mantiene en sus cárceles, en las cuales, según información adjudicada al Talibán, ya se han registrado 46 casos de coronavirus.
Por esta razón, lo que los integristas han pedido a sus “hermanos” que tuvieran confianza en Allah y que sigan cuidando las normativas de salubridad lo que mejor puedan, en una recomendación que nos viene bien a todos.
*Por Guadi Calvo para Línea Internacional / Foto de portada: Imagen: Watan Yar / EFE