Sara Khitta: la elite de los guerreros afganos
El territorio afgano es un campo de disputa permanente entre sectores políticos, armados e ideológicos antagónicos. Sara Khitta es un nuevo componente dentro de una lucha descarnada.
Por Guadi Calvo para La tinta
No es novedad para nadie que Afganistán, a lo largo de su historia, ha demostrado, en reiteradas oportunidades, la capacidad innata de las diferentes etnias que conforman el país para generar guerreros que han sabido aniquilar a cuanto imperio se atrevió a invadirlo. La larga lista, que va desde Alejandro Magno a Donald Trump, da fe de eso.
Inmediatamente después de la invasión norteamericana en 2001, se creyó que la última versión de los guerreros afganos, el Talibán, finalmente, había sido derrotada por los ingentes recursos que Estados Unidos -la potencia militar más poderosa de la historia moderna- había desplegado, con la excusa de la captura de Osama Bin Laden, el ideólogo, según dicen, de los ataques del 11 de septiembre a las Torres Gemelas y al Pentágono.
Durante prácticamente 15 años, la invasión de la OTAN, liderada por Estados Unidos -en lo que se conoció como la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF, por sus siglas en inglés)- junto a el ejército y a la policía afgana, creados por Washington, llegó a disponer de unos 400 mil hombres y absolutamente de todos los recursos de última generación para la guerra. La derrota de los muyahidines, que para Occidente no eran mucho más que una banda de fanáticos religiosos que se manejaban militarmente como bandidos rurales, era ineluctable. Así lo creyeron los mandos de la ISAF y el resto del mundo. Mucho más, cuando se conoció, en 2015, que el fundador y líder del talibán, el Mullah Omar, el Amir ul – Momineen o Príncipe de los Creyentes, había muerto de causas naturales en Pakistán, dos años atrás. Esto fue interpretado por muchos como un golpe definitivo a la moral de la resistencia, que hacía mucho tiempo habían dejado de ser solo una facción casi despreciable del colectivo afgano, sino que se había convertido en la expresión armada de millones de afganos que se resistían a tolerar la presencia de extranjeros en su país.
A Omar lo sucedió Akthar Muhammad Mansour, quien fue su segundo y, según muchos, un mullah muy conectado a los poderosos servicios de inteligencia pakistaníes (Inter Services Intelligence, ISI). Fue justamente en 2015 cuando el presidente norteamericano Barack Obama impulsó con más fuerza la retirada de las tropas norteamericanas, junto al inicio de negociaciones de paz, vía Pakistán y Qatar, como lo había anunciado en mayo de 2014, para completar toda la operación en 2016; enjuague que el presidente calificó como “un final responsable”, pero, ya en 2016, Obama sabía que la retirada total era imposible. Los “bandidos” habían comenzado a bajar de las montañas y activar en los profundo valles afganos, a donde no se llega fácilmente. Durante años, habían estado dispersos y mimetizados entre los aldeanos a lo largo del todo el país, o agrupados en las Áreas Tribales de Pakistán o FATA (Federally Administered Tribal Areas), un seudo-Estado donde las leyes de Islamabad no rigen demasiado. Esta región está separada de Afganistán por la caprichosa línea de más de 2.600 kilómetros, dibujada sobre un papel por el burócrata británico Mortimer Durand en 1883, por lo que lleva su nombre. Los pashtus, la tribu dominante a ambos lados de trazo, por milenios, no han aprendido a respetar nunca esta demarcación.
El mullah Mansour, al mando de los muyahidines afganos, finalmente, fue asesinado por la incursión de un dron en una ruta de la localidad de Dhal Bandin, cerca de la ciudad de Queta, Pakistán, en la permeable frontera afgano-pakistaní, en mayo de 2016. Fue reemplazado por el actual Amir ul- Momineen, el mullah Hibatullah Akhundzada.
En el breve interregno del emir Mansour, se abrió un incierto número de expectativas. El movimiento dio un radical cambio de objetivos: la postura del Talibán se endurece, dando por terminadas las conversaciones de paz, al tiempo que comienza una campaña militar despiadada. Más allá de esos objetivos, en el interior de la organización, comienzan a surgir disidencias lideradas por el mullah Mohammad Rasool Akhund, arguyendo que la elección de Mansour había sido ilegítima, provocando un sisma que dio oportunidad al Daesh de instalarse en Afganistán, tomando el nombre de Willat Khorasan, por la vieja provincia del Gran Khorasan o “Tierra del Sol”, una región de la antigua provincia del noreste del Gran Irán que comprendía el noreste persa, partes de Afganistán y gran parte de Asia Central.
Willat Khorasan, inicialmente, fue conformado con elementos locales, a los que rápidamente se sumaron veteranos de Irak y Siria, provocando en muchos talibanes un gran disgusto y la consiguiente ruptura, ya que el Talibán es una fuerza esencialmente afgana, que se afianza a su territorio y no le importa en absoluto salir, y, mucho menos, recibir a forasteros entre los suyos. Con respecto a acciones como la de Paris, en noviembre de 2015, y otras similares, el mullah Mansour declaró que ese tipo de ataques motorizadas por el Daesh lo único que conducían era a la división del Islam.
En 2015, lo servicios de inteligencia occidentales que operan contra el Talibán estaban entrenando un grupo de elite para misiones especiales, tal como lo tienen prácticamente todos los ejércitos regulares del mundo. En este caso, bajo el nombre de Grupo Rojo de las Fuerzas Especiales o Sara Khitta (Grupo Rojo, en pashtún).
Ya para 2016, esta unidad de comandos operaba especialmente en la estratégica provincia Helmand, al sur del país, donde se origina más de la mitad del opio que exporta Afganistán, que es el mayor productor mundial con cerca del 90 por ciento que consume el mundo. El opio representa la principal fuente de financiación del Talibán.
Sara Khitta, cuyo objetivo principal es mejorar las técnicas del campo, está compuesto por cerca de 1.000 hombres, elegido entre los 7.000 y 9.000 mil guerreros de la organización. Aunque también lo integran muyahidines llegados de las antiguas repúblicas musulmanas de la Unión Soviética, Pakistán, India y Cachemira, todos equipados con ametralladoras pesadas y rifles de asalto M-4 norteamericanos de última generación, y los legendarios fusiles Kalashanikov de origen ruso. Los combatientes llevan uniformes camuflados, chalecos tácticos, cascos de kevlar, rodilleras y coderas, que los asemejan a cualquier unidad de elite, a excepción del calzado, ya que muchos de los muyahidines prefieren seguir utilizando las clásicas zapatillas blancas. También usan pasamontañas con el que cubren sus caras, con excepción de la boca y los ojos, y que ajustan en las frentes con una vincha roja. Además, cuentan con visores nocturnos, por lo que incrementaron los ataques en horas de la noche, además de tener en su poder cohetes estadounidenses de 82 milímetros. A su vez, tienen vehículos todo terreno con lanza cohetes montados en sus cajas y metrallas antiaéreas, y hasta algún Humvee blindado, robado al ejército afgano. Muchos de estos elementos provienen de los mercados negros que operan en Pakistán y gran parte de ellos también fueron arrebatados en los campos de batallas a los efectivos muertos o tomados prisioneros del ejército afgano. Respecto a la obtención del equipamiento militar por parte de los talibanes, muchos fueron los casos de redes de corrupción en los que se detectaron a altos oficiales, mandos medios y tropa del Ejército Nacional Afgano, como también a comandantes provinciales y funcionarios del gobierno central que vendían equipamiento a los insurgentes. Las investigaciones acerca de la corrupción verdaderamente endémica de las fuerzas de seguridad detectaron infinidad de casos en que los jefes seguían cobrado los salarios de su tropa a cargo, aunque los soldados estuvieran muertos, desaparecidos o fueran desertores.
Muchos de los talibanes de las fuerzas especiales han pasado por el campamento militar Mahmud Ghaznawi, en territorio pakistaní, lo que, de alguna manera, demuestra la continuidad entre Islamabad y el grupo afgano. Por eso, los muyahidines no temen a la posibilidad de represalias contra el campamento que exhibe sus banderas sin ninguna precaución. Este campamento es uno de los 20 que el Talibán afirma tener a ambos lados de las fronteras, como los de las provincias afganas orientales de Kunar y Nuristán, donde el comandante Qari Zia Rahman, miembro tanto del Talibán como de Al Qaeda, entrena y adoctrina hombres, mujeres y niños.
El nombre Mahmud Ghaznawi refiere a un general musulmán del siglo X, conquistador de los extensos territorios al este de Irán, que hoy conforman Afganistán y Pakistán. En sus campamentos, también se imparte entrenamiento a milicianos de otras organizaciones terroristas, como el Partido Islámico de Turkistán, IMU, el Tehrik-e-Talibán Pakistán (Movimiento de los Talibanes en Pakistán), Harakat-ul-Mujahideen, también pakistaní, que opera fundamentalmente en Cachemira, y el comando especial de Al Qaeda, conocido como Lashkar al-Zil (el Ejército de las Sombras), quienes realizan acciones de manera estrecha con el Talibán.
El entrenamiento era impartido por un mullah llamado Mugla Shawari, líder de los talibanes en Helmand y con una vasta experiencia en combate, que enseña sobre el uso de armas largas y de mano, utilización de explosivos y lucha cuerpo a cuerpo. Shawari habría muerto a comienzo de diciembre de 2016, cuando el vehículo en que viajaba junto a su segundo y a varios escoltas fue alcanzado por un misil aire-tierra estadounidense AGM-114 Hellfire, guiado por láser, un arma capacitada para la destrucción de blindados desde helicópteros, aviones o drones.
El bautismo de fuego de Sara Khitta se produjo el 1 de febrero de 2016, en el distrito de Sangin, una de las localidades principales para el comercio del opio en el sur de Afganistán. Ese día, atacaron un puesto policial en el que asesinaron a una veintena de agentes.
A partir de entonces, se incrementaron las bajas de las fuerzas de seguridad y del ejército afgano, alcanzando un 20 por ciento más de bajas entre muertos y heridos respecto a 2015, según lo declarado por el entonces comandante del Mando Conjunto de Operaciones Especiales (JSOC, por sus siglas en inglés) en Afganistán, el general estadounidense John Nicholson.
Una de las funciones específicas de Sara Khitta consiste en dar apoyo en los movimientos de las unidades de mayor envergadura, aplicando muchas de las tácticas que tropas de élite de otros ejércitos utilizan en todo el mundo, como que cada unidad del grupo tiene francotiradores ubicados en posiciones claves para golpear al enemigo de manera sorpresiva, causando desconcierto en esas formaciones.
Cuando el objetivo de la misión es alcanzado, la unidad de comando -junto a sus francotiradores- se despliega hacia una nueva operación, asegurando el tránsito de la unidad a la que están asignados. Este tipo de tácticas les ha permitido a los insurgentes lanzar ataques contra varios objetivos diferentes en una sola noche, obligando a las fuerzas gubernamentales a mantener a sus fuerzas en sus bases, imposibilitadas de salir en socorro de otros puntos atacados, por cercanos que se encuentren.
El grupo de elite ha incrementado las acciones nocturnas y renovó el enfoque táctico en el corte de rutas y vías de suministros esenciales a ciudades y pueblos, y los ataques directos a puestos de control y destacamentos de policiales. Estas nuevas estrategias produjeron una fuerte reducción en las bajas del grupo wahabita, al tiempo que ha permitido la capturar grandes extensiones de territorio, no solo en la provincia de Helmand, sino en vastos sectores de todo el país. Esto, incluso, le permitió tomar capitales provinciales como Lashkar Gah, de 200 mil habitantes, o Khunduz, con cerca de 270 mil pobladores. Desde su estreno, a comienzo de febrero, y en apenas cinco meses, cerca de 600 policías y soldados murieron o resultaron heridos, al tiempo que también fueron afectados unos 250 civiles. Para agosto de ese mismo año, el Talibán controlaba el 80 por ciento de Helmand, al tiempo que mantenían cercada la capital. En la actualidad, el entrenador principal es Ammar Ibn Yasser, a quien se describe como “el muyahidín de muyahidín”.
Esta unidad, inicialmente, fue comandada por el mullah Sharafuddin Taqi, muerto a raíz de un ataque aéreo en cercanías del mercado de Musa Qala, en abril de 2019, quien había sido sustituido en 2016 por el mullah Haji Nasar, un ex jefe operativo de la organización fundamentalista, que operaba en las provincias de Kandahar y Zabul. El grupo fue definido como “letal y efectivo” por autoridades del Ejército Nacional Afgano, que ha debido de sufrir las mayoría de sus acciones.
Una de las estrategias más letales y que más éxito le ha dado a Sara Khitta es lo que se conoce como green on blue (verde sobre azul), que consiste en que los militantes se incorporen a alguna unidad del ejército afgano, la policía o a algún organismo de seguridad, siguiendo el curso normal de cualquier recluta, hasta que, llegado el momento oportuno, puedan revelarse como lo que realmente son y accionar contra la unidad en la que están incorporados, pasando información o, como en muchos casos, flanqueando la entrada de combatientes talibanes a algún cuartel o base, donde están asignados en momentos de descanso de la tropa, cuando las guardias se reducen al mínimo. Esto permite producir una gran cantidad de bajas, al tiempo de robar armas e insumos para continuar la guerra. Esta estrategia ha producido y sigue produciendo constantes bajas entre los enemigos del Talibán. En febrero de 2020, un incidente de estas características se produjo en una base en el distrito de Sherzad, en la provincia de Nangarhar, al este de Afganistán, en que un soldado afgano abrió fuego contra varios militares norteamericanos, matando a dos e hiriendo a cuatro.
Los ataques green on blue no solo se producen en bases alejadas, contra soldados prácticamente olvidados por sus mandos, sino en el mismo corazón de Kabul, como el que tuvo lugar en noviembre de 2018, en el que murió el oficial de la Guardia Nacional del Ejército estadounidense, el comandante Brent Taylor, por los disparos de un miembro de las Fuerzas de Seguridad y Defensa Nacional Afganas que lo escoltaba. Se estima que al menos unos 150 soldados estadounidenses murieron producto de ataques green on blue, de un total -muy discutido- que informa el Pentágono de solo 2.400 muertes de norteamericanos en Afganistán desde 2001. Informes periodísticos dicen que tanto las bajas como la inversión económica de Estados Unidos en la guerra más larga que afrontó el país es sustancialmente mayor.
Esta es una razón fundamental para que Donald Trump haya impulsado desesperadamente los acuerdos de paz, prácticamente cerrados en Doha (Qatar) el pasado 29 de febrero, para evitar multiplicar sus bajas y disimular una derrota tan evidente como el espíritu guerrero de los afganos.
*Por Guadi Calvo para La tinta / Imagen de portada: Reuters