El ocaso de las revoluciones anticapitalistas
Las revoluciones socialistas del siglo XX tuvieron un punto en común: derribar el sistema capitalista desde sus cimientos. En el nuevo siglo, esa lucha parece lejana, pero no imposible.
Por Diego Gómez para La tinta
El 8 de diciembre de 1991, los presidentes de las repúblicas soviéticas de Rusia, Ucrania y Bielorrusia firmaron el Tratado de Belavezha, que estableció la disolución de la Unión Soviética (URSS) y dio lugar a la creación de la Comunidad de Estados Independiente. Borís Yeltsin, Leonid Kravchuk y Stanislav Shushkiévic tomaron esta decisión, sin tener en cuenta el “Referéndum sobre el futuro de la Unión Soviética”, realizado en marzo de ese año y en el que el 78 por ciento de los votantes optaron por la continuidad del país.
La pregunta a contestar era la siguiente: “¿Usted considera necesaria la preservación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas como una federación renovada de repúblicas soberanas iguales en la que serán garantizados plenamente los derechos y la libertad de un individuo de cualquier nacionalidad?”.
La firma del tratado le fue comunicada, inmediatamente, a Mijaíl Gorbachov por medio Stanislav Stanislávovich Shushkiévich, el presidente de la República Soviética de Bielorrusia. Luego de 69 años de existencia, se acababa el Estado que había sucedido a la Revolución Rusa de 1917. El Tratado de Creación de la URSS, de 1922, era estrujado y destrozado por la propia clase dirigente soviética; por quienes la habían construido y, hasta “ayer”, decían ser sus rigurosos garantes.
Los soviets (consejos o asambleas) de obreros, soldados, estudiantes, ciudades y campesinos de 1917, que, junto a las excepcionales condiciones que brindó la Primera Guerra Mundial (PGM), fueron la causa de la revolución, habían dejado de existir tempranamente. El rápido proceso de burocratización eliminó la democracia de base que había hecho posible la revolución. Lo que comúnmente se conoce como el estalinismo, pero que podía haber tomado otro nombre si, en lugar de Jósif Vissariónovich Dzhugashvili (Stalin), hubiese sido otra la persona que detentó el cargo de Secretario General del Comité Central del Partido Comunista de la URSS, no explica por sí mismo la creación y posterior derrotero de la Unión Soviética hasta su disolución.
Explicar la historia del país, pero también de los regímenes socialistas de tipo soviético en Europa Oriental, a partir de las características personales de Stalin es todo lo que no se debe hacer si se pretende rastrear, con honestidad intelectual, las principales características del comunismo soviético y de su posterior desintegración. Generalmente, es más fácil, y hasta puede ahorrar mea culpas políticas, el descargar la responsabilidad de un proceso histórico a una figura, o a varias figuras determinadas, abstraídas de las relaciones sociales de las cuales forman parte. Pero explicar la experiencia soviética a partir de Stalin, el nazismo a través de Adolf Hitler o el peronismo por medio de Juan Domingo Perón no hace más que velar las circunstancias materiales, que fueron la condición de posibilidad de sus encumbramientos como líderes políticos. Es decir: no es posible entender los gulags y las purgas en la URSS partiendo de la “paranoia” de Stalin, las ambiciones territoriales del Tercer Reich como consecuencia de la frustración de Hitler (luego de la derrota de los imperios centrales en la PGM) o los innumerables “matices” del peronismo tomando como ley la “sentencia” de Perón acerca de la amplitud del movimiento.
Estudiando las características centrales a partir de las cuales se construyó y desarrolló la URSS, es posible intentar entender su implosión. Claramente, en el análisis, no puede dejarse a un lado la interrelación con el mundo burgués que lo circundaba. La competencia con la economía capitalista fue una constante y la latencia de la Guerra Fría, una amenaza permanente. Pero, además, el rápido proceso de burocratización de la revolución generó, por un lado, una enorme distancia entre el gran conjunto de la población y la clase dirigente, y, por otro, la certeza sensible de las masas de saberse secundarias en el proceso, que, según la retórica oficial, conducía al comunismo: es decir, no solo a una sociedad sin clases sociales, sino también sin castas, burocracias y cualquier tipo de opresión entre los hombres. Todas estas promesas nunca llegaron a concretarse; en cambio, la realidad daba cuenta de la consolidación de los privilegios de los miembros del partido y de sus allegados.
Décadas de fortalecimiento de la burocracia no hicieron más que construir un Estado que centralizaba todo el poder político y económico en regiones, de manera revolucionaria, salvo en Europa Oriental¹ luego de la SGM, que se había producido la expropiación de la burguesía: en la URSS, en sus satélites (los regímenes de tipo soviético de Europa Oriental y Cuba), en Yugoslavia (estalinismo sin Stalin), en China (que, a través de su burocracia, terminó derivando en el más perfecto de los talleres industriales de la explotación capitalista) y en experiencias menos ortodoxas como la vietnamita o la nicaragüense (rápidamente, volvieron al cauce de la economía de mercado).
En Rusia, a principios del siglo XX, millones de trabajadores (obreros, campesinos y también miembros de la pequeña burguesía) dieron sus vidas en búsqueda de un mundo mejor. Los soldados del ejército zarista, en el marco de la fratricida PGM, decidieron pegar la vuelta y, en lugar de disparar contra sus hermanos alemanes, turcos, austríacos, etc., comenzaron a hacerlo contra aquellos responsables de sus sufrimientos, de sus miserables condiciones de vida, y que eran, también, los herederos de aquellos que, como clase, habían provocado los padecimientos de sus antecesores: es decir, de los oprimidos y humillados campesinos que, durante siglos, habían sufrido la explotación económica de los boyardos (nobleza terrateniente eslava, predominante en el imperio), y de la autocracia zarista. El zarismo, esa formación político-económica feudal tan brutal, no había nacido con el último Zar. Siglos y siglos de violencia se estaban vengando cuando los pueblos que conformaban el imperio se alzaron en contra de sus tiranos. El triunfo en la guerra civil, no solo contra los blancos monárquicos, sino contra los ejércitos burgueses que habían “corrido” en su ayuda, resultó en la liquidación de la propiedad privada burguesa, pero también, y, sobre todo, desde la óptica del campesinado ruso, en la esperada destrucción de la nobleza terrateniente. A través del triunfo revolucionario de los soviets, se hacía justicia con el pasado. En palabras de Walter Benjamin, en su trabajo Tesis Sobre la Filosofía de la Historia: “Existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra. Y como a cada generación que vivió antes que nosotros nos ha sido dada una flaca fuerza mesiánica sobre la que el pasado exige derechos. No se debe despachar esta exigencia a la ligera. Algo sabe de ello el materialismo histórico”.
En Yugoslavia, las extraordinarias condiciones de la SGM, algo parecido a lo sucedido en la Rusia zarista, permitieron ver quién era quién. Ante el avance nazi-fascista, el reino de Yugoslavia decidió firmar la adhesión al Pacto Tripartito, rubricado el 27 de septiembre de 1940 por Saburō Kurusu, Adolf Hitler y Galeazzo Ciano, representando al Imperio de Japón, la Alemania nazi y el Reino de Italia respectivamente. Como consecuencia, el pueblo yugoslavo se levantó en repudio y los nazis decidieron invadir el país, contando con la ayuda de colaboradores locales, como los ustashas croatas, los cetniks (monárquicos nacionalistas serbios y montenegrinos), SS musulmanas de Bosnia, etc. Ante esta situación, en la que el invasor era aliado del opresor monárquico o de los nacionalismos burgueses, el conjunto de pueblo yugoslavo (partisanos), liderados por el Partido Comunista de Yugoslavia (PCY), optaron por llevar adelante una lucha político-militar fraternal entre los pueblos y naciones yugoslavas, enfrentando y venciendo al invasor y sus aliados. El resultado fue la creación de la República Federativa Socialista de Yugoslavia (RFSY) y la consecuente abolición de la propiedad privada capitalista.
El advenimiento de la República Popular China constituyó la coronación de un extenso periodo de luchas del pueblo chino contra el imperio y las fuerzas feudales, pero también contra el nacionalismo del Kuomintang y la ocupación japonesa. El Partido Comunista de China (PCCh) encabezó a las masas campesinas, en un principio en alianza con el nacionalismo chino. Pero, con el desarrollo de la lucha, las diferencias entre los dirigidos por Mao Tse Tung, por un lado, y aquellos que seguían a Chian Kai Sek, por el otro, iba a hacer eclosión. La toma del poder del pueblo campesino, de la mano de los comunistas, trasformó profundamente las condiciones de vida de millones de personas debido a la abolición de la propiedad privada capitalista.
Fulgencio Batista, la personificación política de un país lleno de casinos, negocios de prostitución y tráfico de drogas ligados a las organizaciones del crimen organizado estadounidenses, pero también garante de los negocios de la policía y de la fraudulenta política cubana, fue expulsado de su puesto de presidente de facto por la revolución cubana en 1959. El empresariado “legal” estadounidense, que era prácticamente monopólico en la isla, tenía estrecha relación con el régimen de Batista. La compañía telefónica multinacional ITT Corporation, que operaba en Cuba, le había regalado al dictador un teléfono de oro a modo de retribución por un notable aumento dado en la tarifa telefónica poco tiempo antes de que estallara la revolución. Los guerrilleros, liderados por Fidel Castro, tomaron posesión del poder político con el imprescindible sustento de una notable huelga general que los apoyaba. La tiranía de Batista se había terminado, el dictador huía con 100 millones de dólares “bajo” su brazo, pero esa circunstancia no era ni más ni menos que un premio consuelo ante el gran triunfo del pueblo cubano: la abolición de la propiedad privada capitalista.
El pueblo vietnamita, que enfrentó, cronológicamente, a la colonia francesa, a la ocupación japonesa (durante la SGM), nuevamente al colonialismo francés (luego de la SGM) y, finalmente, a la invasión estadounidense (junto a sus colaboradores locales), terminó imponiéndose sobre todas esas fuerzas político-militares opresoras y explotadoras. El Viet Minh y el Viet Cong fueron las formaciones político-militares por medio de las cuales el campesinado vietnamita se quitó de encima el yugo colonial e imperialista. Luego de prácticamente 35 años de lucha sin cuartel en Vietnam, se llevó cabo un proceso de nacionalización del campo y la ciudad. Se produjo, en definitiva, la abolición de la gran propiedad privada. Los cinco millones y medio de vietnamitas que habían dado su vida en lucha contra la opresión habían vengado la explotación y humillación de sus antepasados con su sangre derramada en el presente.
La URSS, Alemania Democrática, Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumania, Yugoslavia, Bulgaria, Albania, China, Cuba y Vietnam han tenido un factor en común, más allá de sus características singulares, determinadas por el momento histórico en que se dio el proceso revolucionario, la geografía y las relaciones sociales al interior de cada caso nacional. Lo que han tenido en común es la abolición de la propiedad privada capitalista. Este hecho es fundamental para poder entender la conmoción que sufría el mundo burgués cuando se tomaba el Palacio de Invierno en San Peterburgo, se entraba victoriosamente a La Habana o se expulsaba al ejército más poderoso del mundo en el Sudeste Asiático.
Lo que hizo que, más allá del surgimiento y consolidación de una casta dirigente cada vez más alejada del pueblo y más cerca de sus intereses, la vida en la URSS, Cuba, Alemania Democrática, etc. fuera mucho más digna de ser vivida para el conjunto de la población de esos países, es la ausencia de la burguesía o cualquier otra clase dominante. Porque la alienación de los trabajadores en el capitalismo no solo los enajena de lo que producen (las mercancías a las que dan vida se desvanecen de sus manos cuando están terminadas), sino que, al no ver el resultado de su trabajo, al no reconocerlo como algo propio, no les es posible captar la dinámica de la explotación. Pero, además, la orientación del trabajo social al servicio de la valorización del capital y de intereses particulares, y no en pos de la satisfacción del bienestar general de la población, resulta otro obstáculo ideológico para la toma de conciencia de la explotación. En definitiva, como decía Carlos Marx, las circunstancias materiales de existencia condicionan la conciencia. La gente, los trabajadores y sus empleadores piensan como viven y no viven como piensan. Por eso, al poseedor del capital le es absolutamente natural su situación de privilegio y la dinámica del modo de producción capitalista. Y la misma naturalización le cabe al oprimido y explotado, pero este último, si desea vivir en un mundo de libertad en el que cada ser humano pueda realizarse asociándose a los otros y no a costa de ellos, tiene la tarea más importante para realizar: la abolición de la propiedad privada capitalista. Porque mientras los hombres se asocien para la valorización del capital, mientras el ser humano sea tomado como una mercancía más, no existe, a pesar de los “millones de intentos reformistas”, la posibilidad verdadera de emancipación.
Si bien, en nuestros días y desde hace varias décadas ya, los proyectos políticos de emancipación radical brillan por su ausencia, esta situación es nueva en la historia del capitalismo. Ya tempranamente, a principios del siglo XIX, el movimiento ludista (encabezado por artesanos ingleses) atacaba los telares industriales y la máquina de hilar industrial, elementos introducidos durante la Primera Revolución Industrial. Los ludistas se habían dado cuenta de que esos elementos los dejaban sin el trabajo por medio del cual hallaban los recursos económicos necesarios para vivir. El desarrollo industrial, impulsado por el capitalismo a principios del siglo XIX en Europa Occidental, provocaba la expulsión de los hombres y de las mujeres del campo, por un lado, y de los talleres de artesanos en los pueblos y las ciudades, por el otro, a los grandes centros urbanos industriales que, en el marco de las relaciones sociales de producción capitalistas, no significaban un avance en beneficio de la humanidad, sino más bien un retroceso. Generaban la acumulación de capital en pocas manos y, como par antagónico absolutamente necesario, la pobreza y alienación del conjunto de los trabajadores urbanos y rurales.
Generalmente, el marxismo ha interpretado a las rebeliones de los ludistas contra la maquinaria que dejaba a los artesanos y sus aprendices “libres” de ser explotados por el capital como luchas precapitalistas que, por su carácter no proletario, eran anacrónicas, románticas y estaban destinadas al fracaso. Algo así como la queja o el llanto del pasado que se niega al futuro, que se niega el avance de la civilización. Pero esa adulación por los “avances” que el capitalismo había traído a la historia de la humanidad, tan típica de los padres del marxismo y de sus seguidores, debería ser revisada. Sobre todo, porque el curso posterior de la historia ha demostrado que no es tan fácil modificar lo establecido. No es tan simple que el mundo creado por las relaciones capitalistas de producción pueda ser transformado en socialismo o comunismo. Entonces, la adulación por los avances de la ciencia y la técnica, como un bien en sí mismo, es algo que debería ser puesto en discusión. ¿De qué sirve todo el desarrollo científico si no está enfocado en la lucha por la emancipación del género humano? Y pensar que todos los descubrimientos, entre ellos, los de la industria armamentística, son inocentes e imparciales, considerar que la ciencia burguesa, y su consecuente mercado, realizan descubrimientos y avances que pueden servir como herramienta tanto a la clase opresora como a la oprimida, es, al menos, un ingenuo pecado. Para graficar la situación, se puede poner como ejemplo brutal y radical la creación y utilización de la bomba atómica y las armas de destrucción masiva. ¿Alguien, con honestidad intelectual y en su sano juicio, podría pensar que solo se trata de apropiarse de los descubrimientos y avances científico-tecnológicos, que ha desarrollado la burguesía como clase dominante, y darlos vuelta en pos del bien de los trabajadores y de la emancipación social?
Los “avances” del capitalismo son una daga que se hunde cada vez más en el estómago de la humanidad como género. Como dijo el crítico y teórico literario estadounidense marxista, Fredric Jameson, “es más fácil imaginar el final del mundo que el fin del capitalismo”. Esta reflexión tiene su fundamento en la realidad de los últimos 40 años: dominio absoluto, en todos los aspectos, de las relaciones sociales capitalistas de producción. El proceso de transformación radical que ha sufrido la vida de los seres humanos, en los últimos dos siglos, es una innovación absoluta en la historia de la humanidad. El vínculo con la naturaleza se ha transformado radicalmente. La relación entre las personas está mediada brutalmente por la tecnología. La cosificación de gente, por medio de la relación social de la mercancía, no se discute o cada vez se discute menos. “Nadie” ve en las mercancías el trabajo humano que la creó. Y si esto último no es percibido, no puede haber emancipación posible. De no discutirse el carácter social explotador y opresor de la propiedad privada, difícilmente se pueda salir del capitalismo y de toda la barbarie que le es propia.
¹A diferencia de lo ocurrido con las revoluciones rusa, china, cubana o la guerra de Vietnam, en donde la expropiación de la burguesía se produjo como consecuencia de las luchas populares, en los regímenes comunistas de Europa Oriental (salvo el caso de Yugoslavia donde la lucha partisana comunista expulsó a los invasores y expropió a la burguesía de manera independiente), la abolición de la propiedad privada fue la consecuencia de la liberación, por parte del ejército rojo, de los territorios ocupados por los nazis y sus colaboradores locales. En estos países, la liquidación de la burguesía vino de arriba y no de abajo. No fue un proceso popular, sino el accionar de la dirigencia comunista local que tomó el poder político gracias a la presencia del ejército rojo.
*Por Diego Gómez para La tinta