Por Claudia Regina Martínez para Almagro Revista
La figura desgarbada, flaca, que viene arrastrando los pies como si la guitarra que lleva al hombro pesara toneladas, se transforma sobre el escenario. Brilla, se funde con el instrumento e irradia una fuerza que hipnotiza al público. Suena a raíz pero también a copa y tiene una capacidad de improvisación que no conoce límites. Más aún se transforma Juan Falú cuando se enciende la noche en alguna guitarreada pos concierto, regada de buen vino y en compañía de amigos. Ese es su momento mágico.
Mágico como cuando su familia, allá en su Tucumán natal, notó en él aptitudes musicales y quisieron que estudiara a imagen y semejanza del famoso tío Eduardo, artista mayor y mito familiar; Juan, en cambio, prefirió aprender en la bohemia de los bares de forma autodidacta. Y no le fue nada mal.
En el camino, se recibió de psicólogo clínico, se sumó a la lucha revolucionaria de los años 70 y terminó exiliado en Brasil, tras el secuestro de su hermano Lucho. En el país vecino, se reconectó con la música, se empapó de ella y creció como artista.
Regresó a la Argentina en 1984, ya con una carrera firme como intérprete y compositor. Desde entonces, no paró de recorrer el mundo, tocando con la misma entrega en salas pequeñas y en grandes teatros. Así descubrió que el folklore argentino tiene llegada internacional, no sólo en sus expresiones más vivaces como la chacarera, sino también en las de tono más intimista como la zamba, la vidala, la milonga pampeana o la canción del Litoral.
Transitó todos esos géneros y más. Le puso música a poemas de amigos como Pepe Núñez (“Rosario Pastrana”), Horacio Pilar (“Payuquita”) y Jorge Marziali (“La de Khayam”), entre otros. Musicalizó temas que ya son clásicos como “Zamba del arribeño” (con letra de Néstor Soria) y “Confesión del viento” (con letra de Roberto Yacomuzzi). Y formó dúos notables con Marziali, Chito Zeballos, Marcelo Moguilevsky y Liliana Herrero, entre otros.
Son ya míticos sus recitales en el Festival de Cosquín, donde entre tanta algarabía y ambiente de fiesta al aire libre logra que el público se concentre en escuchar sin interrupciones a un hombre solo con su guitarra.
Falú se convirtió en un referente fundamental de la música argentina por aunar las raíces con un lenguaje novedoso. Por tender puentes. También como docente. Lo es actualmente en la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) y lo fue muchos años en el Conservatorio Manuel de Falla. En esas instituciones impulsó la creación de la Licenciatura de Música Argentina y la Carrera de Folklore y Tango, respectivamente.
Por estos días, a sus 70 años y tras más de 50 de trayectoria, está abocado de lleno a los últimos preparativos del Festival Guitarras del Mundo. El evento que él creó en 1995 cumple un cuarto de siglo. Falú recibió a Almagro Revista en su estudio de San Telmo, con voz ronca de ex fumador.
—Siempre estás generando ciclos, encuentros, diversos proyectos para que se difunda la música, la de guitarra, sobre todo. ¿Qué es lo que te mueve a hacer eso?
—No soy de planificar las cosas como para responder que hice esto por tal motivo. La verdad es que soy más ‘espontaneísta’. Soy, sí, de tirar ideas. Tengo una obsesión por tirar ideas que tienen que ver con la cultura nacional o, un concepto que me encanta y que voy a empezar a usar ahora, que es el de soberanía cultural. O sea, tomando las banderas del justicialismo, sería bueno pensar en una cuarta que sea la soberanía cultural. Me preocupa todo lo que tenga que ver con eso, con la memoria colectiva, con las tradiciones y el futuro, porque en este país hay que aclarar que cuando uno ama las tradiciones no quiere decir que sea tradicionalista. Todo eso me preocupa mucho. Tal vez sea porque soy un provinciano que vive en Buenos Aires desde hace mucho tiempo. Y aprendí a quererla a Buenos Aires, pero también aprendí a ver de una manera muy cercana los desconocimientos y las ignorancias que hay entre unas culturas y otras. Por eso cada vez que planteo algo, seguro que voy a hablar de culturas regionales. Si es un festival, que se haga en todas las provincias o en todas las regiones. Algunos creen que soy una especie de gestor cultural, pero a mí no me calza del todo bien esa figura. Debe ser porque prefiero que me vean siempre como músico. Pero sí soy una persona preocupada por la cultura nacional.
—¿Por eso impulsaste carreras de música popular en espacios académicos?
—Sí. Tiene que ver con lo que te vengo diciendo, porque es el desafío de enseñar lo que se aprende de una manera espontánea, por el solo hecho de estar inmerso en una cultura, por ejemplo, la música popular o la música folklórica. Y poder enseñar eso en un ámbito académico es todo un desafío, me di cuenta que es una iniciativa importante porque hay una demanda impresionante. Lo que noto es que los músicos que han transitado por diversos lenguajes en algún momento de su vida sienten la necesidad de hacer la música más arraigada, que es la música de su tierra. Entonces hay un gran interés por estudiar lo que para mí no se estudió nunca. Es un verdadero dilema ese: enseñar lo que no se estudia, lo que se aprende por estar nomás.
—En Guitarras del Mundo siempre hay muchos guitarristas muy jóvenes. ¿Argentina es un país con muchos guitarristas?
—Es un país hecho de guitarras. En uno de los textos de presentación del festival que escribo cada año me acuerdo que puse, a partir de la frase conocida “la patria se hizo de a caballo”, que también se hizo “de a guitarra”. Y creo que es así. La guitarra está metida en el fondo de los tiempos y es muy querida. Pero además de eso se la toca muy bien en Argentina. Los guitarristas de folklore, de jazz, los de tango, los clásicos, los guitarristas de rock. Inclusive de flamenco. Hay muy buenos guitarristas flamencos. Tal vez la mayor influencia haya sido la de esas grandes personalidades de la guitarra que eran solistas. En estos tiempos eso es casi una rareza. Son tiempos de bandas, de agrupamientos, de otros volúmenes sonoros. Pero acá el solista fue muy fuerte. Si uno piensa que estuvo Eduardo Falú, Atahualpa Yupanqui. Después en las regiones, por ejemplo, el “Zurdo” Martínez y Walter Heinze en Paraná, o Carlos Di Fulvio, cordobés pero que tuvo una dimensión nacional también. Ese modelo del solista para mí fue inspirador para que se toquen, ya sea a partir de partituras o de manera autodidacta, músicas que pertenecen al acervo folklórico y que se pueden hacer en soledad, además de hacerse en grupo.
—¿Cómo surgió la idea de hacer Guitarras del Mundo?
—Eso fue en el 95. Yo ya venía de tocar en muchos festivales. Y particularmente en el 92, cuando fueron los 500 años de la llegada de los españoles a América, se había hecho un gran festival en Alsacia y habían invitado a guitarristas de las tres Américas. Yo fui a ese festival. Éramos doce guitarristas de doce países. Y ahí como que establecimos un compromiso de generar festivales con una tónica parecida, que era la de darle una presencia fuerte a las músicas que representan las culturas de los pueblos y a los guitarristas que las tocan cabalmente. Entonces con esa idea yo vine acá y la llevé al Ministerio de Cultura. Y me derivaron al sindicato UPCN (Unión del Personal Civil de la Nación) porque esa gestión estaba interesada en hacer algo con ellos. El resultado fue que al festival lo abrazó más UPCN que el Estado y se lo cargó al hombro y lo asumió de tal manera que es imposible detenerlo.
—No sabía que era desde el principio.
—Sí, desde el principio. Es más, el primer festival, y no sé si hasta el tercero se hacía en un auditorio que se llama Azucena Maizani, que queda en la calle Misiones, primera cuadra, o sea, pleno Once. Nada que ver con el circuito del espectáculo. Y en pleno Once, y ya desde el primer festival, había tres cuadras de cola, cuando no era conocido. Y ahí nos dimos cuenta que algo estaba pasando con la idea. Y, bueno, como creció, creció y creció, llegamos a tener 90 sedes.
—¿Este año cuántas sedes son?
—Cincuentipico. Pero no es porque haya decrecido, sino porque fue intencional reducir un poco para encontrar un término medio entre la cantidad y la calidad del festival.
—Y de estos 25 años, ¿qué buenos momentos recordás? ¿Qué te quedó más grabado?
—Uno fueron las colas. Porque en esas colas de público uno podía ver claramente la heterogeneidad generacional y de pertenencias sociales diferentes. Una vez yo me puse a observar y me di cuenta de que había cuatro generaciones, entre un pibe de 12 años y un señor de 90. Y me di cuenta que la guitarra provocaba esa unidad en la diversidad. O sea, iban a escuchar guitarra. No iban atrás de un nombre, sino de la guitarra. Y ese es el segundo elemento. Que la guitarra es la protagonista. Y después destaco las guitarreadas posteriores a los conciertos. Y los cierres. En los cierres generalmente hay 40 guitarristas. Pero es un desfile de músicas, de técnicas diferentes. Y es la noche que sintetiza todas las energías, toda la alegría por estar. Es una cosa increíble eso, que después se prolonga en una guitarreada. O sea, como festival es bastante raro. Los festivales suelen ser conciertos. Y la atmósfera del concierto es casi lo opuesto a esto que yo te digo. Brindar, que aparezca un vino, que se toque después de tres vasos. Un concertista clásico ni loco lo haría.
—Pero se prenden.
—Y sí. Aprendieron. Esa mezcla que hay es increíble. Y un diálogo que tuve una vez en una de las primeras ediciones, tal vez la tercera, con Eduardo Fernández, que es un capo de la guitarra a nivel mundial, para mí ilustra lo que representa el festival y fue muy breve: Él me dijo: “¡Cómo me gustaría improvisar como vos!”. Y yo le dije: “Y a mí cómo me gustaría tocar la Chacona en Re menor de Bach como vos”. Y fue muy bueno eso.
—¿Es verdad que no hay ningún otro festival en el mundo que se le parezca?
—Es único. Es único en el sentido de estar en todos los estados de un país, por un lado. Y es único en esa informalidad, digamos, que ocurre abajo del escenario. Y es único en el modelo de gestión, porque no es habitual que el Estado y un sindicato, una organización de trabajadores, generen una cosa así y la sostengan en el tiempo. Generalmente un festival que reúne como a 200 guitarristas en cincuentipico de ciudades tiene sponsors o un presupuesto estatal que lo permita realizar o cobra entrada. Pero el recurso sale de algún lado. Aquí no hay sponsors. Nunca hubo sponsors. Se hace de una manera modesta. Nosotros no tenemos la folletería de lujo que puede tener otro festival. Tenemos folletos sencillos, honorarios que están horizontalizados, que nunca son desmesurados, en un país donde se han cometido muchos desmanes con el tema de cómo el Estado puede bancar enormes cachets de determinados artistas y después no tener el recurso para otras actividades que por ahí son más formativas. Nosotros defendemos que sea más modesto y que se pueda consolidar.
—¿Estuvo en peligro alguna vez?
—Cuando fue la crisis del 2001 había dudas. Y ahí me acuerdo que UPCN tomó la decisión de hacerlo como sea. Y cuando lo hicimos en medio de esa crisis, nos dimos cuenta que no se detenía más. Porque ésa fue brava. Después hubo cambios políticos en los gobiernos nacionales o cambios políticos en el gobierno de la ciudad de Buenos Aires. En un momento participaba con mucho compromiso la secretaría de Cultura de la ciudad de Buenos Aires y lo hacíamos en el Centro Cultural San Martín. Fueron años muy lindos, porque ese centro cultural siempre fue muy convocante. O sea, había períodos de mayor o menor compromiso estatal. Pero como ya lo había asumido UPCN nosotros ya sabíamos que el festival podía tener más o menos apoyo pero seguía adelante.
—¿Cuál es tu criterio para elegir quiénes van a participar?
—Mi rol es, entre otros, la programación, pero recibo, casi te diría permanentemente, sugerencias. Porque la verdad es que uno solo con ese rol siempre está expuesto a cometer algún error, algún olvido, algún descuido. A mí me ha pasado de ver guitarristas y decir “¿cómo no lo invité?”. Y en algún caso se lo dije: “Mirá, estoy en falta con vos, tendrías que tocar”. Y me decían cosas como: “Uy, no sabés lo que estaba esperando que me digas eso”. Pero hay mucha, mucha sugerencia que me hacen.
—Presiones debe haber también.
—Nunca hubo presiones desde la política, por ejemplo. Pero ni siquiera desde el sindicato. La presión viene de las ganas de participar de los guitarristas. Y como es mayor la demanda de participar que la capacidad de programarlos a todos, entonces siempre hay un debe que queda ahí pendiente. Y, sí, no es sencillo. Y ese es un motivo para que yo todos los años me planteo si debo seguir o no. A mí me cuestan algunos sinsabores. La mayoría es muy comprensiva, pero no todos. A veces se supone que un director artístico está usufructuando y consigue favores por estar en ese lugar. A nivel internacional hay pequeños festivales, pero muchos, que son prácticamente creados para poder tener la posibilidad de invitar a alguien y de ser invitado. Tuve que escribir dos veces cartas abiertas a nivel internacional al mundo guitarrístico para aclarar que yo no hago esas cosas. El que me quiera invitar a mí que me invite por mis condiciones musicales. Y que me deje a mí la libertad de poder invitarlo por las mismas razones. A veces hay mala onda. Y todo eso me hizo pensar seriamente en bajarme. Pero, claro, es muy difícil abandonar una cosa así. Porque ya Guitarras del Mundo es, con todos los errores que tenemos –tenemos un montón de errores-, una presencia muy querida dentro del quehacer cultural argentino. Es muy difícil dejarlo.
*Por Claudia Regina Martínez para Almagro Revista. Fotos: Natalia Marcantoni.