Disminuya velocidad, de Franco Rivero: la poesía como desplazamiento

Disminuya velocidad, de Franco Rivero: la poesía como desplazamiento
12 noviembre, 2019 por Gabriel Montali

Por Gabriel Montali para La tinta

Qué dirá
el agua
de la gente
que se ahoga
a veces en un vaso
por su propensión
al refrán

Franco Rivero

franco-rivero-poesia-Disminuya-velocidad-poeta-02“Fija en tu memoria esa enseñanza del paisaje”, escribió José Watanabe. La obra del poeta peruano a menudo nos recuerda que todo paisaje tiene algo para decir cuando queremos escuchar. Es más, Jimmy Page y Robert Plant agregarían eso de que la canción es siempre la misma. Porque aunque el lenguaje del entorno cambie de acuerdo a la época, la región y la materia que hace de diafragma –desde la retícula gris de la ciudad hasta el horizonte circular del campo–, su enseñanza, en cambio, es inmutable. Asombro. Fascinación. A menudo perdemos de vista o directamente evadimos ese estado de perplejidad propio de la condición humana: el misterio del paisaje, su pregunta sin respuesta.

La poesía de Franco Rivero, nacido en Ituzaingó, Corrientes, en 1981, es una apuesta por recuperar ese mundo sumergido del que todos estamos hechos. Ya sus primeros libros, Situación desbridamiento (2010), Voz ahora vos (2014) y Ud. no viaja asegurado (2016), se organizan a partir de la temática de la búsqueda: el viaje al interior del ser por caminos nunca bien señalizados. Pero es en Disminuya velocidad (2018), su última obra, donde ese combustible muestra con mayor nitidez los contornos de un estilo. El libro reúne poemas con estructura de relatos breves, pequeñas anécdotas aparentemente biográficas que retratan el drama de todo Stalker: crear una identidad que asuma –sin reniegues ni achiques– todas las ambigüedades que pueden coexistir dentro de una persona.


El protagonista de Disminuya velocidad es un chico al que encontramos en medio de ese desafío. Por un lado, es el pibe de campo y origen guaraní que emigró a la ciudad, donde estudió y se convirtió en escritor. Por otro, es el hombre que huye del caos y la frivolidad de las capitales para reencontrarse con el paisaje de su infancia. Es, en definitiva, un sujeto escindido: entre el idioma de la civilización y la lengua originaria; entre los deseos materiales que impone la razón moderna –sobre todo en su faceta capitalista, a la que tampoco escapa la literatura– y el énfasis que la poesía y la naturaleza otorgan a la actitud espiritual, atenta a los misterios del universo. Todo esto lleva a que la enseñanza del paisaje conduzca al protagonista, que parece ser el propio autor, a un permanente desplazamiento de los moldes. Su búsqueda existencial pone en juego una triple ruptura con los mandatos sociales que es, al mismo tiempo, una estrategia estética y un modelo de conducta para la vida.


La primera de esas rupturas es espacial y se expresa en el retrato del paisaje. El viaje hacia dentro obliga a suspender la rutina dedicada a lo material: el estado de inercia al que nos reduce el mandato del dinero. La inquietud existencialista impone bajar un cambio para apreciar los colores, olores y sonidos a partir de los cuales la vida cobra forma y entidad. La imagen de la lluvia, que lava y purifica, es una de las metáforas a las que suele recurrir el autor para expresar su deseo de fundirse con el entorno. Pero en general es el paisaje en su totalidad el que oficia de medio –a la manera de un guía místico– en el tránsito hacia un nuevo equilibrio que se materializa en la propia cadencia de la escritura. Tal como puede leerse en “pulso”: “la armonía es escuchar que un grillo/ no se superpone a un sapo/ ni a una rana/ y uno entiende/ sin dificultad/ sapo/ rana/ grillo // yo/ que no tengo armonía/ algo que hago siempre/ es acostarme de noche/ boca arriba en la ruta // casi nadie pasa aquí/ pero no hay silencio // y sobra vía láctea/ acostado así // entonces mi corazón/ late pequeño entre todo/ y soy un anfibio/ un insecto más/ que entona/ por instinto”.

El segundo desplazamiento es lingüístico. Franco entiende que toda transformación personal supone cambios en el nivel del lenguaje. Así, el poeta encuentra un nuevo idioma al contaminar la lengua castellana, pretendidamente blanca y culta, con su otra lengua de origen: el guaraní, lengua de la tierra, del pueblo, de la casa familiar. Lo interesante es que Franco no realiza este ejercicio con el propósito de ofrecer explicaciones definitivas a las cosas. Un modo más genuino de vivir exige un nuevo lenguaje; pero el nuevo lenguaje no puede explicarlo todo. Una vez más se impone la enseñanza de la naturaleza: el misterio, la ambigüedad. Es decir, la ausencia de certezas que acompaña todo intento genuinamente humano de habitar el mundo, entre ellos el de la escritura. De hecho, en “parana róga”, último poema del libro, la felicidad del protagonista por haber encontrado la esencia de su ser no cancela su estado de búsqueda, sino que lo abre a nuevos desafíos: “esta mañana/ veo amanecer/ cómo no se ve/ hasta/ que se vuelve // paje extraño/ chemandu’aha/ y es/ porque regreso // me tira mi lugar/ sé que nunca más/ voy a irme // me hallo/ es decir/ estoy dónde siento/ soy dónde estoy // hay un horizonte ahora/ hecho de una herida/ cerrada/ y da a la altura/ de mis ojos // hay el río/ que siempre tuve dentro/ pero está ahí/ afuera/ me mira/ dice/ mi nombre // y hay un animal/ que respira/ es mi corazón/ me acompaña”.

Por último, el tercer desplazamiento es identitario y se realiza en el plano del género. Aquí también el poeta rompe con los encasillamientos para dar lugar a lo esencial. El amor verdadero surge por fuera de la perspectiva hegemónica y lo que lo hace verdadero es el hecho de ser amor, sin importar lo que digan las clasificaciones. Como en el resto de sus libros, el protagonista se enamora de hombres con quienes comparte, en general, algunas marcas biográficas: el origen campesino, el color de la piel, la rebeldía frente los mandatos sociales. En “petỹ”, por ejemplo, el amor a la abuela, heredera de las tradiciones guaraníes que enseña al protagonista a armar cigarros con hojas de tabaco –“hojas con venas como caminos”–, se prolonga en el amor al paisaje para luego afirmarse en el deseo de un amor futuro que corresponda esa continuidad: “anoche en caa catí/ alguien sacó unos cigarros/ como los de la abuela/ después de cenar/ el olor el color las venas/ volvían a mí/ la laguna era como un espíritu/ de fondo // allá volví a ver/ manos morochas que/ se parecen a esas hojas/ de tela casi/ con venas como caminos // me enamoro/ de esas manos/ el día que ame/ él las tendrá así”.

Estos desplazamientos hacen que Disminuya velocidad sea uno de esos libros que trata temas urgentes. En este caso: la necesidad de recuperar la actitud contemplativa hacia el enigma que somos y que nos rodea. A lo largo de sus páginas, el estilo despojado del autor es en sí mismo una metáfora del paisaje correntino, con sus árboles, su río Paraná, sus pájaros y sus paisanos de costumbres simples, aunque metafísicamente complejas. Todo ello hace que el contenido del libro sea universal y que cualquier lector pueda habitarlo desde su propia biografía. Basta con haber sentido, al menos una vez, el pinchazo de ese misterio, en un viaje, en un libro o en el recuerdo de alguien que nos inclinó la cancha. Después de todo, “cómo podrían separar la tierra de la tierra”, escribe el autor en “takuru”, uno de los tantos poemas en los que Franco dice que las personas nunca podemos arrancarnos completamente esto que somos: el pasado, nuestras miserias personales, las dificultades e incertidumbres que supone nuestra condición. Somos “pájaros que llevan la lluvia dentro”, escribe en “tetéu”, no importa que tan propensos seamos a ahogarnos en el refrán.

franco-rivero-poesia-Disminuya-velocidad-poeta-03

*Por Gabriel Montali para La tinta.

Palabras claves: Disminuya velocidad, Franco Rivera, poesía

Compartir: