Cometierra, visiones y dolores
Por Manuel Allasino para La tinta
Cometierra es la primera novela de Dolores Reyes, recientemente publicada. Ambientada en las profundidades urbanas, la historia está llena de oscuridad, pero también de poesía. En una de esas casitas precarias que se levantan directamente sobre la tierra en las distintas barriadas de nuestro país, viven solos Cometierra y su hermano, el Walter. Ella tiene un don: puede saber algo sobre las víctimas de muertes violentas comiendo la tierra del lugar donde están enterradas. Es una adolescente del conurbano a quien los familiares de mujeres asesinadas, y también la policía, consultan. La novela está dedicada a “las víctimas de femicidios, a sus sobrevivientes”.
“Papá está vivo -les dije al Walter y a la tía después, cuando los vi parados mirándome. Pensé que se iban a poner contentos, pero no. No hablaban. Pensé que se habían quedado congelados. Yo salí corriendo y lo abracé al Walter. -¿Qué carajo hiciste, pendeja? -dijo mi tía agarrándome del brazo para separarme de mi hermano. -Walter, papá está vivo -le repetí mientras ella me tiraba para atrás. Mi hermano volvió a acercarse y me agarró de la mano. Me llevó al baño, me lavó las piernas con una esponja, dejó la canilla abierta. Mientras me limpiaba los brazos y las manos, el Walter me hizo prometerle que nunca más iba a comer tierra. Cuando prometí, mi hermano me acarició la cabeza. No sabía si él estaba más alto o si era que yo así, con su mano encima, me volvía más chica. -Ahora lavate los dientes -dijo y me dejó sola en el baño. Yo me miré en el espejo y sonreí: tenía los dientes manchados de barro. Me acordé de papá fumando sus puchos, del olor y la oscuridad en su boca, y pensé que ellos querían olvidarlo y que por ahí era lo mejor. Volví a abrir la canilla, metí el cepillo abajo del agua, puse un poco de pasta, mojé todo y empecé a cepillarme. Volví a la cocina y quise hacer el último intento: -tu hermano está vivo. La tía se dio vuelta y me miró furiosa. Sacó del bolsillito del jean el atado de puchos. -Sucia. Te veo tragando tierra otra vez y te quemo la lengua con el encendedor. Me asusté tanto que por un tiempo ni pisarla quería, que trataba de no salir en patas nunca. Si me daban ganas de comer tierra, me mandaba la comida bien caliente, así como la tía la sacaba del fuego. No esperaba. Me llenaba la boca y sentía la piel del paladar hacerse ampollas. La lengua ardiendo me obligaba a tragar un vaso de agua tras otro. Me llenaba la panza y las ganas de tierra se iban. Al día siguiente, apenas comía, apenas podía hablar. En la escuela, con el tiempo, nos dejaron de joder. No hubo más tierra adentro de mi mochila ensuciándome los cuadernos acompañada de risas por lo bajo. Tampoco papeles de alfajores, esos que quería y no podía comprar, rellenos con tierra sobre mi banco. Solo algunas miradas cada tanto, y mucho silencio. Y todo, sin la tierra, anduvo perfecto. Hasta que la seño Ana no vino más”.
En su niñez, Cometierra tragó tierra y supo, en una visión, que su papá había asesinado a golpes a su mamá. Esa fue su primera revelación y, a partir de allí, nada volvió a ser como era.
En un barrio en donde la violencia se respira constantemente, Cometierra, a través de sus visiones, va descubriendo verdades y soportando dolores. Va buscando su propio camino, entre la complicidad de su hermano y amores intensos.
“La misma lata en la mesa y la tipa, seria, me dijo que esa vez había traído la tierra que iba. -¿Y yo cómo sé? -No tenía ganas de comer tierra todos los días. Di vueltas. Demoraba. Fui a la cocina a poner la pava aunque sabía que hasta después no iba a tomar mate. Me hubiera gustado poder decir que ese día no. ¿Quiere un mate? -La mujer contestó que no con la cabeza y yo, con fastidio, fui a la cocina a apagar la hornalla. Volví. No la miraba. -Me duele la panza.-Ayer no vine -dijo la tipa y me dio un poco de lástima. ¿Sabe algo nuevo de Ian? -La policía ya no lo busca -Ahora sí la miré. Tenía unas ojeras terribles, el cuello ya la papada flojos, que ya empezaban a arrugarse. Pero sus brazos eran fuertes. Estaba sentada derecha, firme, esperando que me acercara a su lata. Sabía que esa mujer no iba a dejar hasta que lo encontrara. Me empezaba a gustar un poco. El Walter salió de su pieza, la vio sentada y se fue en silencio. Ni la saludó. Me dio bronca que se fuera así. A veces pensaba que, si mi hermano no aparecía más, yo habría sido capaz de tragarme toda la tierra de la casa, de romperla, de hacerla temblar. –Deme -le dije y empujó la lata hacia mí. <Espero que lo haya hecho bien>, pensé, pero no lo dije. Boluda no era. Mientras tragaba una parte de la tierra que había traído la mujer, en vez de pensar en el mocoso me puse a pensar en el beso de Hernán, en el algodón de azúcar, en las birras del día anterior. Cerré los ojos y entonces lo vi. Fue como si volviera a una noche vieja. Una noche que se había ido gastando y que ya no existía y que se podía ver desde ahí, en ese momento, en mi cabeza. También el chico daba la impresión de haberse ido gastando. Parecía drogado. El hombre lo empujó. Ian no lloraba, era su cara de siempre, pero estaba asustado. El hombre, vestido con un guardapolvo verde, miraba a Ian. Ya conocía a ese hombre. No me gustaba. Miraba al mocos como si lo estuviese midiendo. Ian casi no se sostenía. Se le cerraban los ojos y la cabeza se le iba para los costados. Se sacudió, tratando de abrir los ojos de nuevo y de hacer pie. Parecía que el aire se le hubiese convertido en algo extraño. Ian se cayó. Su cuerpo, ahora, estaba en el suelo. El hombre se sentó al lado pero dándole la espalda y el chico, que se golpeó la cabeza al caer, sangraba. Ese hombre era su padre. Antes lo miraba fijo, pero ahora que el cuerpo del chico estaba vencido, en el piso, hacía como si no estuviera. Sacó un encendedor del bolsillo del guardapolvo y se puso a fumar. Miró el cigarrillo y después fijó la vista adelante, más allá del humo, adonde yo no llegaba a ver. Fumó un rato, tranquilo. Después se levantó. Caminó hacia el auto. Traté de ver la patente pero no pude. Abrió la puerta de atrás y sacó unas bolsas negras. Buscó unos minutos algo más, pero al parecer no lo encontró y abandonó. Volvió hacia donde estaba Ian, lo alzó y con las bolsas y el cuerpo del chico en brazos empezó a alejarse. Se metió entre unos yuyos muy altos. Traté de seguirlos pero ya no pude. No los vi más y me costaba moverme. Por más que tratara, no podía avanzar. Me fui quedando paralizada. Me sentía una estatua. Clavada en esa mierda. Miré para abajo buscando tierra pero solo encontré basura que se comía mis zapatillas. Miré hacia adelante, tratando de ver al hombre que se estaba robando el cuerpo de su hijo. Pero la basura se volvía montañas. Se me metía el olor por la nariz como si fuesen avispas furiosas que buscaban la salida en mi cabeza y me hacían doler. Abrí los ojos. Todavía ese olor me lastimaba. Era como el de los perros atropellados al costado de la ruta. Miré a la mujer, sus brazos fuertes aferrando su cartera. Estaba esperando que hablara. Yo, que el olor me dejara tranquila. No sabía si a ella iba a gustarle lo que tenía que decir”.
Cometierra, la primera novela de Dolores Reyes, sorprende por su originalidad y su calidad narrativa. Su trama atrapante hace eje central en los femicidios y la trata de personas. Escrita en primera persona, narra la historia de una joven vidente a la que recurren vecinas y vecinos desesperados.
“Lo estaba esperando. Apenas había salido el sol y yo ya lo estaba esperando. De nuevo el Walter estaba metido en su pieza con la chica de los borcegos. Hacía horas que los había escuchado llegar. Yo no me había asomado. Le debía haber pegado fuerte para caer dos veces seguidas con la misma mina. Ahora, que apenas veía la luz de afuera y se empezaba a colar por mi pieza, lo estaba esperando. Aunque sabía que Ezequiel no iba a venir tan temprano, estaba despierta pensando en lo que íbamos a hacer. Me preguntaba si además de ir hasta la casa de María, si además de comer tierra y, ojalá, encontrar a la chica, íbamos a hacer algo él y yo. Me pareció ridículo. ¿Por qué pensaba en eso? Como no podía seguir durmiendo, me levanté para darme una ducha. Fui hasta el baño. De nuevo faltaban los toallones. ¿Qué hacían mi hermano y su chica secuestrando todos los toallones de la casa? La idea de salir a buscarlos descalza me gustó, pisar un rato mi terreno antes de tener que irme. Algo me hacía pensar en que capaz no volvería. Para ir al tender donde había colgado la ropa tenía que pararme al costado de mi casa. Caminé unos pasos. Sentir el pasto de la mañana me hizo pensar que mis pies nunca iban a dejarme que me fuera del todo de ese lugar. Ese suelo tenía cada vez más humedad. Con los dedos del pie traté de remover el pasto para ver debajo. La tierra también estaba húmeda. La toqué. Más tarde iba a tener que comer la tierra de otra mujer. Por eso, pensé, me quedaba un rato mirando la mía. Cuando levanté la vista, lo vi. Estaba parado en la vereda y todavía no eran las nueve. Ezequiel, con una sonrisa que me encantaba, me estaba mirando. Y yo hecha un desastre, descalza, despeinada y casi sin dormir. Entré rápido en la casa a buscar la llave del candado. Pensé en ponerme las zapatillas, pero se me habían ensuciado los pies… así que tuve que ir a abrirle a Ezequiel así como estaba. -Disculpá- dijo cuando moví la reja para hacerlo pasar. Me siguió hasta la casa. Antes de entrar, me alejé un poco y manoteé la primera toalla que vi colgada y volví. Él entró y se quedó quieto en la salita, como si no supiera qué hacer. Le señalé el sillón y le pregunté si quería tomar unos mates. Sentado, pareció menos incómodo, pero igual daba la sensación de que no conseguía soltar algo que traía adentro. Así, sufriendo, tampoco era un cana para mí. Solo un flaco más. -Me estaba yendo a bañar -le dije, y le dejé la pava caliente y el mate sobre una silla y me metí en el baño. Como Ezequiel estaba esperándome no iba a poder quedarme hasta que se gastara el agua. Me gustaba así. Agua bien caliente para mojarme el pelo y llenarlo de champú. Dejarla correr sobre mí. Que el champú se escurriera por mi cuerpo y sentirme el perfume antes del enjuague. Me agarré el pelo y me lo llevé a la nariz. Después me olí el hombro, mi lugar favorito. Volví a meterme abajo del agua dos minutos más. Me agaché para agarrar la crema de enjuague y, cuando alcé el pote, vi que estaba casi vacío. Sin enjuague, no podía peinarme. Pensé en la chica de los borcegos y quise matar al Walter: mi hermano en su vida había usado crema de enjuague. Le saqué la tapa al pote, lo llené de agua, lo volví a tapar, lo agité bien fuerte, me alejé del agua y me vacié el pote en la cabeza. Traté de que me alcanzara para las puntas. Me enjaboné. Ya no estaba el agua tan caliente ni yo tan contenta con la ducha. Cuando terminé de pasarme el jabón, el agua ya estaba tibia, así que me metí unos segundos bajo la ducha y después salí. Empecé a secarme con la toalla que había rescatado afuera, una toalla chica que apenas me alcanzó para el cuerpo. El pelo me quedó mojado. Metí la toalla debajo de la canilla un rato y, toda empapada, la colgué del gancho que había al lado del espejo. Le saqué la tapa al pote de crema de enjuague y lo dejé en la pileta. El Walter iba a entender. Me vestí y salí del baño”.
Cometierra de Dolores Reyes es una novela en donde la protagonista cierra los ojos, toma un puñado de tierra y lo traga: es en ese acto cuando llega, con más o menos esfuerzo, el contacto con la imagen esperada, esa respuesta que puede calmar la angustia de los que van tras sus desaparecidos.
Sobre la autora
Dolores Reyes nació en Buenos Aires en 1978. Es docente, feminista, activista de izquierda y madre de siete hijos. Estudió letras clásicas en la Universidad de Buenos Aires. En la actualidad, vive en Pablo Podestá, provincia de Buenos Aires. Cometierra es su primera novela.
*Por Manuel Allasino para La tinta.