La protesta es un derecho humano
Por Lucas Crisafulli para La tinta
El avance ético de una comunidad se produce cuando existen mecanismos efectivos que evitan el sufrimiento de sus miembros. En contrapartida, el retroceso ético sucede cuando, por acción u omisión, se provoca el sufrimiento. Para evitar el sufrimiento, el ser humano inventó los derechos humanos, que funcionan – o debieran funcionar – como un dique para contener el horror.
Sin embargo, entre el sufrimiento y el reconocimiento de un derecho que lo evite o lo atenúa, existe todo un proceso histórico-político atravesado por dos componentes fundamentales: la conciencia de la injusticia del sufrimiento, por un lado, y la militancia para evitarlo, por el otro. Para ponerlo con un ejemplo claro: entre las detenciones arbitrarias que sufrían, en la década del ‘80, la comunidad LGBTTTIQ+ por el mero hecho de divertirse en bares y el matrimonio igualitario, existe todo un proceso histórico que implicó el reconocimiento de la injusticia de las razias al tiempo que el despliegue de toda una serie de acciones colectivas para lograr el reconocimiento, proceso no exento de contradicciones y dificultades.
El matrimonio igualitario como derecho no fue, en lo más mínimo, la concesión de un gobierno, sino la conquista de un derecho por parte de un colectivo que tuvo que militar, a fuerza de poner el cuerpo, el reconocimiento de sus derechos.
Ningún derecho es un regalo, sino una conquista producida por la lucha. Como dice José Martí: «Los derechos se toman, no se piden; se arrancan, no se mendigan».
Seríamos necios si no reconociéramos que existen gobiernos que posibilitan ciertas luchas que hacen viable la conquista de derechos y otros gobiernos que trabajan empecinadamente para evitar que cualquier colectivo conquiste sus derechos. Porque, como sabemos, la falta de derechos de muchos permite los privilegios de unos pocos. Los privilegios son siempre a pesar de otros e, incluso, contra otros. En cambio, los derechos son siempre con otros.
En el proceso que se sucede entre el sufrimiento y el reconociendo, existe una herramienta fundamental: la protesta, que es un derecho humano y de los más fundamentales. ¿Por qué? Porque posibilita la existencia de otros derechos. La protesta ha sido, históricamente, el medio con el cual se han logrado derechos, desde el matrimonio igualitario hasta el aguinaldo; desde las ocho horas de trabajo de la jornada laboral hasta la gratuidad de la enseñanza; desde el voto masculino secreto hasta el voto femenino; desde las vacaciones pagas hasta el medio ambiente sano. Absolutamente todos los derechos son parte de luchas colectivas conquistadas a través de la protesta. Por eso, el derecho de protesta es la madre de los derechos humanos, porque es el medio con el cual se logran otros derechos.
La historia misma de los derechos humanos es la historia de cómo la protesta ha engendrado otros derechos. Por eso, es tan peligro cuando leyes, decretos o resoluciones judiciales restringen la protesta y, más aún, cuando fallos se dedican a criminalizarla. Transformar la protesta en delito es detener el motor de la historia de los derechos humanos. Criminalizar la protesta no es solo vulnerar un derecho humano, sino vulnerar todos los derechos que podrían conseguirse con la protesta.
Por eso, es tan grave la resolución del Juzgado Federal Nro. 3 de Córdoba a cargo de Hugo Vaca Narvaja que decidió procesar a veintisiete estudiantes universitarios que realizaban una toma pacífica del Pabellón Argentina en reclamo de mayor presupuesto para la universidad en un contexto neoliberal. Si la protesta es delito, no hay derechos ni democracia ni Estado de Derecho. Sin protesta, no hay ciudadanos, sino súbditos.
No es válido el argumento que la protesta afecta a otros derechos y citar la trillada frase “tus derechos terminan cuando empiezan los míos” porque, así como mi derecho a protestar termina cuando empieza tu derecho a circular, tu derecho a circular termina cuando comienza mi derecho a protestar. En otras palabras, la protesta siempre implica una afectación, pero también se afecta la circulación cuando cortan una calle para arreglarla, hacer una maratón o festejar un triunfo de un equipo de fútbol.
En el caso del Pabellón Argentina, éste se cerró e, incluso, se valló cuando iba a realizarse una Asamblea Universitaria y, claro está, se interrumpió el normal desarrollo de las actividades, pero a nadie de forma sensata se le ocurriría allí procesar por delito a alguien. El Pabellón Argentina también se cierra cuando desinfectan, cuando están de vacaciones o cuando se corta el agua. Si solo molesta cuando se cierra para una protesta, quizás sea la protesta lo que molesta y no otra cosa.
Transformar las tomas estudiantiles pacíficas de los espacios universitarios en el delito de usurpación es romper el motor de la historia de los derechos en la educación. ¿Se imaginan recordar a los reformistas como usurpadores? Por suerte, muchas veces, la historia se encarga de corregir los fallos judiciales y de hacer pasar al olvido a quienes han criminalizado las luchas.
Por eso, no existe una tarea más democrática y urgente que defender el derecho de protesta como el primer derecho contra todos aquellos que, aun creyendo defenderla, la criminalizan.
*Por Lucas Crisafulli para La tinta.