Conversaciones en las montañas de Kurdistán
Los ojos de América Latina recorren en esta crónica desde las montañas de Qandil la historia de la guerrilla kurda del PKK.
Por Sara Rojo para La tinta
Cuatro fogonazos iluminan el cielo nocturno. Gulan mira a sus compañeras para confirmar que están ahí. Ninguna se mueve. Las nubes, que desde hace una semana son su techo, se tiñen de rojo.
—Bombas, murmura una voz que confirma lo que las miradas registran.
Es agosto de 2015 en las montañas de Qandil y la ofensiva turca contra la guerrilla del Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK) empieza a acelerar la historia de un nuevo genocidio.
—Están cayendo a no más de 30 kilómetros de acá.
Sobre una alfombra sintética que durante el día se camufla entre los campos secos y las plantaciones de duraznos, un grupo de combatientes se acomoda para dormir a la intemperie de otra noche más. Está prohibido encender linternas y menos aún fumar. El constante rugido de los aviones turcos las sobrevuela hace días, pero están acostumbradas. Si los aparatos bajan rasantes de las alturas, las turbinas enmudecen y sólo queda esperar lo peor.
La silueta delgada y ágil de Gulan deja adivinar su sonrisa. Con 24 años, es la responsable de organizar a la juventud de su barrio para resistir a la violencia de las fuerzas represivas del Estado turco, que los persigue y encarcela acusándolos de terroristas. Hace dos años que se unió al PKK en Amed, la capital de Kurdistán del Norte, sudeste de Turquía.
Le asignaron esa tarea después de recibir cuatro meses de formación política y militar en las montañas de Qandil, en el norte de Irak, donde el PKK tiene sus bases. Ahora quiere quedarse ahí, como casi todas, pero es poco probable que las comandantes la acepten. La situación en Amed es difícil. En la ciudad, quedaron pocos cuadros del partido después de que cientos se unieran a las milicias en Rojava, en el norte de Siria, y otros 900 cayeran detenidos en un solo día de razzia policial en los barrios de Amed.
—Me cansé de renegar con los militantes de la izquierda turca en la facultad. Le hacen el juego al sistema, respondió Gulan a la pregunta de cómo se unió a la guerrilla.
Esas razones sonaban insuficientes para semejante decisión.
—Me fui de la casa de mis padres a los 17 años para estudiar. En la facultad, conocí un chico, también militante por la causa kurda, y a los 21 años me casé, dijo con un tono que parecía burlarse de su historia, escrita en un mandato cultural de siglos, según el cual la mujer que no se casa no se realiza como tal.
Pero la vida de Gulan bordeaba esos contornos tan definidos para la gran mayoría de las mujeres en Medio Oriente. Había conseguido un trabajo en el buffet de la facultad que le servía para costear sus estudios y con eso también ayudaba a su novio a no abandonar la carrera de Sociología.
Su familia de origen era lo que se conoce dentro del Movimiento de Liberación Kurdo como “patriota”, simpatizantes del PKK y defensores de sus ideales, pero que no forman parte de las estructuras partidarias, sino de los espacios de democracia de base en cada pueblo, aldea o ciudad. Esa mentalidad es la que les permitió oponerse a la decisión matrimonial de su hija y suplicarle que lo considerara dos veces, que terminara sus estudios, que mejor espere.
—Mi familia decía que ese chico no era para mí, que mi enamoramiento no me dejaba ver la realidad, pero yo quería hacerlo y me casé.
El cautiverio duró dos meses. Desde el día después de la boda, la suegra la sentó para explicarle cómo sería su vida de “feliz matrimonio”, de acuerdo con lo que ella y su hijo consideraban apropiado: debería abandonar sus estudios y no habría ni un libro en su nueva casa porque la mujer casada no puede leer. También debía procurar su amor en la comida y la limpieza del hogar, y seguir adelante con el culto de la tradición islámica que la familia del marido profesaba.
—Mi marido se empezó a convertir en un monstruo. Me di cuenta de que todo lo que alguna vez creí que en él podría cambiar, era una vana ilusión, por no decir una estupidez.
Gulan tomó la valiente decisión de decir basta dentro de una sociedad que considera a la mujer como el honor del hombre. Una sociedad en donde los hombres, sea en el rol de esposo, padre o hermano, si consideran que su honor fue herido o dañado por una mujer, sienten el “derecho” de asesinarla o entregarla a la persona que debe vengarse para recomponer su honra. A pesar de que esta práctica encuentra cada vez menos consenso, un informe del año 2008 de la Dirección de Derechos Humanos del primer ministro de Turquía confirmó que, sólo en Estambul, hubo un asesinato de honor por semana y más de mil durante los cinco años anteriores.
Lo que en América Latina se conoce con el eufemismo de “crimen pasional” y en Argentina hace poco tiempo empezó a nombrarse por lo que es, femicidio, en gran parte de Turquía es aceptado como parte de un código moral, basado en la más aberrante dominación patriarcal. Para combatir esta cultura, el Movimiento de Mujeres Kurdas llevó adelante una intensa campaña en la que tomaron el concepto de “honor” -tan significativo para este pueblo- y levantaron la consigna “Mi honor es mi libertad”.
Gulan tomó la determinación de salvarse de la esclavitud que su nueva vida matrimonial le deparaba y buscó apoyo en su padre. Al considerar sus consejos previos y que los unía una linda relación de compañerismo, vio en el hombre de su familia a la única persona capaz de sacarla de aquel tormento. Pero el padre se negó. Casarse había sido su deseo, a pesar de todo, y tendría que soportar las consecuencias.
Fue entonces cuando su madre juntó a las hermanas, a las tías, a las primas y formaron un bloque de trece mujeres para rescatarla. Gulan se fugó de la casa matrimonial con la colaboración y protección de las mujeres más queridas de su clan.
Tiempo después, volvió a la facultad y el marido abandonado le decía a los amigos que era él quien la había dejado; no fuera cuestión de que perdiera también el honor entre sus compañeros de militancia estudiantil.
En medio de la confusión que le producía esa situación y los problemas con la militancia de izquierda en la universidad, Gulan decidió unirse como cuadro del PKK. Organizar la resistencia contra los ataques de los fascistas turcos en las calles suburbanas de Amed es algo para lo que no le tiemblan las piernas ni la voz.
Esta historia, que sólo se separa por miles de kilómetros en el mapa de muchas historias en América Latina, representa una de las razones que mueven la lucha por la libertad de las mujeres. Aún en el seno de familias progresistas, que siguen la lucha del PKK, el liderazgo de Abdullah Öcalan y que adhieren a los principios del Confederalismo Democrático, la dominación del hombre está lejos de superarse. Como dicen ellas, no sólo se trata de quitarse el velo de la cara y vestirse con pantalones.
Amanece en Qandil y la noticia del bombardeo arroja el saldo de cuatro civiles y dos guerrilleros muertos en una aldea a 24 kilómetros del campamento, que ahora es un hormiguero, mientras la responsable toma medidas de seguridad. Gulan se saca el uniforme de miliciana y se viste de jeans y camisa. Mochila al hombro, le espera una semana de caminata por las montañas del norte de Irak, varias noches en campamentos guerrilleros o aldeas campesinas, hasta cruzar la frontera con Turquía y volver a Amed, sin que los servicios de inteligencia detecten que sus pisadas y sus palabras ya son ejemplo de revolución.
*Por Sara Rojo para La tinta