La revolución latinoamericana del siglo XXI
Compartimos uno de los textos que forma parte del libro «Revolución. Escuela de un sueño eterno». “Quiero poner el acento en la actitud de los pueblos más que en los supuestos errores de las direcciones de los partidos y del Estado, porque quienes decimos ser de izquierda y revolucionarios debemos aceptar que la historia la hacen los pueblos, no los caudillos”.
Por Raúl Zibechi publicado por Agencia Paco Urondo
Cuatro revoluciones triunfantes hubo en América Latina en el siglo XX: la mexicana en 1911, la boliviana en 1952, la cubana en 1959 y la sandinista en 1979. Tres de ellas fracasaron por implosión, cuando las fuerzas rebeldes no fueron capaces de orientar su triunfo en una dirección antisistémica. La cubana, la única que se mantiene en pie, ha conseguido importantes logros en salud y educación, pero no se puede decir que esté transitando un proceso emancipatorio.
Las revoluciones del siglo XX en América Latina, confirman lo que nos han enseñado las veinte revoluciones triunfantes en el mundo, desde la revolución rusa de 1917 que cumple cien años, hasta la vietnamita y la china: que los pueblos, los trabajadores y campesinos pueden derrotar a las clases dominantes y al imperialismo.
Este es un tema mayor, ya que a lo largo de los últimos cien años se han producido revoluciones cada cinco o seis años, si contamos apenas las que llegaron al poder y se consolidaron. Si sumáramos además las que fracasaron en ese empeño, probablemente habría que duplicar la cifra total. En todo caso, comprobar que los pueblos pueden vencer, debe llenarnos de esperanza en estas horas de ofensivas de las derechas y retrocesos de las izquierdas.
Fracaso en el segundo paso
Como ha señalado en varias oportunidades el sociólogo Immanuel Wallerstein, las revoluciones han seguido una estrategia en dos pasos: primero tomar el poder y luego transformar la sociedad. Este segundo paso siempre ha mostrado mayores dificultades que el primero, al punto que tres revoluciones en nuestro continente se puede decir que estallaron desde dentro, por diversos motivos.
En el caso mexicano y el boliviano la falta de una dirección política unificada con claridad de criterios, ha sido una de las razones de que el empeño de millones se perdiera en los vericuetos del poder estatal. El caso nicaragüense enseña la combinación entre la presión exterior (que siempre está presente) y los límites del sandinismo, tanto políticos como éticos, para explicar el sonado fracaso de la más reciente revolución latinoamericana.
El caso de Cuba es más complejo. Los problemas no devienen de la falta de una fuerza política hegemónica, ya que la dirección encabezada por Fidel mostró siempre caminos concretos a una población que desde los primeros días estuvo dispuesta a seguir a sus dirigentes. Hay cuestiones estructurales que me parecen mucho más pertinentes y que explican las enormes dificultades para transitar un camino diferente al capitalista, del cual la isla parecía haberse apartado y que ahora parece querer retomar.
Los mejores momentos de la revolución, desde mi mirada actual, fueron los de la década de 1960, cuando el Che impulsaba relaciones sociales no capitalistas en el trabajo (apelando al trabajo voluntario) y en la vida cotidiana. Cuando se debatía si en las sociedades de transición la ley del valor debía regular la economía, así como las contradicciones entre mercado y plan, entre muchas otras. El Che apelaba siempre a la conciencia de los trabajadores para acotar los estímulos materiales que fomentaban, en su opinión, la reproducción del capitalismo. Junto a la revolución cultural china y los primeros años de la revolución rusa, la cubana representó los mayores intentos por trascender la realidad heredada.
En los casos mentados, el frenazo y posterior retroceso no se debió al imperialismo (que hizo su trabajo) sino a dificultades internas, que podemos establecer en un punto nodal: la mayor parte de la población se levantó porque vivía muy mal (guerras, hambrunas, represión, etc.), pero cuando empezó a vivir mejor, la potencia de la conciencia se fue desvaneciendo hasta quedar en una suerte de apoyo pasivo al sistema de Partido/Estado socialista.
Quiero poner el acento en la actitud de los pueblos más que en los supuestos errores de las direcciones de los partidos y del Estado, porque quienes decimos ser de izquierda y revolucionarios debemos aceptar que la historia la hacen los pueblos, no los caudillos. No quiero decir que la actitud de éstos no tenga importancia. Vaya si la tiene. Pero en última instancia, quienes pisan el acelerador o el freno en los procesos de cambio, son los pueblos, las clases y las generaciones más jóvenes.
La segunda cuestión a destacar es que las revoluciones han sido hijas de las guerras. En consecuencia, en el poder se instala un grupo dispuesto de forma jerárquica, integrado por hombres blancos ilustrados. Esa disposición del nuevo poder, imprescindible para ganar la guerra a las clases dominantes y al imperialismo/colonialismo, es un obstáculo para avanzar en el sentido de una sociedad más igualitaria. Estamos ante un problema estructural que afectó a todos los procesos de cambio, de modo relativamente independiente de quiénes estuvieran al frente del aparato estatal/partidario.
Este grupo o partido de vanguardia es el que ha encabezado la reconstrucción de los poderes estatales, en general desarticulando o minimizando los poderes no estatales como los soviets, en el caso ruso, y las formas de poder popular en las otras revoluciones. En este punto, quiero tomar distancia de quienes atribuyen los fracasos a las corrientes que se hicieron con el poder (Stalin o Teng Siao Ping), ya que pienso que estamos ante una dificultad mayor, que se relaciona con la imposibilidad de pensar la emancipación más allá del horizonte estatal. Probablemente la disposición de las fuerzas vencedoras tenga alguna relación con esta cuestión que vale la pena reflexionar.
La tercera es que nunca hemos contado con una economía socialista y construirla se ha revelado mucho más difícil de lo imaginado. Una economía que no funcione en base a la división entre el trabajo manual y el intelectual, entre quienes mandan y quienes obedecen, entre ciudad y campo, entre producción y distribución. Considero que este es un punto muy delicado y muy oscuro en los debates actuales, pero también lo fue en la historia. Recordemos que Lenin defendía el taylorismo y el fordismo, que propuso que el socialismo consistía en “soviets más electrificación” y que hoy la mayor parte de la izquierda no puede ver más allá de la propiedad privada o estatal de los medios de producción.
No contamos en esta sociedad con una economía con impulso propio, auto-sustentable y capaz de reproducirse a sí misma sin la intervención de agentes externos al ciclo económico, como el Estado o el partido. Esta es una desventaja muy seria para los procesos de cambio. Sólo las economías comunitarias y la llamada economía solidaria están en condiciones de ofrecernos ejemplos vivos de otra economía posible, pero no son consideradas alternativas para la inmensa mayoría de las izquierdas y del campo popular.
La cuarta, muy relacionada a la anterior, es que la cultura hegemónica entre nosotros es la cultura del capitalismo y del patriarcado, y que cambiarla ha mostrado ser mucho más difícil de lo que creíamos. Una nueva cultura no se crea y recrea en poco tiempo. Pero, sobre todo, para que algún día llegue a ser hegemónica, aceptada como “sentido común” por las mayorías, se requiere de un largo proceso de décadas o siglos.
La quinta cuestión es que la clave de una sociedad es quién tiene el poder. En ninguna de las revoluciones el poder ha descansado, durante un período más o menos largo, en los trabajadores y los campesinos. Incluso en Rusia, el poder soviético fue efímero. Luego sobrevino la reconstrucción del Estado y del ejército rojo para frenar la contra-revolución. La cultura capitalista nació, lentamente, a partir de mediados del siglo XIV, cuando la peste negra creó las condiciones materiales y espirituales para superar la cultura hegemónica bajo el feudalismo. Sólo con los siglos y la sucesión de catástrofes, pudo convertirse en sentido común.
De las cinco cuestiones mencionadas, creo que la decisiva es quién tiene el poder. En general, se lo han apropiado los encargados de gestionar el Estado, dando nacimiento a una camada de gestores que no son propietarios de los medios de producción, pero los utilizan en su propio beneficio ya que los controlan a través de la gestión. A mi modo de ver, este es un punto ciego del pensamiento crítico, demasiado focalizado en la propiedad y muy poco en la gestión y en la división del trabajo.
A través del control de los medios que formalmente pertenecen al Estado y del control del aparato estatal, los gestores se apropian de los excedentes generados por los trabajadores. No hace falta tener la propiedad, con tener la gestión alcanza para formar parte de una clase explotadora. La realidad de los fondos de pensiones, que tienen infinidad de pequeños propietarios pero son dirigidos por gerentes que ganan fortunas, debería movernos a investigar y analizar esta nueva realidad del capitalismo que no conocieron ni Marx ni Lenin. A propósito, Mao escribió durante la revolución cultural acerca de la nueva burguesía que estaba naciendo bajo el poder rojo, sin necesidad de ser propietaria ni de la tierra ni de las fábricas.
En apretada síntesis: se puede tomar el poder, pero los pasos siguientes son mucho más difíciles y hasta ahora nadie en ningún lugar ha conseguido crear una sociedad como la que seguimos imaginando, soñando y deseando.
El papel de los movimientos sociales
En los últimos años los movimientos vienen creando espacios en los que ensayan culturas diferentes a las hegemónicas. Eso supone un cambio radical, ya que en esos espacios se experimentan relaciones sociales de nuevo tipo, en general diferentes al capitalismo. Me refiero al Movimiento Sin Tierra de Brasil (MST), a los diversos movimientos organizados en Vía Campesina, así como colectivos afrodescendientes en Brasil (quilombolas) y en la costa Pacífico de Colombia (sobre todo el Proceso de Comunidades Negras), y diversas comunidades indígenas rurales andinas y urbanas como Cherán, en México.
Una característica de estos movimientos es la territorialización, la toma/recuperación de tierras donde establecen comunidades que cultivan la tierra, a veces de modos no convencionales, o sea sin agrotóxicos. Lo hacen en forma cooperativa o colectiva por ayuda mutua, en tierras familiares o comunes, donde debaten en asambleas los modos de organizar la producción y la distribución.
Una característica notable es que han logrado implementar escuelas y clínicas de salud autogestionadas en esos mismos territorios. En algunos casos, como el MST, la cantidad de espacios de educación es notable: 1.500 escuelas que funcionan en los asentamientos, con pedagogías propias y docentes del movimiento. No son experiencias marginales, sino una parte del mundo nuevo que ya está naciendo y que probablemente se vaya consolidando a lo largo del tiempo.
Los medios de comunicación alternativos, comunitarios o autogestivos, son otra de las notables experiencias populares. En Argentina la Asociación de Revistas Culturales Independientes Autogestivas (ARECIA) afirma que en su último censo encontró casi 200 publicaciones en papel y digitales que generan trabajo para 1.500 personas y cuentan con 7 millones de lectores. Detrás de ellas hay centros culturales, cooperativas de trabajo y organizaciones sociales. No son medios marginales, ya conforman una masa crítica que ha logrado posicionar la desaparición de Santiago Maldonado en la sociedad argentina, entre otros logros.
Los movimientos actuales tienen, por lo tanto, una importancia estratégica. En ellos se foguean y forman cientos de miles de militantes, que están practicando una cultura diferente a la hegemónica. De modo que crean las condiciones materiales y culturales de la revolución, algo que no sucedió en procesos anteriores que debieron comenzar casi de cero (salvo el caso de las zonas rojas chinas), antes de la destrucción del aparato de poder de las clases dominantes.
La revolución zapatista
En cinco regiones de Chiapas, más de mil comunidades que agrupan entre 200 y 300 mil personas, organizadas en 35 municipios y cinco juntas de buen gobierno, están construyendo un mundo nuevo, con sus formas de poder, su justicia, sus espacios de auto-gobierno comunitario, municipal y regional.
Se trata de la primera revolución que desafía la trayectoria en dos pasos de las revoluciones anteriores y se diferencia de ellas por lo menos en cuatro aspectos: el papel central lo juegan las comunidades, las mujeres son protagonistas de igual nivel que los varones, se han construido poderes no estatales (que no son calco y copia del Estado, sino que se inspiran en la rotación comunitaria) y han descartado la guerra, aunque van a defenderse si los atacan.
Creo que el proceso zapatista parte de los límites que habían mostrado las revoluciones anteriores y se propone tomar otra dirección, bien diferente a las que conocimos desde el poder soviético. Quiero expresar una aproximación a esa realidad en tres puntos.
Uno. Estamos ante poderes de nuevo tipo, que no se parecen a los soviets (parlamentos obreros) pero pueden tener algo en común con las comunas chinas. Lo más destacable es que la lógica y la cultura comunitaria es la que moldea y modela todos los espacios de poder. Las juntas de buen gobierno rotan semanalmente, imparten justicia en base a los mismos criterios de las comunidades, no forman una burocracia civil y militar, que es el núcleo de los Estados, sino formas de poder no estatal que funcionan desde hace más de una década y no se han burocratizado ni han sido usurpadas por el partido.
Dos. Han construido una sociedad otra, con todos los atributos que tiene una sociedad, desde la educación y la salud hasta la producción y la distribución en formas diferentes a las hegemónicas. Tienen bancos que hacen préstamos a las bases de apoyo y han logrado poner en pie un sistema económico que se sostiene y reproduce, y en el cual los trabajos colectivos (que practican desde hace ya 30 años) son el motor de la autonomía, que es la seña de identidad que caracteriza al zapatismo. Autonomía de todos y todas en todos los niveles, desde la comunidad hasta el caracol, desde la familia hasta las cooperativas de mujeres, desde la salud hasta la educación, todo es autonomía.
Tres. No hay un grupo de varones blancos ilustrados al timón de mando. El grupo que llegó a la selva Lacandona (miembros de las FLN), se colocó pronto por debajo de las comunidades, al servicio de las bases de apoyo. Ese proceso se profundizó a comienzos de la década de 2000, cuando decidieron crear las juntas de buen gobierno y dejar al ejército como instancia de defensa y vigilancia, pero sin intervenir e interferir en los asuntos de las autonomías.
No van a extender este proceso a punta de fusil, porque implica crear un aparato estadocéntrico y, sobre todo, porque las comunidades no quieren la guerra. El marco de su revolución no coincide con las fronteras del Estado-nación. Hacerlo así sería, como menos, una concepción colonial. No aspiran a gobernar a otros y otras, sino impulsar el autogobierno más amplio de todos y cada uno de los pueblos y grupos oprimidos.
Por último, la transición hacia un mundo nuevo, nos enseña la historia, demanda siglos. Así fue la transición de la antigüedad al feudalismo y de éste al capitalismo. En esa transición, algunas experiencias como la zapatista, y probablemente los asentamientos sin tierra, serán recuperadas en algún momento por sectores más amplios. Algo así sucedió con los burgos democráticos y autónomos en la edad media y con la “marca germánica” en los siglos posteriores a la caída del imperio romano.
Puede parecer poco, pero lo mejor que podemos hacer para impulsar la revolución en América Latina, es crear, potenciar, difundir y sostener experiencias de base, abajo y a la izquierda, como las que –en mayor o menor grado de extensión- existen ya en nuestro continente.
*Por Raúl Zibechi de «Ensayos crónicos en un instante de peligro» publicado por Agencia Paco Urondo.