Perú: los niños con plomo de Cerro de Pasco esperan justicia
En una de las principales ciudades mineras del Perú, los y las niñas presentan altos niveles de plomo en sangre, anemia, problemas de aprendizaje, dolores de cabeza y sangrado por la nariz.
Por Ernesto Cabral y Marco Garro para Ojo Público
De pie frente a los bloques de cemento grisáceos, donde funcionan las oficinas centrales del Seguro Social de Salud en Lima, y con un cuchillo escondido entre sus ropas, Simeón Martín Huete repasó por última vez su plan para quitarse la vida. Era finales de 2018, y se cumplían cuatro años desde que su hija Esmeralda comenzó a sangrar por la nariz, de manera recurrente, debido a una aplasia medular severa diagnosticada en 2014; y dos años desde que su primer dosaje arrojó que su sangre estaba contaminada de plomo: Esmeralda tenía 28 microgramos de este metal por cada decilitro de sangre, casi tres veces más de lo permitido para la salud.
Simeón libraba una lucha ante Essalud para que su hija reciba un trasplante de médula ósea. Los últimos meses de 2018, Esmeralda había empeorado: las transfusiones de plaquetas, que ella debía recibir cada dos días, le estaban causando fiebre. En su desesperación, Simeón pensó que quitarse la vida en las oficinas centrales del Seguro Social podría acelerar una atención prioritaria. Sin embargo, al ingresar al inmueble, Simeón desistió. “Mi hija quiere vivir”, dice el padre de Esmeralda, un año después de este hecho, desde su casa en Pasco.
Aunque su hija recibe atención médica en Lima, Simeón y Esmeralda viven en el barrio de Vista Alegre, ubicado en el distrito de Simón Bolívar, en la ciudad de Cerro de Pasco. Desde su hogar, se observa El Tajo, una operación minera a cielo abierto que está conformada por alrededor de 30 enormes escalones, cada uno más angosto que el anterior, mientras se acercan a las entrañas de esta ciudad minera, y por donde aún se observa y escucha el recorrido de volquetes. Hace 10 años, la antropóloga Bárbara Trentavizi señaló la similitud de este lugar con los círculos concéntricos del infierno de Dante Alighieri.
Simeón cree que la causa de la enfermedad de su hija es El Tajo, que se ve desde su casa -cuyo nombre oficial es Raúl Rojas-, y las operaciones mineras en Cerro de Pasco, de las cuales hay registro por lo menos desde la época colonial; pero que, en los últimos años, tienen como protagonista a Volcan, una compañía controlada por el conglomerado de capitales suizos Glencore, cuyo accionariado supera el 55 por ciento de participación en esta minera, y por la familia peruana De Romañana Letts, con alrededor del 25 por ciento de las acciones.
Volcan adquirió el tajo Raúl Rojas en 1999; luego de que este fuera operado, primero, por la entonces minera de capitales estadounidenses Cerro de Pasco Cooper Corporation y, después, por la Empresa Minera del Centro del Perú (Centromin), durante el gobierno militar de Juan Velasco Alvarado. En 2010, esta operación produjo 1,9 millones de toneladas de minerales, que representó, junto a las demás operaciones de Volcan en Cerro de Pasco, un total de 52 mil toneladas de concentrado de plomo, según su memoria anual.
En 2012, Volcan suspendió la explotación del tajo Raúl Rojas. Desde entonces, solo procesa el mineral marginal de esta operación. Glencore, por su parte, posee inversiones en Áncash y Cusco, a través de las mineras Antamina, Antapaccay y Los Quenuales. El 2020 las exportaciones de plomo de Volcan superaron los 25 millones de dólares.
Volcan está ubicada entre las compañías más multadas por haber cometido diferentes infracciones ambientales en el Perú, según el listado del Organismo de Evaluación y Fiscalización Ambiental (OEFA). Solo en el distrito de Simón Bolívar, donde viven Simeón y Esmeralda, dicha minera ha recibido 23 sanciones, entre 2010 y 2016, que representan una multa acumulada de tres millones de dólares. “La exposición al plomo es un problema sanitario importante para la población (de Cerro de Pasco) cercana a los depósitos de minerales”, dice el Centro Nacional de Epidemiología, Prevención y Control de Enfermedades.
Un atisbo de justicia se abrió el 29 de noviembre, cuando la ciudadanía de Suiza votó, a través de un referéndum, la posibilidad de modificar su Constitución para que las compañías con sede en territorio suizo deban cumplir con las normas ambientales y respetar los derechos humanos cuando operen en países extranjeros, como con Glencore y sus operaciones en Cerro de Pasco.
“Una y otra vez, las corporaciones con sede en Suiza violan los derechos humanos e ignoran los estándares ambientales mínimos”, asegura la organización internacional Swissaid, y pone como ejemplo las operaciones mineras de Glencore en la provincia de Espinar, en Cusco. La denominada Iniciativa de Responsabilidad Empresarial, familias como Simeón y Esmeralda buscaba alegar, ante las autoridades de Suiza, que Glencore no cumple con el respeto a la salud de los ciudadanos y al medio ambiente en Cerro de Pasco.
Sin embargo, la tarde del último domingo 29 de noviembre el gobierno suizo declaró que la Iniciativa de Responsabilidad Empresarial (KVI, por sus siglas en suizo-alemán) fue rechazada. El sistema de votación en dicho país estipula que una iniciativa -que busque modificar la Constitución a través de un referéndum- debe cumplir con dos criterios: primero, ganar el voto popular a nivel nacional; y, segundo, ganar en la mayoría de los 26 estados suizos (denominados cantones).
Según los resultados finales, el “Sí” obtuvo el 50,73 por ciento de los votos en el escrutinio general, mientras que el “No” alcanzó solo 49,27 por ciento. Sin embargo, la mayoría de los cantones rechazaron la iniciativa. Es decir, la KVI solo obtuvo uno de los dos requisitos necesarios para ser aprobada, un escenario que solo ha ocurrido una vez en la historia de Suiza, según la organización Swissaid. Según el recuento oficial, solo el 47,02 por ciento de la población fue a votar a estos comicios.
Ojo Público recorrió los principales barrios, asentamientos humanos y centros poblados del distrito de Simón Bolívar, aledaños a la operación minera de Volcan, y conversó con alrededor de 10 familias que comparten las mismas características que Esmeralda: niños con altos niveles de plomo en sangre, con problemas de crecimiento y aprendizaje, además de deficiencias en la memoria a corto plazo y en el habla, y el signo que se ha convertido en característico entre estos menores: el sangrado por la nariz.
Los niños sangrantes
Las calles del distrito de Simón Bolívar, donde viven Simeón y Esmeralda, suelen estar iluminadas durante las noches, sea por la luz amarilla de los postes de electricidad pública, o por el blanco de los rayos que descienden en anuncio de la llegada del trueno y el invierno. El silencio del barrio, por su parte, solo es interrumpido por los ladridos de perros callejeros, que deambulan en jaurías en las calles de esta ciudad, ubicada a más de 4.000 metros de altitud.
Con 12 años y ya sin la necesidad de usar una silla de ruedas, Esmeralda abre la puerta de su cuarto. Dentro de poco se van a cumplir dos años desde que, finalmente, la hija de Simeón recibió un trasplante de médula ósea en Argentina, donde tuvo que estar internada durante seis meses, acompañada por sus padres. Aunque un poco somnolienta, Esmeralda confiesa que quiere ser doctora. “Ella quiere salvar vidas”, agrega Simeón.
La lucha de Esmeralda, sin embargo, aún no ha culminado. A inicios de este año, Simeón, su esposa e hija, viajaron a Lima con otras familias de Cerro de Pasco y acamparon frente al Ministerio de Salud (Minsa), para exigir un tratamiento de desintoxicación de metales pesados para sus hijos. “Los doctores argentinos casi se caen de espaldas al ver los resultados del dosaje de plomo de mi hija”, confiesa Simeón a Ojo Público.
Cerca de la casa de Simeón y Esmeralda, en el Asentamiento Humano José Carlos Mariátegui, vive Alexis, otro niño de ocho años que sangra por la nariz y ha registrado altos niveles de plomo en sangre. “Los doctores en el Hospital del Niño en Lima nos han dicho que tenemos que salir de aquí”, dice su madre, Dilma Espinoza Cristina, parada en la puerta de su casa, donde el alumbrado público es escaso, pero cuyo rostro se ilumina con cada relámpago que cae del cielo por la tormenta de inicios del invierno.
Desde que los doctores confirmaron que tiene arsénico y plomo en su sangre, dice su madre, Alexis recibe tratamiento en el Hospital del Niño de Lima. Su última visita fue en noviembre del año pasado: no ha podido regresar debido a la pandemia. En cambio, su último sangrado por la nariz ocurrió hace solo tres semanas. Sin embargo, la principal preocupación de Dilma es que su hijo tiene dificultades para seguir las clases del programa estatal Aprendo en Casa por la radio. “Cuando le enseñas, se olvida”, reconoce Dilma.
Efectivamente, la Organización Mundial de la Salud (OMS) alerta que el plomo afecta el desarrollo cerebral de los niños, lo que ocasiona dificultades de atención y reduce su desempeño en clases; además de causar anemia, hipertensión y daños renales. El Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos agrega que la intoxicación por plomo genera dificultades en el aprendizaje y problemas de conducta en los niños, además de dolores de cabeza y pérdida de memoria. El sangrado por la nariz está registrado como un síntoma de la exposición a metales pesados en Pasco desde inicios del siglo pasado, y ha sido reportado, este año, por la organización Source International en su último informe.
El propio Alexis confiesa que no le gustan sus clases, y su madre asegura que sus problemas para retener información a corto plazo son consecuencia del plomo en la sangre de su hijo. Ahora, Alexis y su hermana Mayeli, de 15 años, comparten un mismo celular para copiar las tareas que les envía su profesor por WhatsApp, mientras no puedan salir de casa debido a la COVID-19. “Estamos gastando bastante en Internet”, dice Dilma, mientras se apoya en una mesa cubierta por una bandera de la fundación del lugar donde vive hace 22 años. “Mis padres fueron fundadores de José Carlos Mariátegui”, agrega con orgullo.
Cerca de la casa de Alexis, pero en el centro poblado de Paragsha, vive Wendy Castañeda. En 2012, mientras Volcan registraba millonarias ventas de concentrado de plomo al extranjero, el dosaje de Wendy, que en ese entonces tenía nueve años, arrojaba que cada decilitro de su sangre contenía 12 microgramos de plomo, a pesar de que el Centro para el Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos alerta que los niveles de plomo en niños deben estar por debajo de los cinco microgramos. “Toda mi familia ha sangrado, por eso mi objetivo es salir de aquí lo antes posible”, dice su padre, Marco Castañeda Gonzales.
Marco y su esposa Vilma Tobalino viven con Wendy y sus otros cuatro hijos en Paragsha, un centro poblado de Cerro de Pasco, que limita por el oeste con el tajo Raúl Rojas. Desde el patio de esta casa, se observa a los volquetes dando vueltas en los círculos concéntricos de la mina a cielo abierto, y un cerro artificial que ha sido creado por la acumulación, durante años, de los desmontes de la mina operada por Volcan. La pesadilla de esta familia, según la calificación de esta pareja de esposos, comenzó en 2018.
“Kiara está sangrando”, gritó Wendy sobre su hermana menor, que en 2018 tenía 12 años. Al ingresar al hogar, alertada por el grito de su hija, Vilma encontró una escena que recuerda con detalle: “Era como si hubiera derramado un balde de sangre”. La niña fue llevada a la posta más cercana, luego trasladada al Hospital Regional Daniel Alcides Carrión y, finalmente, atendida en el Instituto Nacional de Salud del Niño en Lima. Durante los meses que ambos padres acompañaron a su hija en la capital, los tres hermanos mayores -Junior, Wendy y Marco- dejaron sus estudios y buscaron trabajo para costear los gastos.
“El diagnóstico fue leucemia mieloide crónica”, dice Vilma, mientras sostiene unas fotos que muestran a su hija Kiara, en blanco y negro, internada en la capital. “Ella estaba pálida como un papel, no podía pararse y se le veían las costillas”, agrega, mientras se escucha al fondo el traslado de tierra en las entrañas del tajo.
Aunque Kiara se encuentra estable, Marco exige que el Estado cumpla con los compromisos acordados con su familia y otras del distrito de Simón Bolívar, que incluye “la reubicación de las personas afectadas (por la minería)”, según se lee en un acta de febrero de 2018. Por este motivo, entre marzo y junio de este año, Marco y su familia estuvieron en Lima para reclamar el cumplimiento de los acuerdos. De hecho, la menor de sus hijas, Génesis, aprendió a caminar frente a las oficinas del Minsa en la capital.
“Mi ilusión es que mis hijos estudien en la universidad”, dice Vilma, quien hace un mes tuvo que gastar un rollo de papel higiénico completo para controlar el sangrado de su propia nariz. Marco, por su parte, tiene miedo de que el proceso que pasó Kiara en 2018 se repita en Génesis, quien también presenta sangrado por las fosas nasales a sus dos años. “Nuestros hijos no crecen, tienen dolor de cabeza, y los niños que he visto en Paragsha sangran”, afirma Marco, y agrega que su lucha es para salvar la vida de Kiara, a quien los doctores le han pronosticado entre 10 y 15 años más de vida.
La nostalgia de una laguna
Los impactos de la minería en el medio ambiente de Cerro de Pasco no se limitan al tajo. La comunidad de Quiulacocha, por ejemplo, lleva dicho nombre porque, según los lugareños, su territorio era hábitat natural de gaviotas que venían a reposar a la laguna contigua del mismo nombre. “Quiula” significa gaviota en quechua; y “cocha”, laguna. Sin embargo, este cuerpo de agua es depósito de relaves mineros desde la década de 1920, bajo la operación de la Cerro de Pasco Corporation; y, desde entonces, las gaviotas dejaron de visitarlo.
La laguna, ahora, yace muerta. Donde debería predominar el azul, solo destacan diferentes tonalidades entre el rojo sangre y el naranja. En 2011, por ejemplo, la artista e investigadora Elizabeth Lino Cornejo -más conocida por el nombre de su performance La Última Reyna de Cerro de Pasco– junto con el antropólogo Federico Helfgott Seier y el naturalista Flaviano Bianchini, introdujeron un pez en una muestra de agua extraída de esta relavera, ubicada también dentro del distrito de Simón Bolívar. A los cuarenta segundos, el animal murió.
La vivienda más cercana a la relavera está a unos 30 metros. A esta distancia, nacieron y jugaron los 10 hijos de María de la Cruz Zacarías, quien hoy tiene 64 años. Ella recuerda que, cuando era pequeña, jugaba en las aguas cristalinas de la laguna, donde se bañaba, pescaba y contaba las gaviotas. Décadas después, sus hijos jugaron en el relave seco en el que se había convertido esa laguna. En 2006, Gian Piere, uno de sus hijos, reportó 28 microgramos de plomo en sangre, cerca de tres veces por encima de los estándares permitidos para la salud.
María de la Cruz, quien se describe a sí misma como padre y madre de sus hijos, se ha mudado al frente del centro de salud de Quiulacocha. Ella ha perdido la vista en uno de sus ojos; y renguea al caminar, según ella, por haber cargado durante dos décadas a su hija Patricia Gutiérrez de la Cruz, quien nació con mielomeningocele, un síndrome donde la médula espinal no se desarrolla correctamente. “Quiero ser doctora para curar a todos”, dice Patricia, con 20 años, aunque con dificultades al hablar, desde su silla de ruedas.
A las 11 de la mañana, María abre el portón de su casa para que pueda pasar la silla de ruedas de Patty, como le dice de cariño. Mientras cruzan la calle hacia el centro de salud, una de las pocas gaviotas, que aún merodean por la zona, sobrevuela las calles de Quiulacocha. Patty viste una chompa roja, un pantalón morado y un gorro de lana, que cubre una válvula que conecta su cráneo con su sistema digestivo, como parte de su tratamiento. Mientras el personal médico atiende a Patty, sobre la mesa reposa el historial de la familia Gutiérrez de la Cruz: un folder naranja rotulado con el número 062.
Los niños con plomo
Los niños y niñas de Quiulacocha que están afiliados al Seguro Integral de Salud (SIS), o no cuentan con un seguro, son atendidos en este centro médico, por una técnica enfermera que lleva 10 años en la localidad, y una doctora que cumple su Servicio Rural y Urbano Marginal en Salud (Serums). Los interiores del inmueble están cubiertos de pancartas con las campañas de lucha contra la anemia, pues “un niño con desnutrición tiene un mayor riesgo de absorción de plomo”, dijo el jefe de la Dirección Regional de Salud (Diresa) de Pasco, Alcedo Jorges Melgarejo, en entrevista con nuestro medio. Según sus cifras oficiales, entre 2017 y 2019, el 50 por ciento de los menores de 36 meses ha presentado anemia en Pasco.
Además de atender hasta 10 personas al día, en promedio, este centro hace un seguimiento a los niños de entre dos y 12 años, que han pasado por un dosaje de plomo en sangre. Luego de esta edad, según explica el personal médico de este centro de salud, el plomo ingresa a los huesos y, por ende, disminuye la concentración del metal en el sistema sanguíneo. Una vez que se obtiene el resultado -que desde hace tres años es procesado en un laboratorio en el distrito pasqueño de Huariaca-, los niños son incluidos hasta en cuatro categorías.
En la primera están ubicados aquellos niños con niveles permitidos de plomo en sangre, es decir, menos de 10 microgramos por cada decilitro. En la segunda, están los niños que tienen entre 10 y 19 microgramos de plomo. Según dijo el jefe de la Diresa Pasco en entrevista, el 40 por ciento de los niños de la región están ubicados en esta categoría; y, entre ellos, estuvo Patty. El historial médico de la familia Gutiérrez de la Cruz revela que Patricia registró un máximo de 11,6 microgramos de plomo por cada decilitro de su sangre, mientras estuvo bajo control.
En la tercera categoría, por su parte, están los niños que registran entre 20 y 25 microgramos de plomo por cada decilitro de sangre. En esta categoría se encuentra, por ejemplo, Abdiel, de cinco años, que también vive en Quiulacocha y acude al mismo centro médico que Patty. “Él sangra duro por la nariz”, dice su madre de 32 años, Mery, que prefirió no identificarse para este reportaje. Abdiel es el segundo de tres hijos y, según su mamá, llegó a registrar hasta 21 microgramos de plomo. La última vez que sangró por su nariz fue hace tres semanas.
“(La minería ha cambiado) el impacto ambiental (en Quiulacocha), los relaves comenzaron a crecer”, cuenta Mery. Abdiel, mientras tanto, corretea alrededor de su perro en el patio de su casa, y solo se detiene para cargar una oveja negra que mantienen en el hogar, mientras cuenta que quiere ser abogado cuando sea grande. Abdiel, como los demás niños con altos niveles de plomo en sangre en Quiulacocha, recibe un jarabe que contiene calcio y es entregado por el centro de salud como parte de su tratamiento.
Mientras observa a sus dos hijos correr alrededor de su patio, y con el tercero de ocho meses en brazos, Mery confiesa que es consciente de que quedarse en Quiulacocha puede empeorar su salud. Junto con su esposo, han pensado en mudarse a Huánuco, “porque nos han dicho que, a la larga, el plomo nos va a hacer daño”, pero en dicha región es más difícil para ellos conseguir un trabajo estable. “Toda nuestra vida hemos vivido aquí”, dice Mery.
Situación similar ocurre con la familia Ramos Aguilar, que también viven desde hace cuatro años en Quiulacocha. “En Huánuco no hay trabajo”, dice Karina Aguilar Falcón, quien es natural de dicha región, pero decidió formar una familia con un cerreño. La pareja solo tuvo un hijo, llamado Teby, quien esta tarde viste chompa verde, un buzo gris y un gorro de lana negra, mientras arrastra, hacia adelante y atrás, un volquete de juguete.
En 2019, el laboratorio de metales pesados del Centro de Salud de Huariaca, en la provincia de Pasco, procesó dos muestras de sangre de Telby. La primera, de abril de dicho año, ubicó al menor de la familia Ramos Aguilar en la categoría cuatro, pues registró 25,6 microgramos de plomo en sangre. El jefe de la Diresa considera que, en este nivel, ya se puede hablar de intoxicación. “En la posta me dijeron que la tierra estaba contaminada por la mina”, dice Karina, mientras su hijo juega en el patio sin asfaltar.
En diciembre del mismo año, sin embargo, un segundo dosaje redujo los niveles de plomo en sangre de Teby a 22,2 microgramos. El hijo único de Karina también toma el suplemento vitamínico, y ha podido superar los problemas de diarrea y anemia que registró en los primeros años de vida. Aunque, según reconoce su madre, Teby aún sangra por la nariz: “La última vez que sangró fue hace cuatro días”.
“Tenemos familias y niños identificados con niveles elevados de plomo en sangre, y hemos coordinado con el Instituto de Salud del Niño en San Borja, en la capital, para hacer consultas de telemedicina”, explica el jefe de la Diresa de Pasco, debido a que el dosaje tuvo que ser suspendido durante la pandemia. El funcionario, además, asegura que la contaminación por plomo genera problemas neurológicos: “Tenemos casos de niños con convulsiones”. A la fecha, según cifras oficiales de la región, solo seis niños están en la categoría cuatro.
Un pueblo fantasma
Además de la contaminación, la minería ha ocasionado el éxodo de familias completas fuera de la región Pasco. Por lo menos dos familias, cuyos hijos tienen altos niveles de plomo en sangre y que fueron contactadas para este reportaje, se excusaron de participar, pues ya no viven en esta localidad. En el centro poblado de Paragsha, por ejemplo, las cinco casas de dos y tres pisos del Jirón Los Invasores han sido abandonadas. “No tenemos agua”, está escrito con pintura blanca en la puerta de metal de uno de estos hogares.
El motivo de la migración de estas familias es posible que se encuentre en un viejo vestigio de la minería en Cerro de Pasco. En el frontis de estas casas, sobre siete parantes de metal, reposa una gruesa tubería oxidada y en desuso, que formaba parte del engranaje del tajo Raúl Rojas. Dicho tubo está partido por la mitad, y uno de sus extremos reposa sobre un bloque de cemento. Frente a esta estructura solo queda Dominico Matías Cristóbal, un vendedor de manzanas y otras frutas, quien confirma que las casas están deshabitadas.
El lugar emblemático de este proceso de abandono, sin embargo, es Ayapoto. En un templo de color blanco y bordes azules, con las lunas rotas o reemplazadas con madera, se lee a duras penas, en lo que queda de pintura: Iglesia Evangélica Pentecostal. El recinto es coronado por una lámpara de metal oxidado, sin foco. Los alrededores muestran una escena similar: el césped ha ganado terreno en el suelo de casas abandonadas, con el vidrio de sus ventanas resquebrajado. En donde había una panadería, solo quedan tres muros de material noble, sin techo, y un perro reposando en el suelo cubierto de mala hierba.
Entre triciclos y juguetes polvorientos y abandonados, y restos de electrodomésticos como televisores esparcidos entre los antiguos jirones, sin embargo, se asoman una figura. “Yo soy ayapotino neto, y de aquí no me voy a ir”, dice William Gómez Luis, quien, con su esposa y sus cuatro hijas, son la última familia que habita este barrio. “Mi padre, mi madre, mis abuelos y mis bisabuelos son ayapotinos; por eso no quiero salir”, agrega William, subido en una escalera y apoyado en un muro de material noble.
“Aya” significa muerto en quechua, dice William, y “poto”, cajón. Según el último ayapotino, los terrenos del barrio fueron adquiridos por la compañía minera Volcan, y abandonados entre los años 2018 y 2019. Antes de eso, las calles rebosaban de vida, así como las tiendas, el club deportivo y las panaderías. “Poco a poco, todo fue desapareciendo”, asegura William, quien recibió, una semana antes, la visita de una funcionaria de Volcan para animarlo a dejar su terreno. “¿Qué vas a hacer aquí solito?”, recuerda William que le preguntó la funcionaria.
A mediados de 2019, con 47 años, William sintió una urgencia por preservar la memoria de su tierra natal cuando escuchó que Ayapoto iba a desaparecer. Desde entonces, William y su esposa se han vuelto coleccionistas empedernidos de las botellas, monedas y demás objetos que encuentran en las casas abandonadas por sus otrora vecinos. “Me dediqué a recolectar la historia de Ayapoto”, cuenta William, cuyo objetivo es abrir un museo.
Entre su colección destaca una caja de cartón, que resguarda decenas de ejemplares de las revistas impresas por la Cerro de Pasco Cooper Corporation, que la compañía denominó El Serrano, y por la empresa estatal Centromín. El número más antiguo de su hemeroteca data de setiembre de 1951. Dicho ejemplar de El Serrano inicia con un telegrama en inglés, donde el entonces presidente de la minera estadounidense, Robert P. Koening, despide a su gerente de operaciones, A. R. Merz. Una edición de la revista Centromin de 1975, en cambio, muestra en portada, y a color, al entonces presidente Francisco Morales Bermúdez.
Estas revistas eran entregadas a los trabajadores de la mina que vivían en este antiguo barrio, como lo fueron el abuelo y bisabuelo de William. El último ayapotino, además, tiene como pasatiempo plasmar en dibujos y pinturas los recuerdos que aún tiene sobre el Ayapoto de su infancia. Uno de estos representa el origen de la fiesta patronal del Señor de Santa Catalina, a través de tres cruces en la cima de un cerro; mientras que, en sus faldas, la misma cantidad de mineros se abren paso hacia las profundidades de la montaña.
El pastor y las mineras
Al otro extremo de la laguna de Quiulacocha, en las orillas de un cerro artificial creado por el desmonte de las operaciones mineras, se ubica la comunidad urbana de Champamarca, que también pertenece al distrito pasqueño Simón Bolívar. Son las 4:30 de la tarde, y decenas de hombres y mujeres, vestidos con mameluco naranja, descienden de buses, motos y autos para pasar por una cabina de desinfección ubicada en las puertas de este centro poblado.
Los trabajadores son habitantes de Champamarca, que es directamente afectada por el relave en la antigua laguna de Quiulacocha, y los residuos mineros acumulados durante décadas en la denominada desmontonera Excélsior. Ambos pasivos de El Tajo están en proceso de ser remediados por la empresa estatal de derecho privado Activos Mineros SAC (Amsac). Dicha compañía confía en que la relavera como la desmontonera serán los pulmones de Pasco.
Con el apoyo de los habitantes de Champamarca, que son empleados a través del Consorcio San Camilo, la empresa estatal prevé controlar las 78 toneladas de relave que han convertido a Quiulacocha en un “espejo de agua ácida”. Amsac tiene previsto que, por su parte, las 79 hectáreas del cerro artificial, creado por seis décadas de acumulación del desmonte del tajo Raúl Rojas, sirvan como base para el crecimiento de un área verde.
“Antes de estos proyectos, alrededor de las 6 de la tarde, solía oler a podrido”, cuenta María Aranciaga, dirigente del programa social “Vaso de Leche”, en Champamarca. Con 16 años de residencia en este centro poblado, Aranciaga reconoce que “la mayoría de niños de la zona tiene dolor de cabeza y problemas con la vista; el plomo nos está matando lentamente”. A su lado, escucha atentamente Samanta, una de las afectadas por el plomo.
En 2011, cuando tenía 16 años, Samanta ̣-que prefirió no identificarse para este reportaje- registró 18 microgramos de plomo por cada decilitro de su sangre. Tres años después, su hija de un año y medio registró, por su parte, 16 microgramos de plomo. El último dosaje a esta familia fue realizado a la hermana de Samanta, en 2017, cuando ella tenía cinco años. Su hermana menor registró, entonces, 14 microgramos de plomo, además de principios de anemia y una permanente inmovilidad del pulgar de su mano derecha.
Entre la desmontonera y la relavera, y a las espaldas de Champamarca, se extiende un camino sinuoso por donde transitan los volquetes y camionetas cuatro por cuatro que trabajan en el cierre de mina y recuperación de la zona. La ruta es flanqueada por rocas de color blanco, y agua de color naranja. Al frente, el camino es cortado por una garita de control, con un vigilante contratado por la empresa de seguridad Vip Asper, desde donde se observa la montaña artificial salpicada por inquietos puntos naranjas.
Una vez superada la garita de control, y entre tubos del sistema de lo que fue la minera en esa zona, Juan Panez Espinoza guía a sus ovejas para pastar, cada día, a las 7 de la mañana. Con 77 años y sin más familia que sus 60 ovejas adultas y 17 corderos, el pastor aún cumple la promesa que le hizo a su madre: no vender el ganado, sino cuidarlo. “Yo vivo desde mi niñez en este paraje, y antes todo era plano, no existía este desmonte de minerales”, dice Panez mientras observa, desde su estancia, pasar un volquete frente a su terreno.
Son las 8 de la mañana y Juan Panez, con un biberón en la mano, da de beber un combinado de leche y jarabe a algunos de sus corderos, como se conoce a los ovinos menores de un año. “Mi papá se dedicaba al pastoreo allá al frente; pero cuando entró el relave, he subido a esta loma”, recuerda el pastor. Juan asegura, sin embargo, que el relave y desmonte de la antigua operación minera han enfermado a sus ovejas: estas nacen con pus en los pulmones y la lana se les desprende con facilidad. “Este año he perdido 35 corderos”, agrega el pastor.
Ya entrada la mañana, Panez ha dejado abierta la puerta del corral y las ovejas corren en la loma, flanqueadas por tubería -hoy en desuso- de la minera. Solo a la menor de su ganado, que nació en junio, le ha puesto de nombre Chica. “Yo era un niño cuando ocurrió la masacre de Rancas”, recuerda el pastor que, aunque tiene su hogar en Champamarca, sus tierras de pastoreo pertenecen al sector cinco del heroico pueblo de Rancas.
La resistencia ranqueña
Uno de los activos mineros de Volcan, que está operativo hasta el momento, es la relavera en Ocroyoc, ubicada por encima de los 4.200 metros sobre el nivel del mar, en la comunidad de Rancas, que está dentro del distrito de Simón Bolívar. La relavera inició operaciones en la década 1990, en el marco de un convenio entre Rancas y su entonces propietaria, Centromin. Ahora, a través de la subsidiaria Empresa Administradora Cerro, esta relavera recibe los desechos del procesamiento de minerales oxidados y las aguas ácidas de Quiulacocha.
La relación de Rancas con la minería, sin embargo, se remonta a inicios del siglo pasado, con la llegada de la Cerro de Pasco Cooper Corporation. “Los gringos empezaron a construir el cerco cuando yo era un niño”, recuerda Juan Panez sobre la expansión de dicha minera, y el despliegue de su alambrado de púas, que el escritor peruano Manuel Scorza describió como un gusano, en su novela más conocida, Redoble por Rancas. “Era una malla de nueve hilos”, continúa el pastor, “resguardada por caporales y la Guardia Republicana”.
En dicha novela de Manuel Scorza, el personero Alfonso Rivera conversa con un comerciante huanuqueño que visitaba, todos los años, la comunidad de Rancas, hoy ubicada en el distrito de Simón Bolívar. En eso, la fábula basada en hechos reales hace mención al alambrado que Juan Panez vio crecer durante su infancia. “¿Y dónde termina (el alambrado))”, preguntó Rivera, ante lo cual, el comerciante respondió: “No termina, quieren cercar el mundo”.
La disputa entre Rancas y la Cerro de Pasco Corporation, así como la eventual victoria de la comunidad frente al alambrado, que costó la vida de tres comuneros, ha sido retratada en la obra de Scorza y estudiada en diferentes textos académicos. Uno de estos libros, escrito por el ciudadano ranqueño Juan Santiago Atencio, y que en su portada despliega una fotografía del entierro de los tres mártires de la resistencia raqueña, es preservado por Juan Panez en su estancia entre sus instrumentos de pastoreo.
La mañana del 2 de mayo de 1960, los comuneros de Rancas tomaron posesión de sus tierras en Huayllacancha, que había sido ocupada por los campamentos de la Cerro de Pasco Cooper Corporation, y cercada por el alambre de púas que Juan Panez vio crecer. Horas después de la toma del terreno, la Guardia Civil de la policía intentó desalojar a los comuneros de manera violenta, y asesinó a tres mártires de la resistencia ranqueña: Alfonso Rivero Rojas, quien era presidente de la comunidad campesina, con 42 años de edad; Silveria Tufino Herrera y Teófilo Huamán Travesaño, ambos de 47 años.
Raúl Flores Córvoda, de 80 años, es uno de los sobrevivientes de esta resistencia. Hoy vive en una casa en el centro de Rancas, donde conserva una fotografía suya de cuando tenía 20 años, edad en que formó parte de la historia. Según recuerda Raúl, su misión era posarse sobre una loma cercana a Huayllacancha, y avisar con su corneta si se acercaban las fuerzas del orden. Alrededor de las 10 de la mañana, Raúl alertó a los comuneros ante la llegada de la Guardia Civil a la hacienda de Paria, contigua al campo de batalla.
La plaza central de Rancas sostiene los bustos de los comuneros y héroes Alfonso, Silveria y Teófilo, que posan debajo de una estatua de Simón Bolívar, quien visitó esta comunidad en 1824, como parte de su campaña libertadora. La academia, además, reconoce a la resistencia de Rancas como el impulso inicial de un movimiento que culminó en la Reforma Agraria. A 60 años de la gesta ranqueña, y a 50 años de la publicación del libro de Manuel Scorza, sin embargo, los impactos de la minería aún están presentes en esta comunidad.
Un posible nuevo comienzo
Judith Rojas Trinidad, por ejemplo, reconoce que pensó que la salud de su familia estaría asegurada al vivir en la comunidad de Rancas, pues está lejos del tajo Raúl Rojas, así como de la desmontonera que circunda Champamarca y del relave en Quiulacocha. En su tierra natal, Judith ha criado cuatro hijos. La mayor de ellas, Mónica, presenta sangrado por la nariz y dolores constantes de cabeza; además, aunque tiene 12 años, “aparenta ser una niña de cinco por su tamaño”, señala Judith sobre el retraso de crecimiento de su hija.
Mónica posa al lado de Patricia, su hermana menor por un año. La cabeza de Mónica alcanza, a duras penas, el codo de su compañera de juegos y travesuras. “El mundo no está adaptado para ella”, dice Judith, en referencia al bullying que recibe su hija mayor en el colegio. De hecho, confiesa esta ciudadana ranqueña, la educación a distancia durante la pandemia ha sido un alivio temporal para ellas. “Cuando vemos algunos problemas pensamos en emigrar, pero la realidad es que aquí trabajamos en el campo”, dice Judith.
La familia de Kelly Cornejo Carlos, natural de Rancas, también se dedica a la ganadería en el campo. Antes de la pandemia, ellos vivían en una estancia en las afueras del centro urbano de Rancas, a media hora de distancia a pie, y sus tres hijos asistían al colegio en bicicleta. Ahora viven en el centro de la comunidad, en la casa de un familiar, para que los menores puedan recibir sus tareas a través de Whatsapp, como parte de Aprendo en Casa.
El menor de sus hijos, Antony, tiene 11 años y escucha en su celular la transmisión de una sesión virtual de la Asociación de Padres de Familia de su colegio. En 2015, Antony pasó por un dosaje de plomo en sangre, y los resultados arrojaron que tenía 12,7 microgramos de este metal. “Me dice que le duele la cabeza demasiado, y los ojos también; además que sangra por la nariz”, asegura Kelly. La última vez que su hijo sangró, fue hace solo un mes.
“No son 10 niños, no son cinco niños, es toda la población”, remarca el alcalde del distrito de Simón Bolívar, Pablo Valentín Melgarejo, cuyas oficinas están en un edificio que yace al lado de la plaza de Rancas. El alcalde señala que, desde el año pasado, se reúne con la Presidencia del Consejo de Ministros, con el objetivo de que el Estado peruano implemente un programa de prevención y tratamiento para ciudadanos con metales pesados, que abarque a todo el distrito. En dichas reuniones se ha invitado a Volcan; pero, según Valentín Melgarejo, los representantes de la minera no han asistido.
En diciembre de 2019, sin embargo, Volcan inició un proceso de venta de todos sus activos mineros en Cerro de Pasco a la compañía de capitales canadienses Cerro de Pasco Resources. Aunque la fecha límite para contemplar la transacción ya expiró, en septiembre Volcan anunció que sigue en negociaciones con su potencial compradora. A pesar de que la minera fue consultada sobre este proceso de venta, así como las actividades de prevención en salud que realizan en esta región, no hubo respuesta hasta el cierre de edición.
En este contexto, el alcalde de Simón Bolívar tiene sus objetivos claros. Si Cerro de Pasco Resources compra los activos de Volcan en la ciudad, la nueva compañía tendrá que negociar con la autoridad distrital el cuidado y remediación del medio ambiente, así como la atención en salud de los ciudadanos de su jurisdicción. “La minería se instauró hace cientos de años (…) era una minería irresponsable, porque no midió las consecuencias de las afectaciones hacia el medio ambiente y las personas; y hoy los efectos son clarísimos”, dice el alcalde.
Sobre las coordinaciones con el alcalde de Simón Bolívar, el Minsa dijo -a través de su área de prensa- que ha emitido lineamientos para la atención de personas expuestas a metales pesados. En ese marco, según el mismo comunicado enviado a nuestro medio, dicha autoridad realiza “acciones de vigilancia epidemiológica, de monitoreo de calidad ambiental y mediante atenciones médicas integrales”.
El Minsa, además, explicó que realiza monitoreo constante a 34 familias de Pasco, entre ellos 62 menores de edad, a través del Seguro Integral de Salud y el SIS. Entre abril y octubre de este año, según la comunicación del Minsa, esta entidad ha realizado diversas atenciones a los familiares identificados como afectados directos de la contaminación en Cerro de Pasco. Finalmente, la autoridad sanitaria confirma que, desde noviembre, las atenciones presenciales en el Centro de Salud de Paragsha se han reactivado.
Mientras Volcan sigue en negociaciones para retirarse de Cerro de Pasco de manera definitiva, Alexis, Kiara, Wendy, Génesis, Patty, Abdiel, Teby, Mónica, Patricia y Antony están a la espera de los resultados del referéndum en Suiza; que, de aprobarse la modificación de su Constitución, podría significar para ellos un posible nuevo comienzo.
*Por Ernesto Cabral y Marco Garro para Ojo Público / Foto de portada: Marco Garro