Diario de sucesos fantásticos: el equinoccio

Diario de sucesos fantásticos: el equinoccio
9 octubre, 2025 por Redacción La tinta

Esta, mi tercera entrega de A favor de la fantasía, es un recuento de los eventos extraordinarios de la primavera en el borde entre dos provincias.

Por Camila Vázquez para La tinta

El viento. Un día de septiembre. Sierras de Córdoba

Todos los días que dura mi cumpleaños, un evento que se prolonga en su celebración, hay viento. Venimos lejos porque una parte mía desea lo parco, donde no hay nadie, lejos del mundo, aunque se lo ame. En el trabajo alguien me dice: vos, tan sociable. Yo me condeno por ese gesto primario: hablar antes que nada, ser charleta. De chiquita me mandaban notas en el cuaderno por hablar mucho en clases. Cómo le das a la lengua, decía mi mamá. Tanto, que la estudié y cada vez quise que fuera menos. Pero entonces estábamos en el río en un pueblo tan chiquito que tiene apenas una carnicería y un almacén. El sol de la siesta raja de recién nuevo, de dispuesto a hacer la primavera. Pero el viento es tanto que hace un dibujo de furia en el agua. Incluso nos lleva cuando nos metemos. Como todavía no hace tanto calor, pasamos toda la tarde al sol y terminamos flechados.

Cuando se hace la tardecita tenemos que buscar la comida. El almacenero te vende las verduras que le quedan de su propio consumo: están machucadas, viejas. Cuando nos muestra lo que tiene en su haber, descubrimos: una calabaza empezada, tres verdeos añejos, pimiento venido a menos, tomates ya listos para la salsa. Tiene un perro que se llama Nachito y toda la locación luce cinematográfica. Hay decoración navideña, un espacio para el descanso del gaucho y su posterior embebida en alcoholes, hay una colección de vermouths cubiertos por una capa de tierra. El lugar, sí, es maravilloso. Conseguimos poco para la ensalada. Tomates y unas cebollas que vamos a asar. Yo quiero pagar por transferencia. Le digo: recibe… y él se adelanta sin que pueda terminar la frase. Ah, no. Yo esas cosas no recibo. Luego hacemos la procesión hasta Carnicería Don Garro. Una calle de tierra sin más destino que ella misma: el destino, una carnicería. Parece que no hay nadie, pero hay. El carnicero es lento y tiene una tonada inédita, personal. Hola, dice desde el fondo, ya llego. No es cordobesa, es mejor, un ritmo propio. ¿Tienen casa por acá?, pregunta. Nosotros decimos que no, que somos docentes y eso lo explica todo. Ah, de visita, dice. Se pone contento, sonríe ladeado. Como si nuestra presencia lo honrara. Aquí no hay comercios casi, pero la gente te trata muy bien. Don Garro nos vende marucha para el asado y cuenta la historia del viento.

Primero hace un cuestionario: ¿se quedan hasta el lunes? Sí, dice orgulloso, hay gente que regresa hasta cuatro veces, hasta gente de Buenosaires, dice. Este lugar no es muy conocido. Esa es su belleza. No voy a decir su nombre. Entonces llega el momento del viento. Una presencia imposible de esquivar, un acontecimiento que se articula en la voz: lindo día, lástima el viento, ¿no? Y continúa: años antes, agosto era el mes del viento. Mire hasta cuándo dura, hasta setiembre y quién te dice octubre, vuelve a decir mientras separa la carne. Yo pienso en un poema de Edgar Bayley y le cambio una palabra: nunca terminará/ es infinita esta correntada abandonada. Riman dos palabras juntas, no queda bien. Don Garro prosigue en la labor, que es pesar la carne sin quitar ni un poco de grasa. Continúa con su historia a la par de la tarea: si hasta el tiempo está cambiado, ¿ha visto? Mire si no estará cambiado: días recientes se ha llevado una casa, acá, a 20 kilómetros, el viento se ha arrancado un chalé. Con la gente adentro.

Hurón. Principios de octubre. San Luis capital

Lo único que tiene aura en este mundo son los animales salvajes. Lo sé porque salgo a leer en una pausa del trabajo. No quiero que termine ese momento. Hay sol. Hay viento. Si no fuera por el viento tendría calor. Escucho a una compañera gritar desde el box: ¡un ratón! Entro corriendo sin pensarlo, como si pudiera rescatarla. Pero es tarde: el presunto roedor se metió en un aula vidriada y está encerrado ahí. Es un animal hermoso, el pelo le brilla y tiene nervios. Hurón, juran algunos. Es carnívoro y salvaje. No tocarlo. En seguida, un montón de personas lo miramos atónitos. Marco el número de Fauna para que lo vengan a buscar. Tejón, dice otro. Pero está domesticado, porque es manso. Cada tanto muestra los dientes, pero el bebé de una alumna lo toca por detrás del vidrio y el animal se acerca para mirarlo. Corre por toda el aula y los humanos sacamos fotos. Tengo vergüenza de mí. Una amiga siente pena: ¿y si fuera de alguien? ¿Y si duerme en la cama con una persona? Vuelvo a sentir vergüenza porque digo: es un animal silvestre, no se puede tener de mascota. Ella piensa lo mismo, pero imagina un escenario: ¿y si está tan domesticado que no se puede reinsertar? Lo que ponemos en el animal y es nuestro: tan afuera de lo indómito. En seguida adopto el rol de patovica e impido el paso de algunos estudiantes que se quieren mandar al aula. Uno de amarillo tiene demasiada energía masculina, demasiado ímpetu, dice yo lo agarro y le grito no. Me descuido y está adentro, pero le exijo que salga y sale. Una hora después, entre las corridas del hurón, las teorías sobre su procedencia, las imaginaciones que las personas aseveran como verdad ―este es exótico, te la firmo donde quieras, lo han traído del África―, el bicho que se cansa y se despanzurra en el suelo y llega, finalmente, la policía ambiental.

Vienen con una especialista que tampoco sabe qué es: primero dice animal exótico. Tejón. Pero la gente del lugar jura que ha visto muchos en su infancia. Una asegura que su padre crió a uno, que era bebé y estaba tirado en la ruta. Finalmente el diagnóstico es: hurón mascotizado. Una compañera pregunta: ¿lo van a matar? Es tan difícil, en Argentina, ver a los policías con armas y no pensar que van a dañarte. Más tarde tenemos la clase pública por los reclamos salariales. Un compañero piensa en un lema: #HuronesUnidosPorLaEducaciónPública. Más tarde, también, vendrá otra policía, que no es la ambiental. Los manifestantes miraremos con sospecha detrás de la bandera. Un oficial se bajará de la chata aunque solo para saludar a un compañero que está cortando la calle, lo conoce de algún lado. Pero entonces estamos con el hurón. Tardan en poder capturarlo: van a trasladarlo a la reserva La Florida, donde decidirán si el animal tiene que pasar un tiempo en cautiverio o puede volver a vivir en su hábitat. Esto si se confirma que es un hurón. Cuando logran que ingrese en la jaulita, se escuchan los golpes del bicho contra las paredes del receptáculo. Desaparece rápido y se lleva, huroncito, el aura que trajo consigo. A otros reinos, a los suyos. Se hace la hora de la clase pública. La lucha docente continúa: otra vez esta parte de la realidad.

Amapolas. Banda Norte. Fines de septiembre

Desde hace tres años, estoy obsesionada con las amapolas producto de un sueño que tuve con ellas. Les escribí una novela entera justamente por su ausencia: no importa cuántos libros de paisajismo lea, cuánto tutorial, cuánto patio disponga ―no niego haberme mudado a una casita con patio solo para poder tener amapolas―: las muy malditas no me crecen. En Banda Norte, las señoras espléndidas tienen de a montones en sus jardines: las de Islandia, las chiquitas y rojas. Y las otras, un poco más grotescas, pero con sus petálos de suavidad, su centro negro, su bailar. Ah, las amapolas. Cuando vuelvo de correr, o de hacer como que corro, freno a un hombre que está regando su jardín poblado en la avenida. Quiero ser directa con el pedido. Señor, lo interrumpo agitada, disculpe. ¿Es mucha molestia si le pido una amapola con pan de tierra? Él dice que no con la cabeza, como quien sostiene: de ninguna manera. Es muy amable, de todos modos, es un no de amar las plantas: por su bien. Yo ya conozco las razones de la negación, pero se ve que necesito que alguien me las repita: imposible, mire, yo le daría, claro, de mil amores, dice, con todo gusto. Claro que sí, pero se le van a secar, va a ser para que la flor sufra, ¿me entiende? Más adelante le puedo dar semilla. Venga en dos meses y le doy sin drama las semillas. Pero la flor, no.

Entonces le cuento que he probado sembrarlas de todas las formas y que me ocurre algo extraño. No me va a creer: siembro amapola, digo, ¡y sale diente de león! El señor ríe y me dice. Mire, yo soy jardinero de oficio, cuénteme cómo las siembra e intentaremos encontrar el problema de la semilla fantasma. Entonces le cuento que, año tras año, en el otoño siembro las amapolas primero en almácigo, que pongo una capa finísima de tierra. Claro, muy liviana comenta él, porque la semilla es tan diminuta… Tal cual, digo yo. Y, cuando están de diez centímetros, las trasplanto: ¡pero después me nace un yuyo! A ver, investiga él, especialista, y piensa: cuénteme cómo consigue las semillas. Todo cobra la dimensión de la marihuana, el estatuto de opiáceo de las amapolas. Recuerdo, hace dos años, el hombre del vivero que me hablaba en voz baja como si amapola fuera el nombre de un crimen. Vuelvo a la conversación. Las compro por internet, le confieso al jardinero. Y él hace un aplauso con la mano, como quién ha dado con la verdad. Estoy en un policial de flores y no lo sabía. Ahí está, me dice, esa es. Ahí está la madre de borrego viejo: debe ser que las semillas estaban vencidas. Venga pronto y le daré unas jóvenes.

*Por Camila Vázquez para La tinta / Imagen de portada: Camila Vázquez.

Suscribite-a-La-tinta

Palabras claves: A favor de la fantasía, San Luis, Sierras de Córdoba

Compartir: