Cuando no podemos scrollear al otro
«La mayoría de las personas tiene fatiga social luego de socializar durante tres horas», decía el titular de noticias que circuló hace unas semanas y muchas personas confirmaban sentir eso. El economista Melconian, en otro tipo de conversación, expresó: “Ha fracasado la política económica y hay fatiga social». Desde distintos sectores y enfoques, el concepto de fatiga social aparece en el radar. En esta nota, Camila Monsó comparte algunas hipótesis acerca de qué se trata y por qué nos pasa esto.
Por Camila Monsó para La tinta
Fatiga social
Es sábado y esperaste durante días el cumpleaños de una compañera de trabajo, una gran oportunidad para socializar. Llegás entusiasmada, la reunión parece animada. Varias personas hablan al mismo tiempo, tratás de seguir un hilo, pero el tono agudo de una chica te desconcentra. Mirás el celu, tenés un sinfín de notificaciones que olvidaste silenciar y, aunque te propusiste no hacerlo, leés que tu mamá no está bien. No es como para irse de la reunión, pero tampoco para olvidarse de eso. Un par hablan de bajar la panza para el verano, alguien hace comentarios sobre la inseguridad. Una de las personas habla mientras revisa su celular, no se entiende bien qué está diciendo, todo está como trabado. El chico que tenés sentado al lado ocupa con sus piernas abiertas casi todo el sillón y aunque se disculpa enérgicamente, ya es demasiado tarde: la batería social se ha agotado.
¿Desde cuándo cuesta tanto sobrevivir a una reunión social? ¿Desde la pandemia, son las redes? O la pregunta que preferís evitar: ¿será la edad? Aprovechás que el departamento es grande, te apartás un instante del grupo. Sentís en los dedos una inquietud como cuando apenas dejaste de fumar, sacás el celular y te ponés a scrollear. Y sí, es exactamente eso lo que estabas necesitando.


El otro sin editar
La situación anterior es bastante frecuente. Luego de algunas horas de socializar presencialmente, muchas personas se sienten bastante cansadas. Nos sobran los indicios contextuales para ensayar algunas explicaciones sobre esta situación: el agotamiento es una marca de la dinámica neoliberal, que nos empuja a más cada día, por el estado de precarización laboral y por la lógica productiva en todos los ámbitos de la vida.
También puede que registremos que no nos pasaba tanto antes de la pandemia, momento que implicó un shock de virtualización, como plantea Flavia Costa en el libro Tecnoceno: Algoritmos, biohackers y nuevas formas de vida; las actividades que realizábamos presencialmente fueron migradas masivamente a entornos digitales. Y aunque las medidas preventivas no duraron tanto tiempo, podríamos sostener que el aislamiento persiste en cierto modo, en tanto que permanecieron las medidas de virtualización que tenían sentido en el marco de la pandemia. Puede entonces que estemos más cansadxs porque nos hemos acostumbrado un poco a la soledad, al aislamiento, nos cuesta más leer gestos e interpretar al otro en tiempo real.

De estas explicaciones al malestar y a la baja batería social, interesa tirar de un hilo en particular, la incidencia de la digitalización en lo que podríamos nombrar como el modo en que metabolizamos las diferencias. En la presencialidad, el otro aparece sin mediatizar, está en su materialidad, sin edición, sin filtro. No lo puedo mutear ni bajarle el volumen, ni acelerar su ritmo a 2x ni pausarlo (salvo a condición de pedirle que hable más lento o más bajo, lo cual a veces resulta conflictivo). Si el otro no me gusta, por su aspecto o por lo que dice, no puedo simplemente scrollearlo y pasar a otra cosa.
En el encuentro presencial, el otro aparece en su alteridad: puede decir algo con lo que estoy en desacuerdo, me puede cuestionar y entonces me pone a trabajar en argumentaciones, me puede resultar incomprensible y frustrar profundamente mi bien intencionado ideal de empatía o de comunicación asertiva. Son modos de la diferencia que nos sacan de nosotrxs mismxs y que implican cierta disposición. En este sentido, la soledad, aunque padecida, puede resultar mucho más cómoda.
Tecnoambiente digital
A la filtración deliberada que hacemos del otro, agreguemos ahora la filtración algorítmica de la diferencia en las plataformas digitales. Se trata de una dimensión técnica (y política) por la cual las decisiones sobre aquello que las plataformas me van a ofrecer para consumir quedan delegadas en programaciones, con consecuencias sin precedentes en la subjetividad.
Los algoritmos ―de las redes, de la página de inicio de las noticias, de las plataformas de entretenimiento, de los motores de búsqueda, etc.― nos muestran aquello que aumenta nuestras probabilidades de permanencia en esa plataforma. Eso será seguramente algo que no nos incomode. Mientras que la vida en comunidad necesita como condición de posibilidad un espacio de encuentro de las diferencias, las plataformas digitales complican ese encuentro. Más bien, exaltan las similitudes, las identidades, las coincidencias, lo que no incomoda, aquello que no implica tanto trabajo subjetivo de elaboración. Que no sería tanto problema si no fuera que, en Argentina, nos pasamos prácticamente la mitad de nuestra vida de vigilia ahí. Algunos datos que surgen del Digital 2025. Global overview report dicen que el 97% de la población tiene acceso a celular con internet y que las personas (el estudio muestrea solo mayores de 16 años) permanecen en promedio 8.44 horas por día en internet, principalmente mediante el uso del celular, lo cual está por encima de los valores promedios mundiales.

Va tomando fuerza una suerte de derecho a no ser incomodadxs, como dice la psicoanalista Constanza Michelson. Podemos advertirlo en un evento social, pero seguramente lo sintamos con más intensidad en espacios conflictivos, como las organizaciones sociales o las instituciones. Parece que estamos con la mecha un poco más corta y cuesta más tener paciencia, soportar la diferencia conflictiva. Precipitadamente, la solución pareciera ser disolver el lazo, expulsar al otro, cancelarlo o irnos sin antes probar algo tan simple y tan difícil hoy como tener una conversación incómoda.
Si no ejercitamos el metabolismo de la diferencia, este se vuelve poco ágil, más bien fatigado. Vamos al encuentro de la presencia del otro ―de su cuerpo, su voz, su singularidad―, pero en el proceso podemos sentirnos un poco indigestadxs, sin energía, abrumadxs. ¿Cómo podemos despertar esa poderosa fuente de energía vital que surge del encuentro con la diferencia?
Etiquetado frontal
Metabolizamos mal al otro: las tecnologías digitales, al servicio del capitalismo de plataformas, nos atrofian un poco para lidiar con las diferencias. Y no es solo falta de costumbre, también es el modo precipitado y simplificado con el que clasificamos al otrx y que en parte tiene que ver con la proliferación de etiquetas, categorías, diagnósticos, identidades en redes sociales. Ya no funciona la dicotomía productor-consumidor de contenido, sino que, en redes, funcionamos más bien como prosumidores, lo cual aumenta exponencialmente el caudal de este tipo de contenidos. Así podemos acceder a cientos de reels que clasifican personalidades, identidades, conductas, relaciones, etc. Por lo general, son contenidos planos, polares, sin matices, que luego pueden tener el efecto de aplanar también la realidad siempre compleja de la experiencia, del encuentro tridimensional entre los cuerpos.

Ante el encuentro con la incomodidad, aparece rápidamente una etiqueta que clausura la diferencia, porque lo que leemos tan precipitadamente no tiene que ver solamente con el otro, sino con nuestra (in)capacidad de captación de los relieves, las tonalidades, los detalles. Esa gran conquista social que funciona con los alimentos industrializados, alimentos que encajan perfectamente en categorías cuantitativas, obtenidos de la producción en serie, no nos sirve para manejarnos entre personas. El que hace mansplaining, la gordofóbica, el aliade, la pick me, la milipili, los paquis, el narcisista. Caemos fácilmente en odiar al odiante, fantasear sádicamente con que le suceda algo que haga justicia.
La presencia del otro, que ocupa lugar en el espacio, que habla a determinado volumen, que tiene olor, que usa las palabras que tanto me irritan, que sostiene ideas con las que desacuerdo, implica entonces cierto trabajo al que nos hemos desacostumbrado un poco. Lo presencial se nos puede haber vuelto un poco artificial. ¿Qué artificios podemos darnos para volver a naturalizar las diferencias?
*Por Camila Monsó para La tinta / Imagen de portada: instagram.com/memetioli.
