El embajador de Gitania
Cada auto guarda una época, un nombre y una cicatriz. En esta segunda entrega de Garage argentino, el Rambler Ambassador de Sandro que fue la embajada rodante de Gitania. Hoy a sus 80 años de su nacimiento.
Por Esteban Viu para La tinta
2/10
―¿Usted se considera un hombre reservado?
―Reservado no sé, soy hermético ―respondió el Gitano, con el mentón bajo y los ojos clavados hacia arriba, como un felino que mide a su presa antes del golpe.
En ese hermetismo cabía un mundo entero, un territorio invisible, con fronteras propias y leyes que solo él conocía: Gitania. No figuraba en los mapas ni tenía bandera, pero se expandía cada vez que las multitudes lo rodeaban. Era una tierra de deseo y de presión, habitada por mujeres que lo esperaban en la vereda de su casa, fanáticos que repetían de memoria sus gestos y periodistas que acechaban cada rendija de su intimidad. Gitania era un país que lo veneraba y lo perseguía al mismo tiempo.
Una tarde cualquiera, en su mansión de Banfield, Sandro Papadopulos dejó caer el cuerpo sobre un sillón esquinero color vino tinto. Mientras Presley sonaba en un disco que giraba incesante, tomó una hoja lisa, un lápiz y empezó a dibujar. No eran rosas ni corazones ni letras de canciones. Era otra obsesión: la silueta de una máquina. Un esbozo que tardaría cinco años en volverse carne y metal.


El imaginario popular lo viste de rojo, lo asocia a la bata, a la rosa, a la seducción. Pero hay una ligadura menos explorada, tan fuerte como todas las anteriores: los autos. En aquel cuaderno, lo que Sandro delineaba con trazos obstinados era el prototipo de su propio deseo sobre ruedas. Ese mismo deseo que, como tantas cosas en su vida, necesitaría paciencia, modificaciones, ternura al tacto y secreto antes de salir a la luz.
Esta es la historia de un hombre a través de su máquina. Esta es la historia del embajador de Gitania.
“Cuando tenía 18 años, cambié un auto sport por mi primera casa, que tenía un jardincito delante. No sabés lo que era: me desaparecieron dos perros pekineses de mi vieja, se me metían en el hall, me repetían de memoria los diálogos de las películas. Llegó un momento en que no se podía vivir y levantamos el primer paredón por privacidad. Quien me obligó a hacer eso es Sandro, porque yo no lo hubiera hecho”.
Ese fragmento de entrevista deja entrever dos características: el hombre de América movilizaba más corazones de los que podía atender y entre tantas pasiones —mujeres, música, aplausos— había una que lo atravesaba desde temprano y con igual intensidad: los autos.


Gitano de ley, con apenas 18 años fue capaz de negociar un auto para asegurarse un techo. Ese pequeño músico creció y sus gustos comenzaron a complejizarse, ya no era suficiente un vehículo de serie, por más lujoso que fuera. Lo primero que hizo con 45 años recién cumplidos fue elegir un auto: Rambler Ambassador, que significa «embajador» en nuestro idioma. El nombre era lo suficientemente descriptivo: un vehículo preparado para la clase alta argentina, país donde lo producía Industrias Kaiser. El dueño anterior del rodado que él quería comprar también se llamaba Roberto Sánchez y quizás esa fue la señal que necesitaba. Lo adquirió y lo envió directo a un taller para hacerle las personalizaciones que quería. Dentro de la guantera del auto, incluyó los dibujos de cómo debían ser los trabajos.


El auto no era un objeto más en su vida, era una especie de extensión de su living, un espacio de oxígeno en el asfixiante mundo fuera de Gitania. Pienso que es injusto el sustantivo de asfixia en su historia, considero borrarlo. Lo dejo. Quizás es el más apropiado, fuera del dolor.
Al vehículo se le polarizaron los vidrios traseros, para que no supieran si él estaba adentro, la luneta trasera fue reducida a un mínimo tamaño, también oscura, cuero color hueso en el interior, butacas perforadas y el toque de sutileza acorde a su figura, un apoyabrazos trasero del que salía una mini barra con vasos y whisky escocés. Hoy, tener una whiskera en el asiento trasero, que se retraía hacia atrás para alojarse en el baúl, sería una multa por consumo de alcohol. Pero en los años noventa no se realizaban controles de alcoholemia.


El Rambler Ambassador fue la embajada rodante de Gitania. Pero no era la única máquina en su vida. En su garaje también dormía un Mercedes Benz del 70, descapotable, inmaculado. Lo había comprado con ilusión, pero lo usó apenas unas veces: en los semáforos, los colectiveros, taxistas y camioneros lo señalaban con bronca. “Vos sí que la ganás fácil”, le dijeron una mañana. Cambió el Mercedes por un Fiat 1600 y entonces los mismos hombres, al verlo, le abrían una sonrisa: “Qué hacés, Sandrito. Mi mujer me tiene loco con vos, mi vieja te adora, hermano”.

El Gitano entendía la diplomacia de su propio país invisible. Sabía cuándo aparecer con traje de embajador y cuándo vestirse de vecino común. Su vida fue esa negociación constante entre la veneración y la cercanía, entre los aplausos que lo sofocaban y las palabras que lo acariciaban.
Tal vez por eso Gitania sigue existiendo: porque fue el único territorio donde Sandro pudo ser a la vez mito y hombre.
*Por Esteban Viu para La tinta.
