Estados Unidos contra el sueño americano y universitario
La cruzada migratoria de Donald Trump golpea el corazón del sistema universitario estadounidense. El Servicio de Inmigración (ICE) exigió a Harvard que le entregue documentos «relevantes» para el «cumplimiento de las leyes de inmigración». Al cerrar sus puertas al talento global, Estados Unidos pone en riesgo su liderazgo económico, científico y cultural.
En la competencia global por el conocimiento, Estados Unidos supo ocupar durante décadas una posición dominante. Su sistema universitario atrajo a generaciones enteras de jóvenes que vieron en él una promesa de ascenso social, innovación y libertad. Las universidades no solo ofrecían educación de excelencia, sino también la posibilidad de integrarse a una sociedad que, al menos en el imaginario colectivo, premiaba el mérito y valoraba el esfuerzo individual. Hoy, sin embargo, esa promesa se desvanece. Y no lo hace por el ascenso de otras potencias ni por causas estructurales inevitables, sino por decisión política interna.
La administración del presidente Donald Trump ha colocado a los estudiantes internacionales en la mira de una cruzada ideológica que redefine el acceso a la educación como una cuestión de seguridad nacional. Bajo el pretexto del orden migratorio, el país está destruyendo uno de sus activos más poderosos: la capacidad de atraer y retener talento extranjero. Un capital humano invaluable que no solo se forma en sus aulas, sino que también fortalece sus laboratorios, sus empresas tecnológicas, sus hospitales y sus redes de innovación.
Durante su campaña, Trump prometió entregar una “green card” automática a quienes obtuvieran un título universitario en suelo estadounidense. Lo justificó con un argumento sensato: evitar que mentes brillantes formadas en Harvard o MIT regresen a sus países para fundar empresas y competir desde afuera. Sin embargo, al asumir el poder, hizo exactamente lo contrario. Las medidas adoptadas desde la Casa Blanca no solo contradicen aquellas promesas, sino que han transformado la experiencia del estudiante extranjero en Estados Unidos en una especie de vía crucis administrativo y emocional.
Su gobierno impulsó una serie de decisiones que buscan reducir drásticamente la presencia de estudiantes internacionales: suspensión de entrevistas para visas, restricciones al ingreso en universidades de prestigio, amenazas a los programas de trabajo posgraduación y, más recientemente, una orden ejecutiva que impide directamente el ingreso de extranjeros a determinadas instituciones. Todo esto en un clima creciente de hostilidad, con controles migratorios más agresivos, casos de detención arbitraria en aeropuertos, redadas en muchos estados y un discurso que alimenta la idea de que quien llega de otro país viene a quitar algo y no a aportar.
Detrás del discurso de orden y soberanía, se esconde una lógica destructiva. Estados Unidos no solo está alejando a quienes desean formarse allí, sino que está expulsando a quienes ya lo hacen. Jóvenes que cumplen con las leyes, que estudian, que trabajan y que proyectan su vida dentro del país son empujados al exilio administrativo por miedo, incertidumbre o simple desconfianza institucional. La consecuencia es tan evidente como alarmante: un éxodo silencioso de talento que, en vez de integrarse a la economía estadounidense, busca nuevos destinos donde sí se lo valore.
El impacto de estas políticas trasciende lo migratorio. Las universidades estadounidenses dependen, en buena medida, del ingreso económico que representan los estudiantes internacionales. Según datos recientes, en el ciclo 2023-2024, estos aportaron más de 43.000 millones de dólares a la economía nacional y sostuvieron cerca de 380.000 empleos directos e indirectos. Además, muchos de ellos se incorporan al ecosistema productivo mediante prácticas, investigaciones aplicadas, startups y transferencia tecnológica.
A nivel estratégico, la pérdida es aún más preocupante. Muchos de estos estudiantes se integraban a sectores clave de la economía: tecnología, salud, ingeniería, ciencia aplicada. Limitando su presencia, el país renuncia a una ventaja competitiva decisiva en un mundo donde el conocimiento es el principal insumo del poder. La innovación no surge en el vacío. Necesita de universidades abiertas, laboratorios activos y flujos permanentes de ideas, personas y financiamiento. Cortar esa circulación equivale a debilitar los motores mismos del desarrollo.


Investigadores y economistas lo advierten con claridad: la exclusión del talento extranjero ralentiza la innovación, debilita el tejido productivo y erosiona la posición de liderazgo global que Estados Unidos supo construir desde la posguerra. El conocimiento es hoy lo que fue el petróleo en el siglo XX. Las naciones que sepan atraerlo, formarlo y retenerlo dominarán la economía global. Las que lo expulsen, simplemente se quedarán atrás.
Lo que la administración Trump impulsa no es solo una política migratoria restrictiva, sino un repliegue ideológico que afecta directamente a la educación como motor de desarrollo. Las universidades dejan de ser espacios de intercambio global para convertirse en enclaves protegidos, vigilados y cada vez más cerrados al mundo. No se trata de una defensa racional de los recursos nacionales. Se trata de una visión del mundo en la que el extranjero es, por definición, una amenaza.
En esa lógica, el estudiante que llega desde otro país con una beca o con aspiraciones profesionales se convierte en un problema a neutralizar y no en una oportunidad a potenciar. Esa mirada puede ser útil como eslogan de campaña, pero es desastrosa como política de Estado. Mientras otras potencias diseñan estrategias activas para captar talento —desde Canadá hasta Alemania—, Estados Unidos opta por levantar muros allí donde antes construía puentes.
El problema no es solo lo que Estados Unidos pierde, sino lo que gana el resto del mundo. Jóvenes que antes elegían estudiar en Estados Unidos ahora se orientan hacia Europa, Asia o América Latina. Universidades que antes competían por ingresar a ese sistema ahora fortalecen sus propias capacidades. El liderazgo educativo global ya no está garantizado. En un mundo multipolar, ningún país tiene el monopolio del talento. Lo que se pierde por expulsión, otro lo gana por atracción. Trump, con sus políticas, está desmantelando una de las bases más sólidas del poder estadounidense: su sistema universitario como herramienta de influencia, diplomacia y desarrollo. Lo hace en nombre de una falsa protección que, en el mediano y largo plazo, no protegerá a nadie. Si el conocimiento es la nueva frontera del poder, Estados Unidos está retrocediendo voluntariamente.
Las decisiones de esta administración en materia educativa y migratoria son mucho más que gestos hacia su base electoral. Son señales concretas de un país que ha dejado de confiar en su propia capacidad de integrar y transformar. Estados Unidos, al cerrar sus puertas al talento global, no está defendiendo su identidad: la está perdiendo. No solo se aleja de los valores que alguna vez lo proyectaron como faro del mundo libre, sino que también mina las condiciones materiales de su propia competitividad.
El sueño americano, ese que tanto inspiró a generaciones enteras, no desaparece con una guerra ni con una crisis económica. Desaparece, simplemente, cuando se deja de creer en él. Y cuando quienes podrían haberlo sostenido construyen su futuro en otra parte.
*Por Gonzalo Fiore Viani para La tinta / Imagen de portada: The Washington Post.
