Un árbol o una línea recta para conducir sin mirar atrás


Por Fernando Zamudio y Ana Calviño,
del Instituto Multidisciplinario de Biología Vegetal (IMBIV)
A veces el conocimiento técnico no alcanza, a veces, incluso, puede quedarse corto o, peor aún, entorpecer procesos genuinos como los que surgen desde abajo, en este caso, desde las raíces. Quieren desenterrar, como si se tratara de un plantín de verduras de primavera-verano, un árbol milenario que nadie sabe hasta dónde extiende sus raíces. Quizás ―como el poroto de Jack y las habichuelas mágicas― hasta el otro lado del planeta, pero para abajo. Claro, no tenemos evidencias científicas para ello, por lo que no podemos afirmarlo ni negarlo.
Suena extraño que no sepamos hasta dónde se extienden las raíces del quebracho en cuestión, siendo que, a lo largo de nuestra historia y aun en nuestros días, se han desterrado miles de quebrachos blancos de nuestra geografía. Si quizás hubiéramos medido cada una de las raíces de los árboles desterrados hasta aquí, quizás sí podríamos saber hasta dónde crecen las raíces de este quebracho. Digo “este” por no decir “otro” o «aquel», o el gran quebracho blanco (pariente del de la Luchese) que está en la avenida Donato Álvarez al 9550 descabezado por la empresa eléctrica que decidió mocharlo para que pasen los cables de luz, internet y alguna fibra óptica que administran nuestras necesidades de pantalla a diario.
No tenemos evidencias para decir hasta dónde van las raíces del quebracho blanco, tampoco sabemos toda la diversidad de microorganismos, hongos y bacterias que habitan y cohabitan con las raíces del quebracho y con su copa manifiesta. No contamos con esa evidencia porque la ciencia no nos habla de un árbol, nos habla del árbol-especie, que es muchos árboles a la vez y, en cierta forma, ninguno. Y así, la ciencia nos cuenta de la pérdida ininterrumpida (sostenida) de su hábitat, nos habla del quebracho como huésped de insectos, a los que alimenta, y como nidos de aves, a las que protege. Nos describe el quebracho como fuente de leña, valorado más como árbol de carbón que del árbol-huésped o del árbol-nido.

Es difícil dar un veredicto técnico o científico al respecto, pero así como las mujeres de la India se abrazaron a los árboles como parte del movimiento ecologista Chipko para comunicar sus ideas, algo nos tendrá que decir este abrazo al quebracho.
“Detengan la tala de árboles. No hay árboles siquiera para que se posen los pájaros. Las bandadas de pájaros van a nuestros cultivos y los comen. ¿Qué vamos a comer? Está desapareciendo la leña: ¿cómo vamos a cocinar?», decían las mujeres de la India abrazadas a los árboles.
El abrazo al quebracho blanco de la Luchesse nos viene a decir algo también, en otro tiempo y en otro contexto. Nos dice sobre las dificultades para entablar acuerdos, la incapacidad de resolver conflictos socioambientales; nos habla de todo lo que no hemos dicho y no están dispuestos a escuchar; nos habla de nuestras propias contradicciones frente a un desarrollo tan sostenido como insustentable.
Un desarrollo que pondera las virtudes del cemento y el acero para resolver un supuesto problema urgente de transitabilidad, que va dejando a su paso paisajes deshabitados y árboles extirpados, para amortiguar, cada mañana, la irritabilidad de los conductores frente al devenir del tiempo.

El árbol nativo nos habla con el tesón de los cientos de años que dicen que tiene el quebracho blanco de la Luchesse. El quebracho nos habla, pero parece que algo no nos deja oír. Y de todas las voces levantadas, falta la voz del árbol.
¿Qué podría decirnos el quebracho de la Luchesse si quisiéramos oírlo antes de su destierro? Nos diría que hay miedo. Miedo de un árbol, testigo de un monte que perdimos. Miedo de un árbol, con cientos de años en su memoria (la ciencia ya lo dijo, las plantas tienen memoria). Miedo, entonces, de ver hasta dónde hemos llegado. “Uno piensa que los días de un árbol son todos iguales. Sobre todo, si es un árbol viejo. No. Un día de un viejo árbol es un día del mundo”, decía Haroldo Conti en “La balada del álamo carolino”. Pues, en la memoria de un árbol, viven muchos días (y miles de trinos de pájaros), días que preferimos olvidar y dar paso, en su lugar, a una línea recta ―¡bien recta, por favor!― que complazca el vértigo de conducir sin necesidad de mirar a los lados y, mucho menos, de mirar hacia atrás.
*Por Fernando Zamudio y Ana Calviño / Imagen de tapa: Eze Luque para La tinta.