¿Por qué está de moda la crueldad?

¿Por qué está de moda la crueldad?
Lucas Crisafulli
10 junio, 2025 por Lucas Crisafulli

La crueldad no es nueva, tal vez sea tan antigua como la humanidad. Lo nuevo de esta época es que la crueldad no solo se ejecuta, también se exhibe y se celebra. En esta nota, el abogado Lucas Crisafulli se pregunta: ¿Y si la crueldad no fuera un accidente, sino parte del funcionamiento de la política? La pregunta es incómoda, al igual que las posibles respuestas.

El titular de la Agencia Nacional de Discapacidad, Diego Spagnuolo, le dijo a un niño con autismo: “Tu discapacidad no es un problema del Estado. ¿Por qué yo tengo que pagar peaje y vos no?”. Poco después, el presidente Javier Milei compartió en sus redes sociales la foto del niño para escracharlo y acusarlo de “kuka”.

La diputada nacional Lilia Lemoine le respondió a los médicos del Hospital Garrahan —uno de los centros pediátricos más reconocidos del mundo, donde los salarios están por debajo de la línea de pobreza—: “Nadie tiene por qué pagar por tus sueños”.

El diputado salteño Julio Moreno Ovalle, que votó en contra de mejorar las jubilaciones mínimas —que hoy son menos de la mitad de la canasta básica—, declaró sin pudor: “No creo que los jubilados se mueran si dejan de tomar medicamentos. No debe ser para tanto”.

La ministra Patricia Bullrich defiende públicamente a un integrante de las fuerzas de seguridad que, tras ser víctima de un asalto, comenzó a disparar en la calle y mató a un niño de siete años que pasaba por el lugar.

Una resolución ministerial utilizó las palabras “idiota”, “imbécil” y “débil mental” para referirse a personas con discapacidad y justificar la reducción de sus pensiones. Una retórica que remite a la eugenesia nazi que derivó en la matanza de miles de personas con discapacidad.

El presidente, en el Foro Económico Mundial, vinculó las “versiones extremas de la ideología de género” con el abuso infantil, en un ataque directo a las personas del colectivo de la diversidad/disidencia sexo-genérica.

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(Imagen: Bernardino Ávila)

Los ejemplos no se agotan en lo local. Un grupo de argentinos radicados en Estados Unidos protesta porque fue deportado. Meses antes, había votado a Donald Trump, cuyo eje de campaña fue justamente una agresiva política migratoria. En Argentina, cada vez más voces reclaman replicar el modelo carcelario del salvadoreño Nayib Bukele. Paradójicamente, esta semana un ciudadano argentino recuperó la libertad y regresó al país luego de pasar dos años en el infierno de una prisión salvadoreña. Estaba acusado falsamente de lavado de activos, cuando en realidad había sido contratado por una financiera legal que también operaba de forma clandestina.

La crueldad no es nueva. Tal vez sea tan antigua como la humanidad. En el Génesis, se narra cómo Dios le pidió a Abraham que ofreciera a su hijo Isaac en sacrificio para demostrar su fe. En el Nuevo Testamento, se describe cómo la comunidad participó del calvario de Jesús y su crucifixión. Podríamos seguir con los relatos de los tribunales de la Santa Inquisición friendo a mujeres viejas y pobres en la hoguera; o con el trato inhumano que recibieron los africanos esclavizados durante los traslados en los barcos negreros hacia América; o con las matanzas de pueblos incas a manos del ejército de Pizarro; o con el aniquilamiento sistemático de poblaciones indígenas llevado a cabo por el Ejército Nacional bajo el mando de Julio Roca; o con las condiciones extremas de encierro que soportaron los presos en la cárcel de Ushuaia; o con las violaciones sistemáticas que sufrieron las mujeres secuestradas en los centros clandestinos durante el genocidio de la última dictadura militar.

Los ejemplos se repiten a lo largo y ancho del mundo. La historia está empapada de ellos. Sin embargo, cabe preguntarse: ¿Qué hay de nuevo hoy en la forma en que se ejerce, se justifica o se celebra la crueldad? ¿Qué distingue a este momento histórico en su relación con ella?

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(Imagen: Eloísa Molina para La tinta)

El sociólogo alemán Norbert Elias, quien murió hace más de 35 años, dejó algunas pistas en su célebre libro El proceso de civilización. Allí propone una categoría central para pensar el proceso civilizatorio: las “sensibilidades públicas”, un concepto que explica cómo los umbrales de sensibilidad de las personas cambian históricamente, en especial en relación con las normas sociales, la violencia, el cuerpo, los afectos y la vergüenza.


Las sensibilidades públicas remiten a formas socialmente compartidas de sentir, reaccionar y evaluar ciertas prácticas, conductas y emociones, que se transforman a medida que cambian las estructuras de poder y las relaciones sociales. No son meramente subjetivas o individuales, sino que están moldeadas colectivamente.


Usando la teoría de Elias, el criminólogo David Garland analiza cómo el patíbulo y las ejecuciones públicas dejaron de usarse cuando cambiaron esas sensibilidades públicas, y la crueldad dejó de ser vitoreada en las plazas. Así se dio paso a una nueva forma de castigo, en la que el sufrimiento fue ocultado tras los muros de las cárceles.

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(Imagen: Eloísa Molina para La tinta)

Lo nuevo de esta época es que la crueldad no solo se ejecuta: también se exhibe. Las redes sociales amplifican su efecto. ¿Y si la crueldad no fuera un accidente? ¿Y si no fuera una desviación de la política, sino parte de su funcionamiento más profundo? La pregunta es incómoda, pero puede ayudarnos a ver lo que habitualmente queda oculto: las formas de crueldad que se ejercen sin escándalo.

La crueldad es hoy un dispositivo (bio)político complejo, construido desde el Estado pero con la participación activa de una parte de la ciudadanía, que no solo tolera, sino que reclama más crueldad. Y que, incluso, puede convertirse en su víctima: como quienes votaron a Trump y luego fueron deportados, o quienes exigen “bukelismo penal” y luego terminan detenidos. O como parte del colectivo LGBT+ que votó a Milei. La crueldad estatal funciona porque encuentra un sustrato social fértil. Ya no sorprende que la crueldad no solo se reclame, sino que se actúe desde discursos y prácticas paraestatales: grupos que se organizan para ejercerla.

La crueldad se ha encarnizado porque se han transformado las sensibilidades públicas. Lo que antes era intolerable, hoy es no solo permisible, sino exigible. Esa transformación produce un nuevo dispositivo político: no se trata de una excepción, sino de una maquinaria con reglas, con tecnologías, con actores dispuestos a sostenerla. ¿Por qué? Sería un error creer que la crueldad se ejerce contra todos y hacia todos. La crueldad está encarnizada contra determinados grupos porque ahora se trata de una manera de organizar el mundo social. Una forma que decide quién sufre, cómo y cuánto. No se trata del viejo concepto de Foucault en que la biopolítica decide quién vive, sino más bien de una necropolítica, en el sentido dado por Achille Mbembe, un dispositivo que decide quién muere con base en criterios que entrecruza el género, la raza, la clase y las capacidades físicas. Para Mbembe, el poder contemporáneo sigue funcionando muchas veces a través de una lógica de muerte. A esa forma de gobierno la llama necropolítica: un tipo de soberanía que se expresa no solo decidiendo quién vive, sino, sobre todo, quién puede ser dejado morir.

La crueldad no aparece entonces como un accidente ni como una patología, sino como una estrategia de gestión de poblaciones: hacer vivir a algunos, dejar morir a otros. Los grupos hacia quienes se destina la crueldad son aquellos a quien el dios mercado los sentencia, sea porque no son productivos, sea porque se organizan para reclamar un rol protagónico del Estado en cuanto al reconocimiento y la distribución. Aquellos descartables o molestos a una lógica de acumulación en el que un puñado de personas se transforma en la dueña del mundo.

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(Imagen: Eloísa Molina para La tinta)

Romper la lógica cruel: hacia una política del cuidado

Pensar la crueldad como dispositivo político no significa resignarse. Al contrario: implica identificar sus formas, sus justificaciones, sus efectos. Dejar de verla como una excepción monstruosa, para entenderla como parte del diseño del poder. Esto es un paso clave. No se trata de una mera desviación de quien ocupa temporalmente los espacios de poder, sino de un conjunto social que ha modificado sus umbrales de tolerancia hacia la crueldad, sea porque la permiten, sea porque la reclaman, sea porque la ejercen.


¿Es posible otra forma de hacer política y de relacionarnos? Sí, pero exige un cambio profundo: dejar de pensar en términos de control, castigo y jerarquía, y empezar a construir desde el cuidado, la reparación y la interdependencia. Una política que no se funde en el sacrificio de algunos, sino en el reconocimiento de que todas las vidas importan, aunque no produzcan, aunque no voten, aunque incomoden.


El desafío es enorme, porque implica transformar la anestesia moral y una subjetividad apática forjada por el avance del individualismo extremo en una ética del reconocimiento y la distribución.

No se trata de sentimentalismo ni de piedad, sino de construir estrategias colectivas que dispute el sentido común que normaliza la crueldad. Como escribió Susan Sontag, no basta con ver el dolor ajeno: hay que hacerse cargo de lo que ese dolor nos dice sobre el mundo que habitamos. Y sobre todo, del mundo que queremos construir.

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(Imagen: Eloísa Molina para La tinta)

* Por Lucas Crisafulli para La tinta. Imagen de tapa: Eloísa Molina.

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Palabras claves: Achille Mbembe, Crueldad, Norbert Elias, violencia

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