Crónicas de hielo, castigo y dolor: los finales del presidio del fin del mundo


El fin del mundo, o el comienzo, según desde dónde se lo mire. El último territorio conquistado por los colonizadores. Sobre las tumbas de los yaganes, se decidió fundar una ciudad cuyo nacimiento está indisolublemente ligado al presidio. Una cárcel de cemento erigida en el corazón de una prisión geográfica. Ushuaia fue un lugar de confinamiento no solo para criminales comunes, sino también para presos políticos: anarquistas, socialistas, peronistas y radicales que, por los vaivenes de la historia, cayeron en desgracia. Llega la última entrega de Lucas Crisafulli.
Entrega 4 de 4
La humanización que no alcanzó
Roberto Pettinato ingresó como penitenciario en 1934 y, cuatro años después, tuvo su primer contacto con la cárcel de Ushuaia. En sus memorias, relata la experiencia de participar en el traslado de una “remesa” de detenidos desde la Penitenciaría de Buenos Aires hasta la ergástula del sur. Describe el viaje como una experiencia de crueldad, en la que los reclusos viajaban en la bodega de un barco durante unos treinta días, inhalando el hollín del carbón mientras sus pies se descarnaban por los grilletes ajustados. Muchos llegaban enfermos de tuberculosis o, directamente, muertos.
En 1939, Pettinato fue nombrado alcaide del presidio de Ushuaia bajo la dirección de Raúl Ambrós e inició una serie de reformas humanistas en el penal. Se instaló una granja dentro del presidio con el asesoramiento de la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires. Se fomentó la práctica de deportes entre los reclusos, construyendo una cancha de fútbol, otra de bochas y una de básquet. Además, se autorizó a los internos a editar un periódico para narrar los eventos deportivos y culturales de Ushuaia, y se les permitió tener libros dentro de las celdas. Tras el periodo de Cernadas, el presidio entró en una nueva etapa en la que, por primera vez, los reclusos eran tratados como seres humanos.
En 1943, Pettinato regresó a Buenos Aires para trabajar junto a quien era entonces el secretario de Trabajo y Previsión Social, Juan Domingo Perón. A poco de su partida, el presidio retomó su antigua maquinaria de castigo y producción de dolor. Pettinato comprendió entonces que no existe reforma humanista que pueda transformar un presidio nacido para la crueldad. Para conocer más sobre Pettinato, podés leer esta nota.

El cierre ¿definitivo?
Escribe Roberto Pettinato en sus memorias: “El ocaso de esa crueldad está vinculado a mi actividad política (…) Creo que Ushuaia comenzó a desaparecer una noche de 1945, cuando trabajaba en contacto muy estrecho con el candidato a presidente de la República, colaborando con él en un departamento del que había hecho su bastión. Allí cenábamos esa noche y la conversación fue rodando hasta que, en un momento dado, cayó sobre el penal de Ushuaia. Le observé al coronel que una magnífica obra, el día que fuese presidente, sería la eliminación de esa cárcel. Asintió con un gesto, pero agregó que, de la presidencia, aún le separaban grandes obstáculos. De cualquier modo, en su respuesta estaba implícita una promesa”.
En 1946, al asumir Juan Domingo Perón como presidente, nombró a Pettinato como director nacional de Institutos Penales y, en 1947, se trasladó a Ushuaia para dirigir él mismo el cierre del presidio y el traslado de los penados hacia la Penitenciaría de Buenos Aires. En realidad, el germen de cierre de la cárcel había sido puesto primero por la prensa anarquista en la década del 20, que denunciaba su brutalidad, y, luego, con los confinados políticos radicales y socialistas que, en la década del 30, narraron la experiencia del horror. Manuel Ramírez lo resume así: “El presidio solo puede generar una momia disecada y medio loca, como un modelo de arrepentimiento y corrección”.
Pese a la intención positivista de Castello Muratgia de construir un modelo de presidio moderno, la cárcel se transformó en una mazmorra medieval, oscura y fría con los años, en la que la tortura se encontraba naturalizada. Simulacro de fusilamientos, exhibición de los cuerpos destrozados de quienes osaban escapar o golpes con cachiporras con alambres sobre la espalda de los reclusos fueron parte de la tecnología de poder al servicio del sadismo. Aquel relato que sostenía que el presidio alojaba a los peores delincuentes del país no fue suficiente para sostener la Siberia argenta.
Al regresar a Buenos Aires con los reclusos trasladados, Pettinato dio un discurso político por radiotelefonía, anunciando al país el cierre de la prisión: “Con el ánimo contristado por la visión siempre cruel del error y la ignominia volcada sobre los seres humanos que un día olvidaron o despreciaron el contrato de convivencia social, pero también con el ánimo retemplado por la satisfacción de enmendar una injusticia de los hombres del pasado del país, me acerco a este micrófono a deciros esta sencilla frase: ¡Argentinos de hoy, argentinos de la justicia social que inauguró para todos el general Perón, ya no quedan en Ushuaia penados!”.
La ignominiosa apertura
En 1958, el por entonces presidente de la nación, Arturo Frondizi, firma el decreto 9880/58 y pone en marcha el Plan para la Conmoción Interna del Estado, conocido como Plan CONINTES. Las policías provinciales quedaron subordinadas a las Fuerzas Armadas y comenzó una feroz represión contra huelgas y protestas obreras, estudiantiles y de la ciudadanía en general. Miles de personas fueron detenidas bajo la justificación del Plan CONINTES. En 1960, fueron trasladadas 33 personas condenadas en un juicio sumario realizado por un consejo militar de guerra, acusadas de actividades terroristas. Luego, se sumarán 11 más. Se trataba de dirigentes peronistas que fueron perseguidos por su militancia política y trasladados al presidio de Ushuaia, el cual estaba en manos de la Marina desde su cierre como cárcel en 1947. Uno de los detenidos fue el platense Babi Molina, quien narra que, mientras estaba en el penal de Magdalena, un penitenciario les dice: “Señores, una vez que cenen, serán embarcados rumbo a Ushuaia, donde cumplirán la condena que les corresponde”. Molina cuenta que hubo “varios compañeros que vomitaron todo».

Estuvieron alojados en el Pabellón 3. No había servicio médico y faltaban muchos elementos, ya que la cárcel llevaba 13 años cerrada como tal. Los 44 detenidos, que permanecieron 102 días en el presidio, fueron los últimos reclusos del fin del mundo. Algunos fueron trasladados a la cárcel de Viedma después de que se presentara una denuncia por torturas ante la Cámara de Diputados de la Nación. Otros regresaron a la Penitenciaría de Buenos Aires. En 1963, José María Guido, quien se encontraba a cargo provisional del Poder Ejecutivo, firmó el indulto para todos los condenados por el Plan CONINTES.
Museo
En 1994, se creó el Museo Marítimo y del Presidio de Ushuaia. Hay un pabellón histórico que se dejó tal cual fue recibido en su momento. En los demás pabellones, se realizaron obras de refacción y mejora. Hay un pequeño bar y, en uno de los pabellones, funciona una tienda donde se pueden comprar recuerdos y libros. Por 80 dólares, se puede adquirir una camisa gruesa que imita el traje a rayas que usaban los reclusos, de color azul y amarillo.
No puedo dejar de pensar en cómo el capitalismo consume todo y lo transforma en mercancía. En el museo, hay maniquís de guardiacárceles y presos que posan felices para las fotos de los turistas. También se venden libros de calidad, que no son fáciles. La tienda utiliza celdas para vender buzos, camperas y sombreros. El presidio, más que un mero museo, es un sitio de memoria que narra una parte de la historia de la crueldad en Argentina, aquella destinada a los dispositivos punitivos de exclusión.



La cárcel no solo albergó a delincuentes, sino que, a lo largo de diferentes momentos históricos, también confinó a disidentes políticos: anarquistas, radicales y peronistas. Me pregunto cómo el proyecto punitivo moderno logró construir una maquinaria perfecta de producción de dolor. El sufrimiento no solo fue generado por las extremas condiciones climáticas del lugar, sino que también se sumaron el trabajo forzado y las torturas infligidas por varios directores y guardiacárceles. ¿Será que el aislamiento de los centros urbanos permitió que la vida de los reclusos no tuviera valor? ¿O será que, en el corazón del proyecto de una cárcel en el fin del mundo, ya residía el germen de la crueldad?
La falta de control, ¿exacerba la crueldad o forma parte de su mandato fundacional, un mandato que persiste en el relato hasta nuestros días? Seguir nombrando a los reclusos del presidio de Ushuaia como los peores criminales no solo es un mito, sino que también opera como un potente legitimador de la crueldad. El castigo que, ya de por sí, implica estar privado de libertad se veía agravado por el frío, los castigos físicos y psicológicos, y, sobre todo, la imposibilidad de escapar del presidio. En las cartas encontradas, enviadas por los penados a sus familiares, se pedía insistentemente más abrigo. Los apaleamientos con cachiporras de alambres sobre la espalda de los condenados y los simulacros de fusilamiento eran prácticas comunes. Las enfermedades, especialmente, las gastrointestinales, debido a la pésima calidad de la comida, fueron un padecimiento recurrente. Un interno fue sancionado con celda oscura, a pan y agua por pedirle un cigarrillo a un habitante de Ushuaia que ocasionalmente pasaba cerca de donde se realizaban trabajos forzados. El presidio fue una cárcel dentro de Ushuaia, que, sin carretera y con el frío extremo, constituía ya una prisión geográfica.
En una celda del presidio, tallado con un instrumento punzante sobre el revoque, se encontró un texto anónimo de un penado que estuvo en 1933. “Es más fácil resignarse a la muerte que al dolor (…) debemos valernos de nuestras experiencias del amor y del dolor sin perder la fe en la existencia de la bondad y la justicia y consolarnos consolando…”. Quizás Ushuaia se erija hoy no solo como un monumento del positivismo para la corrección de delincuentes, sino también como un centro no clandestino de producción de sufrimiento. El presidio nos recuerda los horrores del sistema penal, pero también nos interpela a imaginar nuevos horizontes punitivos con bondad y justicia; que el sufrimiento de quienes penaron en el fin del mundo no sea en vano.
*Por Lucas Crisafulli para La tinta / Imagen de portada: Archivo del Presidio, publicada en El presidio de Ushuaia (2022).
