Del grito al sermón: 25 años del Cosquín Rock

Del grito al sermón: 25 años del Cosquín Rock
14 febrero, 2025 por Redacción La tinta

Por Pablo Ramos para La tinta

Veinticinco años pasaron desde el primer festival de Cosquín Rock, de esas dos noches iniciáticas en la plaza Próspero Molina. La ciudad capital del folclore fue ocupada por otras tribus, otras sonoridades, la otredad de una cultura musical que atravesaba el cambio de siglo mientras, otra vez, el país naufragaba. Esas bandas, esas canciones, ese sonido irrumpían en un escenario por donde la historia de la música folclórica se constituyó. Fue, por supuesto, un éxito para la invasión bárbara, cuya misión era celebrar la supervivencia a la maldita década de los noventa. 


Campamentos en las plazas, birra y río, porro y peperina. La primera edición fue insólita para los comerciantes y los habitantes de esa ciudad serrana. Una convivencia intensa, interesada, apenas civilizada. El problema siempre fue con la cana y, a los de acá, les encanta romper cráneos. Y, en el 2000, sobraban los motivos para estar enojado, harto y, al mismo tiempo, creyendo que cualquier transformación se hacía con los cuerpos sudados en las calles. Tomar los espacios para convertirlos en territorio para el ritual colectivo, carnavalesco y subversivo.


La idea de hacer un evento de rock en el anfiteatro germinó por una iniciativa de Julio Mahárbiz, funcionario menemista y presentador oficial del Cosquín Folclore que, a través de su hijo, guitarrista de la banda Restos Fósiles, se contactó con José Palazzo. El Perro Emaides, que ya tenía su productora de shows y la disquería, se sumó con todo su conocimiento y experiencia. Palazzo hacía de intermediario, a través de los contactos políticos y empresariales que tenía su padre, para conseguir sellos y permisos. Carrara estaría encargado de procurar sponsors de peso y Mahárbiz se quedaba con el cincuenta por ciento de las ganancias a cambio de facilitar la estructura del espacio y la seguridad. Esa sociedad se disolvió pocos años después, dejando a Palazzo en el centro de la escena. 

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Imagen: A/D.

Pero fue el Perro quién pensó la grilla de bandas, con Divididos cerrando y Los Piojos al final de la primera noche, armó el concepto de larga duración del festival y le dio una impronta federal con artistas del interior. Cansado de cargar con las mayores responsabilidades en la gestión del evento, se desvinculó y el tren se le pasó viendo cómo la guita ya no era la misma, ya que los caminos alternativos son cortos y flacos comparados con las autopistas del mercado en las que navegó ese evento. Atrás quedaba esa épica que tuvieron los recitales que marcaron generaciones como el «nuevo rock argentino» o los que arriesgaron demasiado como Pueblo Mestizo, todas producciones que llevaron la impronta de quien hoy parece que quieren borrar del mapa de la (contra)cultura cordobesa: Héctor Perro Emaides.

Con la radio Rock & Pop, donde trabajé durante más de un lustro, hicimos transmisiones en directo para todo el país con un equipo integrado por cordobeses y porteños. Desde la cabina o con el móvil en los camarines y el escenario, tuve un acceso privilegiado a esas ediciones. Pero no pude mudarme cuando se fue a la Comuna San Roque. Probé, pero había algo que ya no estaba.


Aquellos eran tiempos de pánico y locura entre los jóvenes que veíamos cómo el nuevo siglo despertaba a los gritos y en pelotas, cuando la convertibilidad menemista se caía y estallaba la protesta social en todos lados. Tiempos de resistencias políticas al neoliberalismo, crear espacios alternativos, ocupar las calles y los barrios con culturas en rebeldía, tramar conspiraciones que soñaban con algo fundente, nuevo, próximo. En ese clima de época, Cosquín Rock parecía un asalto a la cultura marketinizada, a la música establecida, a la anomia generalizada en los medios. No había proclamas esclarecidas ni consignas intelectualizadas ni liderazgos rutilantes. Lo que se sentía era una subjetividad del hartazgo, un espíritu de subversión, un fin de ciclo para los noventa.


En esa salsa picante y mestiza, nos cocíamos con el calor de las jornadas y nos refrescábamos con las aguas del Yuspe. Las tribus se cruzaban sin que existieran límites, todo era desborde. La grilla era tan amplia y diversa que nadie podía quedar huérfano de propuestas. Estábamos entrando en la historia de los grandes festivales musicales locales, como La Falda o el Chateau Rock.

Recuerdo esas postales magníficas y terribles: las charlas mano a mano entre músicos de palos lejanos, como la que escuché entre Iorio y Dargelos hablando de literatura argentina; la irrespetuosa entrada del público de Callejeros disparando bengalas en algo que era insólito hasta entonces y que, después, sería trágico en Cromañón; Aldana gritando que la cumbia era una mierda antes del show de la Bersuit en pijamas; después, una fila de jóvenes mujeres esperando subir a una combi para ser besadas y toqueteadas; el Palo con un formato folclórico desesperante para los oídos distorsionados; el Flaco en modo zen con una banda increíble, soportando a las huestes piojosas que lo querían bajar antes del cierre; el aluvión destructivo que se armó cuando García, después de llegar tres horas tarde, decidió interrumpir su show; los cruces amistosos entre músicos locales, como el Pelado Cervetto y el Ají Rivarola, con colegas de Las Pelotas o Cabezones.

Pienso en todo ese descontrol masivo que escapaba a cualquier fuerza de organización, aunque el Perro ya estaba acostumbrado a los desmanes y desacoples, Palazzo no entendía qué carajo pasaba y Carrara paseaba en cuatriciclo y tomaba algo más que champán.

Era locura en estado de gracia. O, al menos, eso quisiera recordar, ahora que el Cosquín Rock se mudó a un arenero gigante donde las marcas dominantes, lo que queda de las discográficas, el mainstream epidérmico, las modas del momento y un apetito por monetizar todo se apoderaron de eso que llamábamos cultura rockera.

Como un paquidermo amenazado, el festival se mueve con pasos lentos y tardíos. Van llegando novedades viejas, la inclusión de mujeres y disidencias después de que disputaron con el paladar paternalista de Palazzo, la pretendida sustentabilidad de un evento que arruinó hectáreas de monte nativo y contaminó a mansalva los ríos, la vigilancia excesiva en el tráfico de sustancias prohibidas entre la multitud, pero nunca en el VIP, el aguante a todo como laxante de la furia, las apuestas cantadas, las sorpresas anunciadas, la maquinaria de guerra del capitalismo comiendo las entrañas de los artistas hambrientos y de las juventudes formateadas. No, no es sostenible ecológicamente este tipo de eventos, no es rock lo que ya no expresa rebeldía, no es fiesta el vacío que queda cuando cada cual vuelve a su cueva.

Ahora que las crónicas porteñas festejan el cordobesismo conservador, ahora que se olvidan del Perro Emaides, ahora que la consigna convocante es “el sermón de la montaña” a lo que antes era un grito desesperado y provocador, ahora, sé que, en algunos lugares de este territorio adverso, pasan cosas interesantes, diversas y revolucionarias que, todavía, no puedo narrar.

*Por Pablo Ramos para La tinta / Imagen de portada: Cosquín Rock.

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