Tres dimensiones posibles del debate sobre el futuro del cambio climático


Septiembre y octubre están siendo meses de infierno. Durante semanas, el fuego arrasó el monte cordobés, completando unas 80.000 hectáreas incendiadas en el último trimestre. El gobierno nacional, por su parte y sin escrúpulos, a través del Decreto n.° 888/24, disolvió dos fondos centrales para el futuro ambiental: el Fondo Fiduciario de Protección Ambiental de los Bosques Nativos (FOBOSQUE) y el Fondo de Emergencias. Negocios inmobiliarios, la extensión de la frontera agropecuaria, el desmonte, los incendios, el dengue y, por supuesto, el cambio climático como la base.
Darío Ávila es abogado diplomado en «Ética climática para la gestión local y el desarrollo» de la Universidad Nacional de Córdoba. «El cambio climático es un problema de nuestros tiempos que amenaza y pone en riesgo todos los modos de vida que conocemos sobre el planeta, no solamente la humana, sino también no humana y, en ello, están comprendidos la flora, la fauna, los microorganismos, es decir, la biodiversidad. El cambio climático nos plantea un problema del futuro. Un futuro que se nos viene, un futuro que se nos puede venir, un futuro al que podemos imaginar como así también el futuro que queremos o podemos construir, y es una idea que claramente está en disputa y está en debate hoy por hoy”.
Para empezar con la conversación con La tinta, Ávila retoma al sociólogo Ramón Ramos Torres, quien distingue cinco modos diferentes de concebir ese futuro climático: «Por un lado, están aquellos decisores políticos, académicos, científicos o técnicos que asumen frente a la realidad de cambio climático una postura negacionista; otros, en cambio, asumen una posición geoingenieril ―es decir que ven precisamente el fetiche de la tecnocracia como la posibilidad de resolver todos los problemas actuales que plantea el cambio climático―; otros, en cambio, asumen una actitud más bien reformista, de carácter consensual y de transformación suave; un cuarto grupo que Ramos Torres denomina radical; y, por último, los catastrofistas”.
En esta nota, el abogado especialista analiza tres dimensiones posibles del debate sobre el futuro del cambio climático.

El análisis geopolítico
El futuro climático posible, deseado y susceptible de ser planificado tiene un instrumento internacional: el Acuerdo de París del 2015, resultado del consenso entre los Estados signatarios. «Este Acuerdo de París es una respuesta que se planteó frente a lo que, en aquel momento, se evidenciaba como una amenaza, que era el cambio climático. Hoy por hoy, con el transcurrir del tiempo y frente a las manifestaciones extremas del cambio climático ―cada vez más frecuentes y de mayor intensidad―, ya no se habla de una amenaza de cambio climático, sino de una emergencia climática o de un estado de situación de ebullición climática», aclara Ávila. El objetivo que plantea París es impedir que siga aumentando la temperatura media mundial (el famoso calentamiento global), con la meta de evitar que se superen los 2 grados °C respecto de los niveles preindustriales de emisiones de gases de efecto invernadero, planteando la urgente necesidad de reducir su emisión.
Los gases de efecto invernadero, sobre todo, aquellos que tienen incidencia sobre el sistema climático como el dióxido de carbono, el metano y el óxido nitroso, tienen precisamente su origen en los modelos de producción actual y en los modelos de desarrollo actualmente vigentes. «Con el Acuerdo de París, se busca establecer un equilibrio entre estas emisiones de gases de efecto invernadero y las fuentes de sumideros hacia el año 2050, es decir, lograr al llegar a esa fecha a lo que se conoce como la carbono-neutralidad o la descarbonización de la economía, estableciendo un equilibrio entre las fuentes de emisión de los gases de efecto invernadero (directamente relacionados con la producción de energía, agrícola-ganadera y con los sistemas de explotación de uso del suelo) y las fuentes que actúan como sumideros de absorción que son los bosques nativos, principales sumideros de dióxido de carbono, y la superficie oceánica.
Para ello, el Acuerdo de París obliga a todos los Estados a presentar “contribuciones determinadas” cada cinco años, que son “la cuantificación de un compromiso internacional asumido a no emitir por encima de determinados niveles de gases de efecto invernadero. A la vez, se comprometen a adoptar medidas de adaptación y de mitigación para luchar contra el cambio climático. Las de adaptación tienen por objeto afrontar aquellas manifestaciones extremas, que hoy ya se están produciendo, como, por ejemplo, en el caso de las inundaciones, la construcción de diques de contención para evitar que estas no alcancen mayores dimensiones y daños más graves. En cambio, las medidas de mitigación son medidas, políticas públicas o estrategias que los Estados establecen más a largo plazo y que plantean modificaciones a los modelos de producción de energía o agrícolas y ganaderos”.
Ahora bien, ¿qué ha pasado con el gobierno argentino con respecto a este convenio, el Acuerdo de París? Argentina suscribió, a través de la Ley 27.270, al Acuerdo de París y, en 2015 ―durante el gobierno de Macri―, presentó la primera contribución nacional determinada, comprometiéndose a no emitir gases de efecto invernadero que superen los 570 millones de toneladas de dióxido de carbono hacia el año 2030. En 2020, el gobierno de Alberto Fernández presentó una segunda contribución nacional determinada, diciendo que, al año 2030, Argentina se compromete a no emitir más allá de 359 millones de toneladas de dióxido de carbono. Y, finalmente, en octubre del 2021, el gobierno de Fernández vuelve a actualizar y a modificar esta contribución nacional determinada y dice que el Estado argentino se compromete a no superar, en cuanto a las emisiones de gases de efecto invernadero, la cantidad de 349 millones de toneladas de dióxido de carbono.
Sin embargo, una de las obligaciones que establece también el Acuerdo de París, remarca Ávila, es que cada Estado signatario, además de las contribuciones nacionales determinadas, debe realizar un inventario nacional de gases de efecto invernadero para establecer cuál es el perfil económico y productivo de cada país, y cuáles son las actividades que generan la mayor emisión de gases de efecto invernadero para tomar esas medidas de adaptación y mitigación. El último inventario nacional que hizo la Argentina fue en el 2019 y se conoció que la emisión superó aquel objetivo que había planteado de la contribución nacional determinada, con una emisión de 364 millones de toneladas de dióxido de carbono.
«El 53% de las emisiones de gases de efecto invernadero se producen en el sector de energía. Esto tiene que ver con que nuestra matriz energética se basa en la utilización de combustibles fósiles, principalmente, gas natural y combustible. La segunda actividad económica productora de gases de efecto invernadero es el sector agricultura-ganadería y de otros usos de la tierra, con el 37% de emisión de los gases de efecto invernadero; en tercer lugar, la actividad industrial, que emite únicamente un 6% de gases de efecto invernadero; y, por último, el sector de residuos, que emite un 4%”, detalla Ávila.
En el sector Energía, el mayor gas que se ha detectado expresamente es el dióxido de carbono. En el sector Agricultura y Ganadería, además del dióxido de carbono, la mayor emisión es de dos gases que tienen mucha más potencialidad en cuanto al incremento del calentamiento global: el metano y el óxido nitroso. El metano aparece en la actividad ganadera y tiene que ver con la fermentación entérica y la producción de estiércol, algo que se evidencia en la actividad intensiva a través de los feedlot. En la agricultura, es el óxido nitroso, aquel gas que se encuentra en los fertilizantes utilizados en el modelo agroindustrial imperante en nuestro país.

“A pesar de que precisamente Argentina ha logrado identificar de manera clara y precisa cuáles son las actividades que inciden mayormente sobre el sistema climático, lo cierto es que, a la hora de tomar medidas internas tendientes a luchar contra esas dos actividades responsables primarias de la emisión de gases de efecto invernadero, el Estado argentino, muy por el contrario, lo que ha hecho fue seguir sosteniendo y seguir profundizando estos dos modelos de producción, a través de los distintos planes de acción. Lejos de minimizar o reducir esos gases, la Argentina apuesta a la profundización y al sostenimiento de estas dos matrices, la energética y la productiva: en el caso, por ejemplo, de la energética, apostando a la generación de energía mediante el uso de gas natural, como es en el caso de Vaca Muerta. También explorando nuevas formas de profundización del modelo hidrocarburífero, a través de la utilización de las plataformas offshore para la búsqueda, la exploración y la extracción eventual de hidrocarburos en las plataformas submarinas argentinas, como está ocurriendo, por ejemplo, en las costas del Mar del Plata”, asegura el abogado y agrega: “Y, más recientemente, mediante la aprobación del RIGI donde, por 30 años, el Estado argentino le otorga beneficios a estas actividades que claramente han sido identificadas como las principales responsables de los gases de efecto invernadero, colocando a la Argentina en una grave situación de responsabilidad internacional”.
La dimensión científica
Para abordar el carácter científico del debate, el especialista trae a colación el Informe de la evaluación mundial sobre la diversidad biológica, elaborado por la Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (IPBES), un organismo independiente internacional, ligado a la Organización de Naciones Unidas (ONU) e integrado por más de 150 expertos de todos los países. Los especialistas, dice Ávila, han analizado más de 1.500 publicaciones científicas, estableciendo cuál es el nivel de impacto generado por el cambio climático y el calentamiento global sobre la biodiversidad y las principales causas.
“Como principio general, estos expertos del clima han establecido que la naturaleza es esencial para la existencia humana y para la buena calidad de vida: la mayoría de las contribuciones de la naturaleza a las personas no se pueden sustituir por completo e, incluso, alguna de estas contribuciones son irreemplazables, no solamente en la provisión de alimentos, de energía, de medicamentos y de recursos genéticos, sino también para el bienestar físico de las personas y para la conservación de la cultura”.
Según el IPBES, la alteración al sistema climático es una alteración antropogénica, es decir que se debe principalmente a las actividades humanas y la mayor parte de los indicadores de la diversidad biológica muestran un rápido deterioro. El 75% de la superficie terrestre ha sufrido alteraciones considerables, el 66% de la superficie oceánica está experimentando cada vez más efectos acumulativos y se ha dilapidado más del 85% de la superficie de los humedales. Entre 2010 y 2015, se perdieron 32 millones de hectáreas de bosques primarios o en recuperación en todo el mundo. El 25% de las especies de animales y plantas están amenazados, un millón de especies están en peligro de extinción y estos valores corren el riesgo de profundizarse si es que no se adoptan medidas para evitar la aceleración en este ritmo de extinción de las especies en todo el mundo.
El avance de la deforestación para abrir paso al crecimiento de la frontera agropecuaria es la principal causa de modificación de los ecosistemas terrestres. El informe señala que más de un tercio de la superficie terrestre se utiliza para el cultivo y la ganadería, y el 25% de las emisiones corresponden a esta actividad.
Pero, como explica Ávila: “Además de diagnosticar y revisar las causas, los expertos dicen que es posible establecer un sistema de salvaguarda del medioambiente sobre la base de los mejores conocimientos científicos disponibles y mediante la adopción generalizada en materia de conservación, de restauración ecológica y de uso sostenible de iniciativas, tanto a nivel local como a nivel nacional e internacional, que sean de sustentabilidad en todos los sectores extractivos y productivos, incluidos la minería, la pesca y la agricultura, y que permitan interrumpir este grado de deterioro de los ecosistemas, por ejemplo, mediante el fomento y la promoción de la agroecología, de la producción orgánica, de la utilización entre comillas de energía limpia o de origen renovable”.
La dimensión social
En diálogo con nuestro medio, el abogado especialista en ambiente finaliza haciendo foco en otra de las dimensiones más relevantes que giran en torno a los conflictos en el ámbito de la justicia climática y de la degradación ambiental: la dimensión social, “es decir, qué es lo que podemos hacer los ciudadanos comunes, los ciudadanos de a pie, frente a esta problemática que claramente es a escala global y planetaria”.
“Por supuesto, como todo conflicto de base socioambiental, la participación y el involucramiento de la sociedad civil es fundamental, y tanto los instrumentos nacionales como internacionales otorgan a la ciudadanía un verdadero rol protagónico a los efectos de poder tomar real y efectiva participación en estos debates que necesariamente deben darse así”, subraya Darío. Como ejemplo y para concluir, nos habla del Acuerdo de Escazú, recientemente firmado por la Argentina, que garantiza a todos el derecho a participar en los procesos de toma de decisión de las políticas públicas.

*Por Soledad Sgarella para La tinta / Imagen de portada: Brigada Inchín.
