Lo público y la vocación universitaria
La vocación de la universidad pública no puede ser simplemente sustentar un mercado laboral necesitado de soporte técnico. Hay que reposicionarla como una de las instituciones fundamentales en la lucha por la democracia y la democratización de nuestras sociedades.
Por Sofía Germanier y Marcos Funes para La tinta*
Cuando insistentemente se piensa a la universidad pública solamente como una productora de títulos para el mercado laboral, se reduce su función en un simplismo peligroso que acota directamente los sentidos posibles de una sociedad, su capacidad de integración del pluralismo que la integra y la aspiración de lograr Estados con mayor contenido de justicia.
En la encrucijada que hoy nos toca, estamos diciendo que las funciones sociales y políticas de la universidad pública son de carácter innegociable. En la oposición democracia vs. PTA (plutocracia, tecnocracia, autocracia), las casas de estudio no pueden sino estar del primer lado del binomio. Desde luego que la formación académica tiene como uno de sus objetivos formar una fuerza laboral profesional, pero también ciudadanos comprometidos con la democracia y con investigaciones que revistan interés público. Es muy diferente pensar desde la definición de la sociedad y lo social como sujetos de lo universitario que desde la empresa y el capital como reemplazo de dichos sujetos.
La discusión que ha instalado el veto presidencial no es bajo ningún punto de vista de carácter administrativo, sino eminentemente política y responde a lógicas políticas y no a problemas de gestión. Es falso “que no hay plata” y que el único criterio que puede gobernar un Estado sea “la restricción presupuestaria”. Estas consignas tienen como función acotar los límites del debate negando su dimensión política, como así también orientar la retórica de lo público a un orden jerárquico donde el principio que ordena esas jerarquías es el del mercado.
Sostener 4 puntos del PBI en regímenes de exención impositiva para el capitalismo de amigos del poder o descontarle 10% del impuesto a las ganancias al sector más rico de la Argentina no funcionan bajo la lógica de “la restricción presupuestaria” ni tampoco con el lema de “no hay plata”. Por lo tanto, estos criterios que se maquillan de administrativos esconden, en realidad, otros objetivos que, por su finalidad excluyente, injusta y de inducción de desigualdad, no son siempre declarados en las intervenciones del discurso presidencial.
También ha sido el presidente quien, refiriéndose al caso más escandaloso del capitalismo de amigos que es Tierra del Fuego (mil millones de dólares durante 2023), definió esos recursos como “derechos adquiridos”. Realicemos una pequeña comparación. Si a esos fines el Estado nacional dedica 4 puntos del PBI y a las universidades 0,14, Javier Milei nos está diciendo que, por cada peso que invierte en las universidades, 28 van a las empresas de la plutocracia (gobierno de los ricos) argentina. Es decir, la relación es de 28 a 1. Para alguien que ha hecho de la lucha contra la casta su leitmotiv, es un promedio un tanto extraño, a excepción de que, en verdad, el problema no sea la casta en sí, sino la casta de preferencia y las modalidades de un nuevo ordenamiento de esa plutocracia que tanto gusta defender el presidente en los foros empresarios.
Garantizar ganancias a las empresas con recursos del Estado es un derecho adquirido, pero garantizar la educación pública no puede pensarse en términos de derechos, sino que hay que pensarlo en términos de “restricción presupuestaria”. Derechos para las empresas, presupuesto para las universidades. Justicia para el capitalismo, negación para la sociedad. Si este gobierno habla por los números, es harto evidente lo que busca para la educación: su vaciamiento y consecuente privatización. Resumiendo, podríamos decir que es coherente desde su neomenemismo declarado.
El discurso oficial
El pasado 12 de octubre, el presidente Milei encabezó un acto en el nuevo Palacio Libertad (ex Centro Cultural Néstor Kirchner), donde realizó una serie de apreciaciones que son muy pertinentes a nuestro tema: «Durante toda la campaña, me han escuchado decir que preferimos decir una verdad incómoda que una mentira confortable. La verdad incómoda de la educación argentina es que la universidad pública nacional hoy no le sirve a nadie más que a los hijos de la clase alta y los ricos, y la clase media alta [… ] el mito de la universidad gratuita se convierte en un subsidio de los pobres hacia los ricos, cuyos hijos son los únicos que llegan a la universidad con los recursos, la cultura y el tiempo como para poder estudiar. La universidad ha dejado de ser una herramienta de movilidad social para convertirse en un obstáculo para la misma”.
El primer punto que resalta de esta narrativa es que un gobierno que prefiere las empresas a las universidades intenta articular una mímica de su valoración por la educación pública lanzando acusaciones de clase cual marxismo de manual. Por otro lado, poco más del 50% de los alumnos que asisten a las universidades nacionales son de sectores medios bajos y bajos, lo que evidencia la falsedad de la afirmación del presidente. Ignora también, con una enorme brutalidad y simplismo, o, en todo caso, con la brutalidad que todo simplismo opera, que muchísimos estudiantes realizan el enorme esfuerzo de estudiar y trabajar, siendo quienes no trabajan los menos en muchas carreras. Ejemplo de la verdadera meritocracia si los hubo y del sentido igualador de lo público.
Lo taxativo de las afirmaciones presidenciales en ese punto evidencian, una vez más, que la comunicación política de este gobierno es un esquema de construcción de frontera identitaria permanente, al estilo de la discursividad proyectada por Ernesto Laclau. No importan los contenidos ni el sentido de justicia de los reclamos, sino su alineamiento en una estrategia de profundización de conservación del poder a toda costa. No se trata de qué o cómo se dice, sino de a quién me conviene asignárselo para definirlo como amigo o enemigo del poder.
Por otro lado, no hay ninguna propuesta que permita colegir cómo es que este gobierno pretende revertir este sentido clasista que observa en la educación pública superior argentina. Lo más lógico sería que si la educación no sirve a su propósito de ascenso social —como el mismo presidente estableció en su discurso—, su administración realizara propuestas en consecuencia. Nada de esto, pero absolutamente nada ha sido presentado desde la marcha federal de abril hasta hoy. En largos seis meses, este gobierno no ha propuesto ni una sola medida o programa para revertir ese sentido clasista orientado hacia los ricos que denunciara el fin de semana pasado Javier Milei.
¿Qué es lo que sí ha hecho? Proyectar un manto de duda sobre la utilización de los fondos públicos universitarios, reclamando insistentemente que las universidades “nos dejen auditarlas”. ¡Qué candidez esta, si es que no representara una perversión argumentativa que sólo esconde la mala fe que tiene este gobierno cuando se trata de discutir un sentido de lo público, el orden estratégico de los recursos del Estado o las prioridades que debiéramos discutir en una economía que busca equilibrarse!
Si alguien no supiera que Javier Milei es el presidente de la Argentina, tendría la sensación de que no ocupa cargo público alguno o que no tiene siquiera una mínima responsabilidad en la gestión del Estado. Es tan en tercera persona que declama este pedido de auditoría que, si fuésemos mal pensados, diríamos que no quiere realizarlo. ¿Será tan así? Veamos.
Cuando se vetó la Ley de Financiamiento Universitario, también se vetó su artículo 7 que establecía dichas auditorías. Por lo atinado de sus apreciaciones, ampliemos este eje con lo que el curioso comunicado del PRO de Mauricio Macri decía sobre lo que la administración libertaria ha omitido en esta materia:
1) Decidió prorrogar el presupuesto del año 2023 sin establecer con claridad los fondos que se iban a asignar a las universidades durante 2024.
2) No terminó de conformar las autoridades de la Auditoría General de la Nación, organismo responsable de auditar a las universidades.
3) No constituyó la Comisión Mixta Revisora de Cuentas que define el plan de auditorías para la AGN.
4) Tampoco derogó la resolución del exprocurador Zanini del 28 de noviembre de 2022, que impide a la SIGEN, organismo auditor del Poder Ejecutivo, auditar a las universidades.
5) Llegando al último trimestre del año, no ha logrado acordar con los gremios universitarios una paritaria que traiga tranquilidad a docentes y estudiantes.
De todos los instrumentos con los que el Estado ya cuenta o podría contar, esta administración no ha ejercido ninguno en su tan declamada lucha contra la corrupción universitaria. Tampoco ha presentado algún plan o programa para reformar íntegramente la educación inicial que, según las declaraciones del presidente, constituiría la solución de fondo de los males que el impedimento para el ascenso social constituyen las universidades públicas. Tampoco ha presentado denuncias contra particulares o instituciones por casos de corrupción, como él y sus funcionarios permanentemente dicen que existen: «Por lo tanto, señores, dejen de engañar a los argentinos y díganles la verdad: que no quieren ser auditados para mantener sus curros y que, de esa manera, utilizan y prostituyen una causa noble para seguir defendiendo el robo de algunas agrupaciones políticas», Javier Milei en el Palacio Libertad.
¿Hay alguna otra cuestión detrás entonces? ¿A qué responde esa insistente declamación de “auditar” que nunca se realiza? ¿De qué podría tratarse, en caso de materializarse, esa “auditoría”? En su artículo 75, inciso 19, la Constitución Nacional establece para el Estado nacional mediante el Congreso: sancionar leyes de organización y de base de la educación que consoliden la unidad nacional respetando las particularidades provinciales y locales; que aseguren la responsabilidad indelegable del Estado, la participación de la familia y la sociedad, la promoción de los valores democráticos y la igualdad de oportunidades y posibilidades sin discriminación alguna; y que garanticen los principios de gratuidad y equidad de la educación pública estatal, y la autonomía y autarquía de las universidades nacionales.
La tan criticada autonomía universitaria por el discurso libertario tiene ni más ni menos que rango constitucional. Pero además de este sentido político, aclara nuestra Constitución también un sentido económico mediante el de “autarquía”. Esto se traduce en que las universidades se auditan internamente y que el Estado puede realizar auditorías externas. ¿Por qué entonces seguir machacando con algo que, inclusive, está contemplado en nuestra Constitución? ¿O el problema en realidad es que Milei está pensando en otras auditorías? No insinuamos que el presidente quiera realizar una reforma constitucional, pero sí que su idea de “auditar” no es la de controlar el uso de los fondos, pues, como demostramos anteriormente, tiene sobrados instrumentos para hacerlo, sino que lo que en realidad pretende es discrecionalidad desde el Ejecutivo para decidir sobre esas partidas. Dicho más simple: sobra el Congreso. Pero además de este problema de ingeniería institucional, hay una clara orientación a vaciar lo público, desfinanciándolo mediante la falacia de “auditar y controlar”.
*Por Sofía Germanier y Marcos Funes para La tinta / Imagen de portada: Ezequiel Luque para La tinta.
*Estudiantes de Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Sociales de la UNC.