Día Nacional contra la Depresión Política: pensar la articulación entre el desaliento propio y el desaliento colectivo
El 27 de julio fue el Día Nacional contra la Depresión Política, celebrado en el Club de Artes y Ocios de la ciudad de La Plata, Buenos Aires. En esta nota, compartimos el texto que el curador y escritor Alfredo Aracil ―integrante de CAOs, una comunidad de prácticas orientada a la experimentación con arte, salud mental y formas de vida― leyó para presentar el libro Depresión: un sentimiento público, de Ann Cvetkovich ―filósofa, activista queer y docente del Instituto Feminista de Transformación Social de la Universidad Carleton de Ottawa―, publicado por la Editorial Coloquio de Perros y traducido por Renata Prati.
Por Alfredo Aracil para La tinta
La persona
Pensaba comenzar esta presentación excusándome, pero la lista de las cosas por las que podría pedir perdón es casi infinita: soy blanco y, porque tengo un hijo y convivo con una mujer, parezco heterosexual. Van a ver, además, que por cómo hablo se puede deducir que soy español y, por lo tanto, mi historia no puede leerse sin la historia del colonialismo capitalista y patriarcal.
Para colmo de males, por no hablar de cosas demasiado personales y dolorosas que prefiero no hablar, nunca he estado diagnosticado ni seguido un tratamiento médico, quizás porque he encontrado otras formas, no necesariamente “sanas”, pero igualmente químicas y somáticas, de mantener a raya la neurosis y el malestar.
Me pregunto: ¿solo pueden hablar de la depresión aquellas personas que la han vivido, incluso a su pesar, como una enfermedad? ¿Es, por el contrario, la depresión una cuestión transversal al desarrollo cultural y de naturaleza universal, emparentada con los consensos epistemológicos de cada periodo histórico o civilización? ¿Son lo mismo la acedia, la melancolía o la depresión? ¿Se trata de los mismos afectos negativos? ¿Se puede hacer algo positivo con los afectos negativos?
El personaje
Una académica yankee o canadiense, de clase media, aunque se presente como lesbiana, ¿por qué debería sentirse deprimida? ¿Qué quiere decir cuando dice que se siente deprimida? Parece haber, en el relato en primera persona que busca explicaciones en qué siente su cuerpo y cuáles son los estados de ánimo que atraviesa, algo que se rebela contra los modos de hacer del medio universitario y la investigación, contra cierto régimen de producción y mercantilización del conocimiento.
Pero ¿quién soy yo para menospreciar su derecho a sentirse deprimida? O si preferimos sacar la cuestión de los derechos y el reconocimiento de la subjetividad, ¿quién soy yo para saber la verdad de su sufrimiento?
La política
«La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos», escribió Karl Marx. Se me ocurre que podemos pensar la depresión según dos experiencias del tiempo. Por un lado, mi depresión, la depresión personal, como una experiencia plana, continua, despotenciadora, tortuosa y más o menos aburrida para uno mismo y para los que la sufren de rebote.
Y, por otro lado, una depresión más impersonal, que puede explicarse como en el caso de los primeros monjes cristianos que sufren de acedia como una crisis en su fe que se origina con la visita de demonios, ángeles o fantasmas (las generaciones muertas de Marx), quienes, desde el exterior, vienen a perturbar mi interior.
La primera de las modalidades de la depresión, la más personal, no da tregua, es implacable. Y aunque por momentos se va, se siente que puede volver en cualquier momento. La segunda, en cambio, no se llega a ir nunca, aunque por momentos, según la coyuntura, da tregua y pensamos que podemos vencerla, que la larga historia de la depresión/opresión bajo los modos de producción y las relaciones sociales capitalistas tiene un afuera.
Es importante decir que ambas formas de la depresión no resultan excluyentes, sino que parecen compatibles, incluso, consecutivas e intercambiables, tanto que momentos se cruzan y, entonces, podemos decir que lo personal es político.
Para ambas experiencias, tal vez porque no he vivido la depresión en su forma medicalizada, me gusta una de las palabras que van y vienen en el texto de Cvetkovich: «desaliento». Me gusta “desaliento” porque resume algo que ni se origina ni se expresa solo en la mente o solo en el cuerpo.
El desaliento puede ser una idea o, mejor, puede ser lo que nos hace sentir una idea cuando no se logra realizar o materializar. Y el desaliento ―sobre todo, las personas asmáticas― es lo que sentimos cuando, trabajando contra el aire contaminado del Antropoceno, nuestros castigados bronquios no son capaces de metabolizar oxígeno. «Desaliento» es el aire que no se respira, en medio de esta nueva ola de violencia contra las condiciones de vida de las personas y del planeta.
Y lo contrario del desaliento, en lo que en mi opinión constituye uno de los descubrimientos del libro de Cvetkovich, es poder sentirse mejor. Por lo que me cuentan mis amigas, sentirse un poco mejor es la diferencia entre poder y no poder levantarse de la cama. Y ante esa disyuntiva que es tan metafórica, pero literalmente se acerca a la diferencia entre estar viva y estar muerta, toda ayuda. Ya sea espiritual o farmacológica, ya sea somática o psíquica, cualquier ayuda es bienvenida. Y, a la vez, aunque parezca mentira, ni el asalto a los medios de producción ni el final del capitalismo ni el prozac son más que medios o soluciones a medias.
Volviendo a lo personal es político: la cuestión es cómo pensar la articulación entre el desaliento propio y el desaliento colectivo.
¿Cómo se siente el capitalismo? Por cómo el deseo lo complica todo, lleva tiempo hacer el análisis de las estructuras sentimentales del capitalismo. Así como exige paciencia atender la relación entre lo personal y lo político, tal vez porque no es tan claro que todo lo político es personal. ¿O sí?
Las paradojas filosófico-médicas
En su estudio genealógico de la depresión como sentimiento público, Cvetkovich afirma, de manera muy bella, que el alma es el punto donde se encuentran el cuerpo y la mente. En ese sentido, si los estados de ánimo y los sentimientos, a diferencia de lo que postulan ciertas versiones empobrecedoras de la neuro-plasticidad, no se pueden remitir o ubicar en el cerebro ―que, por cierto, tampoco es lo mismo que la mente―, las sensaciones o los afectos, en general, tampoco se reducirían al campo de influencia de una visión del cuerpo que se inmuniza de las ideas y el pensamiento.
Según la versión médica, la depresión es una enfermedad porque se puede diagnosticar y, sobre todo, porque se puede curar. Es, por lo tanto, una enfermedad tratable, pero el régimen de cura diferida es siempre dejado para el porvenir, que los fármacos y las instituciones, en realidad, cronifican, hacen interminable, como lo era teóricamente el análisis freudiano.
La depresión, así, sería algo que le pasa al cuerpo, algo exterior ―como los demonios medievales― que atormenta al sujeto. Un efecto secundario de la biología y sus procesos, la maldición de la herencia genética y todo lo que desconocemos, pero intuimos de la influencia del medio ambiente sobre los organismos. No obstante, para nuestra cultura capitalista, el sujeto es responsable, porque es él o ella quien debe esforzarse. Porque hay algo que no está haciendo como debería, el sujeto debería reunir fuerzas para levantarse (de la cama literal).
Por esa razón, las pastillas son más efectivas en el corto plazo. Porque no tenemos ni tiempo ni paciencia para tratar el desaliento de forma política, como un problema no individual, sino público. Ningún duelo se cura en tres meses. Las fatigas, el desencanto y el trabajo de asimilar las derrotas llevan una vida. Y, sin embargo, no tenemos tiempo que perder en el intento de intentar cambiar las cosas, de transformar el mundo.
Las memorias de Daniel Bensaïd se llaman Una lenta impaciencia. No sé si por esas cuestiones, últimamente, en las discusiones con amigas, antes que decir usuario prefiero utilizar la palabra paciente. En esa supuesta pasividad, como sucede con los afectos negativos que moviliza la depresión, la melancolía o la acedia, parece haber una estrategia y, virtualmente, una potencia creadora.
Coda
En su sentido más práctico, este libro de Cvetkovich logra una síntesis virtuosa entre la crítica de la medicalización de las pasiones y los afectos, y la relación entre el cuerpo y la mente como un trabajo espiritual que, sin embargo, no hay que entender ajeno a una perspectiva materialista de la lucha política.
La posición de Cvetkovich coincide con ciertos autores en pensar la crítica de la salud mental en relación con un fuerte descontento con el lado optimista y prometeico de la Ilustración y la modernidad. Según esta perspectiva, es como si, de forma indirecta, los excesos de la razón, la ciencia positivista, la colonialidad, el excepcionalismo humano y la devastación de la naturaleza como recurso, el poder patriarcal y otros males de la cultura hayan enfermado al pensamiento, volviendo sospechosa toda actitud crítica, así como toda tentativa de abstracción, la teoría y, en definitiva, la posibilidad de poner en circulación y discutir ideas.
Del otro lado, del lado de la curación, aparece un cuerpo separado de su capacidad intelectual y una salud idealizada. Aparece el boom del ejercicio físico y espiritual, la natación, la meditación y el yoga. Un cuidado del cuerpo que implicaría, de manera directa, un cuidado del alma, la posibilidad de ponerle límites a la neurosis, una protección frente al terror del pensamiento y los delirios perversos de la mente entendida como voluntad de poder.
Si bien saber que el capitalismo no me ayuda a levantarme de la cama, da la sensación de que hacer yoga o meditar, a veces, tampoco son suficientes. O tal vez sí y con eso sirva no para estar “bien” o “mal”, sino para sentirse un poco mejor, para sentir que el deseo fluye y hacer fluir… No sé, sinceramente.
Para concluir, que ya toca, algunas preguntas que no buscan cerrar el análisis, sino abrir incertidumbres y líneas de acción y pensamiento: ¿cómo volver productivo, en términos de hacer deseable, una transformación política de la realidad, estados de ánimo como la depresión, que están tan marcados por una negatividad que no es solo un NO, una renuncia y un sabotaje a los chantajes del capitalismo, sino que se vive como la falta de potencia, el desaliento y la merma de fuerzas que nos separa de la creación del mundo?
¿Podemos imaginar una política que no soslaye las pasiones negativas, pero que tampoco nos encierre en la lógica de dominación y la trampa del resentimiento y la búsqueda del reconocimiento? Es decir: ¿qué hay más allá del derecho a sentirse deprimida?
¿Cómo hacer para que todas esas cosas que nos enferman de las relaciones sociales capitalistas nos hagan sentir menos solas y miserables? ¿Qué y cómo hacer para sentirnos mejor aun cuando las cosas van a peor? Si saber que el capitalismo es lo que no me deja levantarme de la cama, no ayuda a levantarse de cama, ¿me ayuda repetir que, como un deber, hay que politizar el malestar?
*Por Alfredo Aracil para La tinta.