Osiris Villegas: los orígenes militares del pensamiento de Milei

Osiris Villegas: los orígenes militares del pensamiento de Milei
7 mayo, 2024 por Gabriel Montali

Un punto en común entre las nuevas derechas es su cruzada contra un marxismo imaginario. ¿Cómo interpretar ese retorno de los fantasmas de la Guerra Fría? ¿Qué vínculos existen entre esa etapa del siglo XX y el pensamiento de referentes como Agustín Laje, Nicolás Márquez y el propio Javier Milei?

Por Gabriel Montali para La tinta

Si existe un lugar oculto en el tiempo, fuera de la temporalidad finita de la carne y la memoria, el teniente coronel Osiris Villegas debe andar sorprendido. Con sus libros fuera de catálogo y olvidado por la prensa mainstream, que en la década de 1960 lo consagró como uno de los máximos expertos en temas de seguridad nacional, hoy, sus ideas viven un inquietante tiempo de revancha, testimonio de un país que se resiste a abandonar las consignas de la Guerra Fría.

Villegas nació el 26 de julio de 1916 en la provincia de Mendoza. Sus padres no lo bautizaron con el nombre de un dios de reparto. En la cultura del antiguo Egipto, Osiris es el dios intelectual, porque crea las leyes y la religión, pero también es el máximo justiciero, porque es el que decide quién resucita, o no, a la vida eterna. De su juventud se sabe poco. Apenas que su padre era periodista y que el futuro teniente, quizás alentado por el clima familiar, comprendió muy pronto el valor de la prensa como tribuna de intervención en los debates públicos. Se especula, además, que su temprana formación como docente le aportó otra certeza: Villegas estaba convencido de que la eficacia pedagógica de cualquier mensaje depende, ante todo, de la elaboración de un léxico sencillo; una lengua de oraciones cortas y términos claros, concretos y sin ambigüedades.

osiris-villegas

Acérrimo antiperonista desde el minuto cero, para las fechas de la Revolución Libertadora ya se había consolidado en el Ejército como catedrático en estrategia militar. Desde entonces, siguió con interés el desarrollo de las doctrinas de lucha contrainsurgente que se difundían en el país, al menos desde 1956, a partir de las teorizaciones de la Escuela Superior de Guerra francesa. El estallido de la Revolución Cubana lo sorprendió mientras escribía su primer libro: Guerra revolucionaria comunista, publicado en 1962 por la Biblioteca del Círculo Militar Argentino y reeditado, un año más tarde, por la editorial Pleamar.

Sus páginas revelan un cambio en el orden de prioridades de los militares argentinos, que ya se preanunciaba desde 1960, a partir del reemplazo del plan CONINTES por la Ley de Represión de las Actividades Terroristas, norma que hizo legal y pública la intervención de las Fuerzas Armadas en conflictos de seguridad interior; tema que tanto obsesiona a Patricia Bullrich.

Con la Cuba de Fidel Castro como madre de todos los horrores, el libro de Villegas se proponía nutrir de conceptos a esa temprana radicalización castrense: «El comunismo golpea a las puertas de todos los países de la tierra», dice con preocupación en sus primeros párrafos, a lo que agrega: «Su objetivo es la captación del hombre y su fórmula es la intoxicación de los espíritus», método que define como «uno de los medios más eficaces de la técnica bélica moderna».

Fue precisamente esa obra la que lo lanzó al estrellato político y es allí, en ese texto que antecede a los manuales de contrainsurgencia elaborados por el Ejército, donde pueden observarse las dos grandes líneas teóricas que actualmente recuperan influencers libertarios como Nicolás Márquez, Agustín Laje y el propio Javier Milei, empecinados como están en descubrir los fantasmas del marxismo detrás de cualquier acto de disidencia. Ninguno de ellos lo cita, ninguno lo menciona. Quizás ni siquiera se acuerdan del teniente coronel que, durante el Onganiato, se convirtió en secretario del Consejo Nacional de Seguridad, que escribía editoriales para diarios y revistas como Primera Plana, Confirmado, La Nación y La Nueva Provincia, que cayó en el olvido luego del Cordobazo y que falleció en el Hospital Militar de Buenos Aires en 1998, víctima de un derrame cerebral.

Sin embargo, a Villegas le sobran motivos para el descorche póstumo: sus ideas se han vuelto cultura en el pensamiento de las nuevas derechas y su voz, como una sombra errante y marcial, persiste a través de las voces de los influencers libertarios. ¿Qué sugiere? ¿Qué propone esa voz? ¿Hacia dónde nos lleva?

Entre la paranoia y la distopía

La primera línea teórica del libro remite a la figura del enemigo interno. A juicio del teniente coronel, la Argentina de comienzos de los sesenta ya se encontraba en estado de guerra. Sólo que se trataba de una guerra no convencional, porque sus protagonistas no eran los ejércitos de una potencia invasora, sino ciudadanos comunes que actuaban como agentes infiltrados al servicio del marxismo.

Desde su perspectiva, entonces, una de las novedades del contexto era la irrupción de un enemigo que no resultaba fácil de identificar. En parte, porque actuaba de manera clandestina, mimetizándose dentro de las estructuras sociales para emprender, desde allí, una intensa tarea de persuasión a los fines de “ganar adeptos para la ideología comunista”. Y en parte, también, porque estas tareas podían ser realizadas tanto por el guerrillero como por cualquier otra persona, desde el simple trabajador hasta el artista o el sacerdote, ya que infiltrado era todo aquel cuya conducta promovía alguna clase de alteración del orden público.

Por lo tanto, además de colocar al conjunto del país bajo un manto de sospecha, la consecuencia lógica de estos planteos era que las tácticas de las izquierdas obligaban a desplazar la lucha hacia el interior de las instituciones de la sociedad civil. Por eso, Villegas afirmaba que era imposible vencer al comunismo “sin emplear una estrategia similar que se le oponga”. Esto es, sin combinar los métodos represivos con tácticas “educativas” orientadas hacia el campo cultural. 

Su libro las califica como ejercicios de propaganda “político-psicológica” que debían realizarse, sobre todo, en las escuelas, las iglesias, los sindicatos y las universidades, con el propósito de enfatizar el carácter totalitario del marxismo. Después de todo, era allí donde se pensaba que los comunistas intentarían promover la lucha de clases mediante la fórmula de la “intoxicación” de los espíritus.

La segunda tesis, por su parte, se basaba en un diagnóstico poco optimista. Para el teniente coronel, los infiltrados estaban ganando la batalla. Y como prueba de su presunción, el libro abunda en enumeraciones propias del pensamiento paranoico. No importa si se trata de huelgas gremiales, manifestaciones estudiantiles o de la novedosa moral sexual de la época. Como la figura del infiltrado es lo suficientemente laxa para atraparlo todo, hasta la más ínfima protesta a la autoridad se asume como una prueba irrefutable de la conspiración marxista.

Tres décadas más tarde, en su último libro, titulado Temas para leer y meditar, y publicado en 1993, Villegas revalida su tesis distópica: si bien las izquierdas fueron política y militarmente derrotadas por la última dictadura, ganaron, sin embargo, la batalla cultural. El nombre de Antonio Gramsci surge entonces como justificativo de un nuevo contrafáctico. Según su interpretación a piacere del filósofo italiano, no habrían sido los crímenes, los exilios, el robo de niños, la malaria económica o el desastre de Malvinas lo que volcó a la sociedad en contra de la dictadura, sino un astuto lavado de cerebros orquestado por el socialismo a partir de la lectura de los Cuadernos de la cárcel.

marquez-laje

Traer el pasado de nuevo al presente

Este es precisamente el punto donde Laje y Márquez toman la posta de la paranoia y la generalización atolondrada. También para ellos, el marxismo perdió, pero ganó y así lo hacen saber, por ejemplo, en El libro negro de la nueva izquierda, cuando afirman que los comunistas habrían cambiado de táctica tras el derrumbe del bloque soviético: “Silenciosamente, la izquierda reemplazó las balas guerrilleras por papeletas electorales, suplantó su discurso clasista por aforismos igualitarios que coparon el extenso territorio cultural y comenzó a capturar almas atormentadas o marginales a fin de programarlas y lanzarlas a la provocación de conflictos bajo excusas de apariencia noble”.

En sus libros, por lo tanto, el pensamiento de Villegas pasa a convertirse en una clave de lectura –y en una línea de conexión– que permite interpretar tanto el pasado como el presente. Y puede que, en la Argentina, predominen el pacifismo, el reformismo y un casi inexistente rechazo a la propiedad privada. Pero son detalles menores. Entre los revolucionarios de ayer y movimientos como el feminismo o el ambientalismo no habría diferencias, sino la supuesta continuidad de una vanguardia que busca sepultar al país bajo un régimen colectivista.

De modo que, en sintonía con las tesis del teniente coronel, la concepción del campo simbólico como el principal escenario de lucha no sólo repite las representaciones históricas del enemigo. Al mismo tiempo, también repite una manera de entender la cultura que imagina a las personas como sujetos manipulables, pasivos y carentes de pensamiento y autonomía. Sujetos a los que basta una palabra para dirigir como robots y cuyas críticas al sistema nunca estarían vinculadas a experiencias reales de desigualdad, sino a los embrujos de un animal mitológico del que hay que protegerse, vigilando al vecino e, incluso, patrullando nuestras emociones.

El resultado de este revival macartista no se agota, sin embargo, en la continuidad de la figura del infiltrado como amenaza contra las voces disidentes. A ello, hay que añadir otros puntos de tensión entre estos discursos y las normas de convivencia democrática cuyos efectos, a mediano plazo, resultan difíciles de prever. Algunas de esas características constituyen un bajo fondo común a las tradiciones de extrema derecha. Una de ellas, por demás evidente, es la concepción mesiánica y religiosa de la política. Me refiero al enfoque que define al libre mercado y al cristianismo como la única forma legítima del orden social y que, en simultáneo, permite dividir esquemáticamente al mundo entre las fuerzas del cielo y los orcos de la barbarie. Si sobre estos últimos pesa la mancha del pecado ideológico, ya que, para el pensamiento dogmático, la ideología siempre es patrimonio del otro, es esa fe que se autoatribuye las purísimas tablas de la verdad la que habilita la proyección de los fantasmas del marxismo sobre cualquier discurso que no coincida con sus creencias.

Otro rasgo, también evidente, es el papel estratégico que cumplen la generalización, la doble vara y el montaje de fake news en el discurso libertario. Convengamos que Laje y Márquez no escriben con el fin de elaborar interpretaciones complejas sobre los hechos sociales, sino con el propósito de construir relatos que resulten eficaces para alcanzar los objetivos de sus espacios de militancia. De ahí que sus textos se organicen como bombas molotov, como granadas verbales para el combate ideológico, dirigidas a interpelar las emociones de un público molesto con el presente. Un público en estado de crispación al que buscan ahorrar todo contacto con la evidencia, siempre tan inoportuna, porque la evidencia no hace más que poner en entredicho los dogmas de la fe.

Vaya paradoja, un tercer aire de familia con el libro de Villegas son los préstamos que estos autores toman del marxismo. Más allá de la fascinación con el concepto gramsciano de “batalla cultural” y de la representación de la ideología como “falsa conciencia”, Laje y Márquez parecen autopercibirse como intelectuales “faros” en la tradición leninista del término. Esto es, como escritores cuyo propósito –y cuyo compromiso político– es “iluminar” la supuesta ignorancia de una ciudadanía que siempre está a un paso de ser “programada” por esa entelequia que llaman “socialismo”. 

Sus discursos, incluso, recurren a cierta iconografía personalista que también puede leerse en espejo con las izquierdas del siglo pasado. Qué decir de los afiches promocionales del documental «Querida resistencia»: épicas fotos en las que vemos a Laje con la barba tupida y la mirada firme en el porvenir, aunque peinado a lo hipster y vestido con la prolijidad formal de un CEO. ¿Postales de la Sierra Maestra anarco-capitalista? Y aún más: ¿acaso sus libros no aspiran a convertirse en reversiones de los Apuntes para la militancia o de Las venas abiertas de América Latina?

Finalmente, el panic show de la lengua, esa loca máquina de estereotipar a partir de groserías de distinto calibre, es el último rasgo en el que persisten los ecos marciales de la Guerra Fría. Si bien los influencers libertarios no parecen hombres de acción, sino actores de una derecha que participa del juego político por vías democráticas, ese apego a la formalidad institucional no los redime de la violencia de sus discursos, como tampoco de los efectos potenciales de esa violencia. Así, la deshumanización de los opositores a través de la imagen del bicho rastrero, porque el infiltrado es, ante todo, la cucaracha, la rata o el virus, construye representaciones en las que el desprecio por la diferencia juega a diluir los límites entre deseo y acción, en una suerte de erotismo de la agresividad que, en su lenguaje estridente y en sus gestos hiperteatrales y exhibicionistas, recuerda a las manifestaciones del fascismo.


Pequeño inventario de temores: la evocación de las tesis de Villegas se ha vuelto razón de Estado con el gobierno de Milei. Las performances del presidente, que en más de una oportunidad parecen escritas por Laje y Márquez, combinan lecturas reduccionistas de la historia, rechazo al disenso, teorías conspirativas, simbologías totalitarias y una desconfianza radical con el régimen democrático, precisamente porque permite la participación de los opositores en el juego político. 


De hecho, su afán por privatizarlo todo, aunque remite a las doctrinas del libre comercio, en el fondo, quizás obedezca al deseo de cercenar al máximo la expresión de disonancias en la esfera pública, fenómeno que puede observarse en el cierre de la agencia Télam, en sus reproches al periodismo crítico y en sus ataques a la educación estatal, particularmente a la formación universitaria en ciencias sociales.

Todos indicios de una derecha que disfraza de libertad lo que, en realidad, es una obsesión con y por el orden: ese orden indiscutible, ese mesianismo de mercado, que se reduce a caricatura cuando el photoshop borra la papada presidencial, pero que, a su vez, anticipa, en su prédica religiosa, las bases de un proyecto de inquisición anti-pluralista.

Es por eso que si a una cucaracha no se puede más que aplastarla, vale la pena preguntarse: ¿cuál será entonces el límite entre esa subjetividad paranoica y su traducción en actos concretos sobre el cuerpo disidente? 

Es probable que el rumbo del gobierno de Milei, sobre todo, en su actitud ante los pequeños reveses de la gestión, defina si estamos ante un nuevo fenómeno de la banalidad política o si, por el contrario, nos encontramos a punto de abrir otra página turbia en nuestra historia.

*Por Gabriel Montali para La tinta / Imagen de portada: A/D.

Suscribite-a-La-tinta

Palabras claves: Javier Milei, Militares

Compartir: