A quién le dijiste yuyo
En Unquillo, Cecilia Marcó del Pont y Guillermo Albrieu son Sotobosque, un vivero de plantas nativas de nuestra región fitogeográfica, “principalmente en el estrato vegetal que crece por debajo del dosel de nuestros bosques, lo más próximo al suelo”. Desde allí, intervienen jardines, asesoran integraciones, diseñan ensambles, ayudan al regreso de árboles, herbáceas, arbustos y trepadoras nativas a la ciudad. “Acompañamos a componer en complejidad”, dicen.
A mis preguntas hinchadas de pragmatismo, sus respuestas son fértiles de poesía, pero también de propuestas reales para mundos mejores, ciudades más saludables y convivencias posibles. En esta nota, Guille y Ceci hablan de la urgencia de propagar (y dejar de erradicar) biodiversidad en balcones y terrazas, de la oportunidad de crear bosquecitos céntricos de chañares, peperinas y zorzales, y de “la decisión colectiva de co-habitar de otras maneras los espacios que ocupamos. Donde falten vidas, facilitarlas”.
—¿Cuál es el espíritu de Sotobosque?
—Imaginamos un tejido blando que rítmicamente se hincha y retrae, ahora acá, después allá, como los labios, como los soplos de un pulmón que respira, porque respirar es fundamental para la vida. Sotobosque se agrega a una red ondulante y preexistente de nodos que enlazan unos a otros, para ser parte de corredores que facilitan la propagación y dispersión de formas de vida y maneras de vivir que están desde hace siglos bajo brutal ataque.
Prestamos atención a los signos que emiten las plantas en el agarre de sus zarcillos, en la alabanza de sus hojas al sol, en las flores y frutos donde alojan el movimiento. No se hacen llevar, se mueven en su polen y en sus semillas, en la danza ascendente de su crecimiento, en los pedazos que el animal arranca para luego soltar en suelos distantes donde enraízan. Una planta es en la abeja, es en la oruga, en la lombriz, en la vecina que nutre sin venenos la tierra. Vuela en el ave solidaria que la acerca a la timidez de las fronteras.
Sotobosque propaga flora nativa de las sierras de Córdoba para, entre otras cosas, contagiar la atención hacia otros aspectos –muchas veces olvidados– de nuestra existencia. Para eso, necesitamos volver y que vuelvan.
—¿Es posible propagar biodiversidad en las ciudades?
—Es posible, sobre todo, dejar de erradicarla. Las fuerzas homogenizantes maceran un paisaje acorde a la pobreza que propician. Vivimos en islas de cemento y regalamos nuestro tiempo diurno vital a una larga cadena extractiva ascendente que descompone la asociación entre muchxs diferentes.
En la gestión de nuestro cotidiano, olvidamos miles de años de construcción colectiva de conocimientos populares, tradicionales, ancestrales, académicos, inter-especies, lejanos, locales, que revelan en mil lenguajes que la vida es múltiple y refractaria. La mayoría de los espacios urbanos que llamamos “verdes”, incluidos nuestros patios, son hologramas montados a base de la obediente repetición de plantas ya no solo exóticas, sino biotecnológicamente direccionadas, producidas en series clonales para cumplir una función mucho menos que estética, más bien sólo ornamental. Como las bolas viejas en el árbol viejo de navidad, modelo blanco-nieve.
Creemos que, además de posible, es urgente pensar a qué responde este paisaje, cómo llegamos hasta acá, a qué procesos de opresión racializada es sometido cada territorio. Comprar plantas nativas a productorxs locales es un ejercicio activo de interacción ecológica, es entrar en redes enriquecedoras para ser-en-participación. Es como ir a comprar a la verdulería donde, además, se puede conversar sobre ciertos temas. Es retribuir energía a una actividad sustentable en tanto sujeta otras maneras cíclicas de vivir, como la insistente cadencia del pulmón, consumiendo lo mínimo y produciendo lo necesario. En este experimento, proponemos sumarnos a mundos donde las relaciones económicas son interacciones ecológicas. En ese sentido, una gran maestra es la agroecología.
Es posible prestar atención desde cualquier lugar y situación, particularmente en las ciudades. Observar y pronunciar es lo primero; después, quién sabe. Una opción es la decisión colectiva de co-habitar de otras maneras los espacios que ocupamos. Donde falten vidas, facilitarlas.
Pero, al mismo tiempo, muchxs vecinxs creen que nacieron sin una “mano verde” o que no les fueron dados conocimientos ocultos sin los cuales toda planta no identificada con código de barra y función programada tendrá un destino fatal en sus casas. Irónicamente, las plantas más adaptadas a las condiciones ambientales que preponderan, las plantas nativas, se vuelven raras. Lo que irrumpe como adefesio es la ciudad, bajo la instrucción globalizada de exterminar lo que aquí vivía. ¿Por qué no conversar sobre estos temas y pergeñar futuras fugas en el bosquecito céntrico de chañares, peperinas y zorzales que en estos días podríamos sembrar? Tal vez también por ahí se empieza.
—¿Por qué hacen “ensambles”?
—Por un lado, pensando en la planta, no es lo mismo llegar a una casa sola que acompañada. Hay aspectos que aprendimos a intuir y muchísimos que desconocemos sobre la interacción entre ellas, con los animales, con las moléculas y la microbiota en el suelo que penetran; sobre los signos que emiten y las respuestas que reciben. Todas las piezas de cualquier ensamble, como en un ensamble musical, colaboran entre ellas. Algo tienen que ver las partes unas con otras, por eso, los armamos de aromáticas, de trepadoras, de gramíneas, de arbustos o estacionales. Luego, mientras más ensambles se van a distintos barrios de la ciudad, más polifónico es el universo al que nos asomamos cada vez que asistimos al llamado de esos entornos. Todavía suena bajito, pero confiamos. Para nosotrxs, armar ensambles es conjurar brujerías reparadoras. Algunos comercios se basan en el encanto, como encantan las coronas de pétalos a los abejorros que no saben por qué se posan donde el ansia se calma.
Comercialmente, es una manera de ofrecer un cierto tipo de plantas o de resolver a clientxs un problema de indecisión o, lo que más nos gusta, acompañarles en la mutación fractal que les lleva a fundir sus bordes con todo. No vendemos adornos.
—¿Nos eligen cinco ejemplos de los que ofrecen y nos cuentan sus características para un departamento?
—Nos gustan mucho casos como el balcón o la terraza, porque son situaciones ambientales extremas en las que toda intervención, por mínima que sea, puede tener una gran potencia. Llegarían colibríes, abejas y mariposas a un piso trece si hubiera un camino de balcones hospitalarios en el entre.
Acá van poco más de cinco ejemplos:
-Zinnia/flor de papel: llenan de flores cualquier maceta desde el verano hasta el final del otoño. Son de muy fácil mantenimiento y aguantan hasta el sol más picante de enero. Si bien no sobreviven las estaciones frías, persisten en una muy buena cantidad de semillas que podemos sembrar el verano siguiente.
-Chuscho: también ideales para macetas al sol, expanden muy rápidamente su matita y florecen en primavera y verano.
-Algunas trepadoras como el mburucuyá: en un buen macetón al sol, pueden cubrir una malla colgada a la pared y florecer intensamente. El brotal es más sutil y se da muy bien a la sombra, trepando liviano entre otras plantas, con racimos de flores casi-otoñales que atraen a muchos polinizadores.
-El matico o salvia morada: una aromática de fragancia bien serrana, atrae colibríes hasta pisos muy altos en pleno centro. Muy rica para infusiones o para perfumar charlas con vermucito.
-Sangre de toro: ideal para la sombra, muy buena opción de interior. Se da bien en un lindo mantillo que conviene mantener húmedo. Tiene racimos de flores blancas y frutos tintóreos de un color púrpura al que alude su nombre. El color de sus hojas cambia a lo largo de las estaciones, tomando un tono borravino muy característico en otoño-invierno.
-Tinajera: otra que se da muy bien afuera y en interiores. Arbustito de estructura mediana, buena nodriza de otras más pequeñas. Luego del verdor estival, sus hojas se vuelven anaranjadas en otoño.
*Por Soledad Sgarella para La tinta / Imagen de portada: Sotobosque.