Temporada de guiso y olla

Temporada de guiso y olla
16 mayo, 2023 por Soledad Sgarella

Todo el mundo sabe que un guisito cocinado en olla de barro siempre será mil veces mejor. ¿Y por qué sabemos o creemos saber tal cosa? Bueno, es verdad que hay algo de lo simbólico, sí. Hay algo de lo místico también. Pero hay algo de lo concreto: los materiales de los utensilios con los que cocinamos aportan un diferencial. En esta nota, la ollera Eusebia Reynaga nos cuenta sobre el antiguo oficio de construir con las propias manos el cuenco donde hacer la mismísima magia.

Por Soledad Sgarella para La tinta

“Cocinar y comer son experiencias cotidianas ligadas al mantenimiento biológico del ser humano y están dotadas de sentido para y por los sujetos y grupos sociales. Estas prácticas no solo involucran la comida –cultivada, comprada, preparada, ingerida– y el cuerpo que la consume, también comprenden objetos materiales con los que se manipulan los recursos y espacios donde se cultiva, se adquiere o se cocina un comestible”, escribe la doctora en Historia, Cecilia Moreyra, investigadora del CONICET, en un artículo de hace un par de años.

El barro, la cerámica en realidad, mejora las llamadas propiedades “organolépticas” de los alimentos, es decir, aquellas que se miden a través del análisis sensorial y se basan en cuatro parámetros básicos: color, sabor, textura y aroma. Y acá es donde aparece la olla de barro, ese elemento tan valioso para quienes disfrutamos de comer (y a veces, por qué no, de cocinar). Llega el frío y llega la temporada de guisos, humitas, locros, sopas, polentas, caldos, pucheros. Dicen quienes saben que, en este material tan noble y ancestral, todo se potencia: la cocción lenta y su porosidad generan las condiciones necesarias para la magia. Y si aprendés a usar la olla bien, los alimentos no se pegan y se mantiene la comida caliente mucho más tiempo.

En la misma publicación de Moreyra, donde el equipo investigó los objetos y espacios de la vivienda, y protagonistas en la experiencia cotidiana de la comida en la ciudad de Córdoba del siglo XIX, se relata que, en todas las cocinas, “abundaban las ollas de diferentes tamaños y materiales, en las que se preparaba una suerte de síntesis de diversos ingredientes que variaban según las posibilidades económicas de quien lo comía y eran cocidos con la mediación de dos elementos, el agua y la olla que los contenía; su contacto con el fuego era así indirecto, contrario a lo que pasaba con la carne asada expuesta a las brasas o las llamas, en un vínculo más ‘salvaje y natural’. La preeminencia de las ollas por sobre cualquier otro menaje de cocina nos habla de un tipo de comida -guiso, puchero, locro, ‘olla podrida’- que se consumía con mayor frecuencia que cualquier otra preparación.  Así, la olla terminaba constituyendo un símbolo de la comida: olla no era solo el objeto, era la comida misma”. 

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Ser ollera, un oficio y un ritual

A fines de abril, en el marco de la Especialización en Prácticas Artísticas Contemporáneas de la Facultad de Artes de la UNC, Julio Hernández (cocinero y fermentista con quien ya charlamos en otra nota) y Eusebia Reynaga estuvieron participando de un conversatorio sobre el alimento, la cocina, la recolección y las ollas de barro.

Eusebia es ollera y dice que, para ella, las ollas significan todo, porque nació en medio de las olleras y siempre ha estado en medio de las ollas: “Toda mi familia, y más que todo mi abuela, era ollera y nosotras siempre a las ollas las hemos hecho de muy chiquitas, de niñas, de 6 años. Era nuestro trabajo y era como vivir con eso, porque era nuestra única salida… porque éramos del campo, somos familias muy pobres, que no teníamos para comer y nosotras empezamos a producir a los 10 años y vendíamos nuestras ollitas para comer.  Es triste la historia, pero, bueno, ahora la cuento… pero, cuando te recordás, por ahí es bien triste”,  explica.

La artesana nació en la pequeña localidad de Chagua, en Bolivia, donde hay también otros pueblitos cercanos olleros: “Está Berque y está Casira. Hay Casira boliviana y Casira argentina, por eso estamos todos como una familia, ¿viste? Ahí, en el norte argentino, el sur boliviano, y nos conocemos todos, ahí no hay fronteras, todos somos olleras”, cuenta y añade: “Mi historia es así. Mirá, me vine de adolescente, vine a los 14 años a Jujuy. Actualmente, sigo viviendo en la provincia de Jujuy y al oficio ya lo tenía, así que ya vine con todo. Aquí trabajo. Antes, trabajaba de empleada doméstica, cuando nadie le daba valor a la cerámica… era muy en el olvido. Pero yo, como ya sabía, lo tenía todo en mis manos y en mi cabeza de chiquitita, entonces, cuando en los 2000 empezó a haber un movimiento, cuando el gobierno que entró en ese tiempo empezó a ver a la gente y a sus oficios, y entró en eso, yo presenté lo que yo sabía hacer. Me presento ahí en una municipalidad de Jujuy y, desde ahí, es como que empezamos a trabajar hasta ahora. Ahí empecé a dar clases por muchos lugares”, aclara Eusebia.

En relación con lo gastronómico, la ollera no puede contener su pasión por la comida cocinada en los utensilios que ella misma construye y describe a las comidas como riquísimas. “Son todas comidas andinas que nosotros comemos en el norte, norte jujeño, son la mayor parte con semillas, con granos, el maíz, harina, trigo, quinoa, papalisas, papas andinas, charquis… todo se hace en olla de barro, especialmente para fiestas, para dar de comer a la Pacha, para casamientos, la siembra y cuando muere algún pariente, así que olla de barro para todo”, remata.

Su trabajo es absolutamente artesanal: “Es muy, muy con las manos, no se trabaja con ninguna herramienta que yo veo ahora en talleres, porque nosotros sabíamos trabajar sobre de las piedras y, aunque ahora me estoy volviendo un poquito moderna ya también, antes era todo muy en la llama, era distinta la cerámica. Se hacía muy natural, así, donde podíamos, sobre las piedritas. Todo es con la mano, todo se arma así con arcilla, con un platito o chorizos, y las técnicas son distintas”.

Eusebia cuenta que quedan pocas olleras. “Muchas han muerto y los jóvenes casi no están aprendiendo, así que, ahora, lo que se hacía el oficio con la mano se está perdiendo porque ya llegaron los tornos, ya llegaron los moldes, ya llegaron con todo y hay profesores que van a enseñar eso. Así que, bueno, creo que lo manual, lo que yo sé, creo que se va a perder. Ya está camino ahí, ya van a quedar poquitas olleras, pero, bueno, por eso son mis talleres, para transmitirles un poco también a toda la gente que voy conociendo”, plantea. Reynaga no para: ha viajado mucho para eso, para seguir enseñando. Por Jujuy, Misiones, Buenos Aires, Córdoba, Salta y hasta a Uruguay en dos oportunidades. “Ahora estoy trabajando en Tilcara, ahí estoy dando clases de todos los jueves y estoy con un proyecto de la manta también, así que ahí voy a dar para niñitos en Maimará, también ahí”.

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La última foto humea. Las ollas de Eusebia sobre las brasas bailan en Unquillo. Un guiso de papalisa y otro de quinoa son el crisol para acercar a los comensales, para cuidar las tradiciones. En septiembre, Eusebia vuelve y vamos a estar atentes para no faltar al festín.

*Por Soledad Sgarella para La tinta / Imagen de portada: Soledad Sgarella.

Palabras claves: Artesanías, cocina, ollas de barro

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