Tinti Gómez Iriondo: la mujer detrás de Casa Macuca

Tinti Gómez Iriondo: la mujer detrás de Casa Macuca
27 diciembre, 2022 por Redacción La tinta

Casa Macuca es una asociación civil ubicada en El Chingolo, un conocido barrio de la periferia de la ciudad de Córdoba. Allí, se desarrollan proyectos de inclusión social y de salud a través de programas educativos de capacitación. Llega a las familias haciendo foco en las madres adolescentes. Tinti es fundadora y directora.

Por Alejandra Seleme para La tinta

29 de julio de 2022. Dinosaurio mall, café Havanna.

María Cristina Gómez Iriondo, alias Tinti, conoce muy bien las barriadas urbano-marginales de Córdoba. Es alta, elegante y segura. Comenzamos a hablar informalmente. Me dijo que disfruta leer novelas, biografías y diarios. Que su lectura reciente fue de crónicas de Almudena Grandes escritas en el diario El País y que tiene dos hijas viviendo en Barcelona. “Voy seguido a Barcelona, pero me aburro mucho allá. Un tiempo estoy feliz, pero, después, cada uno tiene su vida y yo ando siempre seca, con poca plata”, me aclara. Nos traen el café con criollitos que habíamos ordenado y aprovecho para preguntarle si me permite grabar la conversación. 

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(Imagen: Casa Macuca)

—Todo lo que se hace en Casa Macuca parece organizado y alentado por vos. ¿Cómo es la mujer que hay detrás de este trabajo? ¿Quién es Tinti?

—Mis hijas me dicen: «Mamá, basta, ya hiciste mucho». Quizá sea soberbia de mi parte, pero, hoy por hoy, si yo dejo de trabajar, se cierra porque o no he podido o no he sabido generar gente que continúe. Soy muy buena trabajando y muy mala en gestión de conseguir dinero y gente solidaria. Acá, el problema es el sostenimiento económico. Por otro lado, cuando trabajás con personas, ellas tienen que percibir tu interés por su crecimiento, si no lo perciben, no hay cambio. Tienen que sentir una mirada de comprensión, no de caridad. 

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(Imagen: Casa Macuca)

—¿Por qué elegís trabajar con mujeres?

—Estoy convencida de que es a las madres adolescentes a quienes hay que apuntalar para salir del analfabetismo, empoderándolas, haciendo que recuperen su autoestima para que sean ellas mismas las que transmitan el valor de la educación a sus hijos. El proceso de la Casa es recibir mujeres con sus niños. Nos las derivan desde el Ministerio de Justicia y desde las escuelas. Son casos que no pueden sostener. En El Chingolo, tenemos 60 madres. 

—¿Cómo es el ambiente dentro de la casa? Me refiero al comportamiento.

—A esas mujeres, les cuesta mucho desarrollarse en una cultura como la nuestra. Sería distinto si vivieran en Tulumba, en el medio del campo. Pero viven en Córdoba, eso es más agresivo. Muchas veces, escuchás por ahí que hay madres que hasta le pegan a la maestra y es real porque viven en un entorno de violencia. 

—¿Cómo se sale de ese entorno?

Es imposible salir de ese nivel de miseria. Que no me vengan a hablar de meritocracia, puede ser, por supuesto, algún caso aislado, un albañil que llega a comprar un auto y tiene un hijo abanderado, pero es muy difícil. 

Algunos te preguntan irónicamente: «¿Y por qué no trabajan como empleadas domésticas?». Pero no saben que estas niñas madres no vieron nunca un baño y, en sus casas, no tienen inodoro ni agua caliente. Para ser empleada doméstica, necesitan una mínima base de educación.

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(Imagen: Casa Macuca)

—Háblame un poco de tu infancia. ¿Tiene algo que ver con tu trabajo de hoy? 

—Yo vengo de Santa Fe, te diría de clase alta histórica. Mi familia es muy tradicional y éramos los dueños de casi toda la provincia. Muchos hermanos, de religión cristiana, aunque liberales. Absolutamente reaccionaria y antiperonista, y de ahí salgo yo, que elijo estudiar trabajo social y decido adherir al peronismo. Era una época de una pobreza diferente. Mi familia no me apoyó, pero me bancó. Para ellos, yo debería haber sido abogada. Necesité irme de mi casa para poder construirme. A los 22 años, ya recibida, me fui a Salta a trabajar con un sacerdote jesuita norteamericano y conviví cuatro años con los wichi hasta que se me hizo muy difícil seguir viviendo en medio de la selva, en una comunidad donde era la única mujer. No era mi ambiente. Con mi familia, nunca tuve mala relación, pero sí distante. Yo necesitaba que ellos aceptaran los conceptos de la vida que yo tenía. En ese momento, teníamos una mirada antagónica, además, yo era la única pobre. Ellos decían: «Si te gustan los pobres, viví como pobre». No estoy arrepentida de nada y he logrado que respeten mi elección de vida.

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(Imagen: Casa Macuca)

—¿Y cómo llegaste a Córdoba?

—Cuando me fui de Salta, viví unos años en Italia y, al volver, me vine a Córdoba y me casé.

Tengo cuatro hijos, las dos mujeres que viven en Barcelona y dos varones, uno vive acá y el otro es anarquista, anda por el mundo cambiando de lugar cuando quiere. Es difícil porque es un tipo brillante y me preocupa su elección de vida. Le digo que ya es grande, pero su respuesta es que mi concepto de tiempo no es igual al de él. Mi familia es un poco extraña. 

—¿Vivís sola o estás con tu marido?

—Estamos juntos. Hemos sobrevivido. Su padre era dueño de una importante empresa electromecánica y sus hermanos tenían militancia política, y eso, en la época de la dictadura, fue muy difícil para nosotros porque nos perseguían a nosotros también por portación de apellido. Mi suegro tenía mucho.

—¿Cómo se te ocurren los talleres y diferentes programas?

—Me dicen que pasa tal cosa y enseguida se me ocurre qué hacer. Tengo el don. Por ejemplo, una pinturería me ofrece financiar un comedor y yo detesto los comedores. Es una forma en la que se destruye la familia. Así, la madre delega la responsabilidad en otro. Nosotros no lo vemos o no nos damos cuenta porque tenemos incorporado como normal el sentarse a comer con los hijos. Les dije que no. Después, me arrepentí y, para no perder ese apoyo tan precioso, les dije: «Déjenme pensar». Me decía a mí misma: «Cómo puedo hacer para no salir de mi ideología y aceptar este apoyo». Yo soy enemiga del «te doy». Entonces, acepté el apoyo económico, pero lo incluí como tarea para las mismas madres. Les dije que iban a entrar a las 10 de la mañana en lugar de a las 14 horas y que ellas iban a cocinar, comer y, después, lavar todo antes de comenzar las actividades de los talleres. A partir de allí, incluimos clases con nutricionistas.

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(Imagen: Casa Macuca)

—¿Cómo surge el tema de la orquesta? 

—Un día, apareció un personaje después de una nota que me hicieron en La Luciérnaga. Era Guillermo Zurita. “Yo soy profesor de violín”. «Mirá, Guillermo -le dije-, nuestros chicos nunca han visto un violín», pero lo vi tan entusiasmado que le propuse algo. Frente a la casa, hay un gran algarrobo. Yo hice poner una mesa debajo del árbol, a pesar de todas las críticas de los vecinos del barrio que decían que se juntaban a fumar porros, pero yo no me iba a poner de policía, otros ya pedían el asador. «¿Por qué no te venís una mañana -le sugerí-, ponemos en la mesa una jarra de chocolate criollo y tocás el violín?». Le encantó, porque es un transgresor igual que yo. Y fue como el flautista de Hamelin, tocó el violín ahí, en la plaza, debajo del algarrobo, y se empezaron a convocar chicos. Fue mágico. Nos dimos cuenta de que no teníamos instrumentos. Consigo que a él lo trasladen de la escuela de Obispo Castellano a la escuela secundaria del Chingolo. Yo tenía previsto un viaje a Buenos Aires y me volví con seis violines y dos chelos. Ahora es una orquesta con mucho apoyo y cada chico tiene su instrumento. 

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(Imagen: Casa Macuca)

—Los programas son numerosos, trabajan, además, con niños con discapacidad, apoyo escolar, talleres de artesanías. ¿Cuánto necesitan de dinero hoy?

—Tenemos un gasto mínimo de un millón de pesos mensual. Hay 26 profesionales trabajando. Muchas de las empresas que nos acompañaban dejaron de hacerlo durante la pandemia y eso no se ha revertido. Contamos con el sostén económico del Ministerio, con un programa de niñez y familia que administra la Provincia. De la Municipalidad, no recibo nada. Necesitamos apoyo económico, si no es de dinero, al menos, de insumos, por ejemplo, leche. Hay que sostener el proyecto.

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(Imagen: Casa Macuca)

*Por Alejandra Seleme para La tinta / Imagen de portada: Casa Macuca.

Palabras claves: Adolescente, Casa Macuca, El Chingolo

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